Prostitución y amor de carretera
El amor que se busca inconscientemente y de mil equivocadas formas distintas en los sucedáneos de amor muerto de carretera, de luces de neón y mujeres encerradas y esclavizadas
En estos días en que se habla –o se hablaba– profusamente y mal de la compraventa libre del cuerpo, que es compraventa de carne en la que siempre queda colgando algún trocito del alma, es bueno volver la vista y ver que todos los intentos de borrar esta lacra con una simple ley, siempre han dejado cerrada en falso la herida y el pútrido negocio que la misma prostitución esconde.
Nadie dirá que las leyes no son necesarias. Líbreme Dios. Pero no se trata de ponerse a favor o en contra de hacer con el cuerpo lo que a uno le place, en ese vicio de posicionamientos obvios a una causa, olvidando quizá a sabiendas, o por ignorancia o distracción, toda la experiencia ancestral que atesoramos desde aquellas mancebías a extramuros de la gente «decente» en los conventos y casas de bien, o los infiernos multicolores y lumínicos de esclavas sexuales que, precisamente las leyes con su cuajo, amparan bajo el pseudónimo inane de «hotel» de carretera con muchachas alegres dentro de una copa de champán.
Que la ley es un ideal reconocido como humano, y que ordena la vida que se entiende como buena para que este mundo no se convierta del todo en una selva, es toda una obviedad que no merece explicarse. Pero la ley no puede nunca generar amor: esa sustancia misteriosa que está por presencia, o por ausencia, en las discusiones de fondo sobre la búsqueda y el ofrecimiento de placer. Porque, donde hay amor no hay esclavitud y no hace falta legislar.
Bien sabemos –porque lo vemos y sufrimos a diario– que el mandamiento no se impone sobre la libertad, ni la letra grabada en mármol con la gravedad y su pedante engolamiento, tampoco puede cambiar un ápice el corazón y su extraña querencia al afecto.
Prostitución hubo, hay y habrá, como hay asesinato desde la envidia de Caín y robo, a pesar de saber perfectamente la teoría de corrido. Hubo, hay y habrá engaño allá donde un hombre, por mil razones y excusas distintas, ponga el corazón en el humo disperso de sus pasiones y esclavice a otros para conseguirlo. Y hubo, hay y habrá manipulación para excusar las vergüenzas que un hombre, secretamente, comete en la oscuridad de su anonimato.
Porque la ley –ya lo he dicho antes– necesariamente sanciona y limita para una vida ordenada, pero no puede encender en el alma el asombroso fuego del amor. El amor que se busca inconsciente y de mil equivocadas formas distintas en los sucedáneos de amor muerto de carretera, de luces de neón y mujeres encerradas y esclavizadas en las rutas que a tantos viajantes enmudece, asquea y amarga, cuando al pasar con el coche por su lado piensan en silencio cómo se puede vivir así, y cómo se permite usar a otra persona para llenar el corazón de carne, en un intento de apaciguar un apetito de afecto infinito y vaciarlo de alegría: de esa alegría que daría el amor; de esa alegría que da la certeza de ser querido y que haría innecesaria una ley que no sabe ni puede recrear la conmovida respuesta de aquella prostituta, o de aquella «mujer sorprendida en flagrante adulterio», que fue llevada frente a un hombre que dibujaba signos en la tierra y abortó con su mirada amorosa una lapidación segura. Ese asombro que es un regalo de inocencia nueva. Ese asombro del descubrimiento en el otro de algo más valioso que la carne, el placer o el intercambio de dinero. Ese asombro divino frente a la belleza humana, que ahora creemos poder legislar con una nueva ordenanza destinada al fracaso, si en el corazón del hombre no existe el amor a cada prostituta muerta, que nos precede y nos espera en el Reino de los cielos.