Respeten la nostalgia
Siempre se habla de ella a favor o en contra; como desastre o como refugio; como peso o como ala; como barro o como vuelo. Como amiga o enemiga. Como desdicha o tentación
Si hay una palabra que no merece ser ensuciada en los charcos del desprecio o de la exaltación, esa es la «nostalgia». Habría que tener más cuidado con ella y tratarla con más mimo, tratando de no arañarla ni golpearla, aunque en muchas ocasiones no sepamos describir qué es, ni por qué está, ni sepamos cual es su contenido. Demasiado a menudo es usada como hilo de fondo musical en los discursos lanzados a viva voz de vaya usted a saber qué productos y qué imperios, o qué Españas con mediterráneos y cristiandades por recuperar, como si de este modo reviviéramos de nuevo lo imposible tantas veces relatado. Y demasiado a menudo –para qué negarlo– se acaba reduciendo a un solo sentimiento emotivo de tristeza y pena que enturbia, de repente, lo prometido, o el vuelo imaginado, para caer y golpearnos contra la dura realidad.
De la nostalgia se dicen muchas cosas. Muchas, a menudo, verdaderas; otras, horrorosamente erradas y, seguramente, inhumanas, cuando creemos poder eludir su fastidiosa presencia borrándola, porque –dicen– frena el ritmo trepidante de los días y la natural fluidez de los negocios.
Ella es síntoma, signo y melodía de una llamada que raras veces responde el corazón
Entonces, decimos de la nostalgia, que es como un lastre que impide sobrevolar las circunstancias; o la concebimos como la debilidad de los románticos inmaduros y con pocas horas en esto del pragmatismo existencial. O también decimos de ella que no hay que alimentarla demasiado con imágenes de rostros vistos alguna vez en las películas de amor. Al final, como no la comprendemos nunca del todo, porque parece que se basta a sí misma para imponerse en el momento más inoportuno, pagamos con ella la frustración, lamentando que mire atrás, o a la niñez, o a la espera de otra vida en el futuro, un poquito más intensa. Nostalgia. Nostalgia, nostalgia. Pobrecilla la nostalgia. Nadie la comprende.
Porque siempre se habla de ella a favor o en contra; como desastre o como refugio; como peso o como ala; como barro o como vuelo. Como amiga o enemiga. Como desdicha o tentación. Y así, tan olvidada y, al mismo tiempo, tan manoseada, casi nadie se pregunta por qué está, y por qué existe; y por qué ella se desprende del alma como ese «hilillo blanco de hacer pañuelos» de Lorca para el adiós y para su lágrima. Y la pobre se queda ahí, muda, censurada, acallada, sin saber donde posarse ni tener siquiera quien advierta que ella es síntoma, signo, melodía de una llamada a la que raras veces responde el corazón. Pero, ¿por qué?, ¿Por qué nos quema en el alma? ¿Por qué existirá esa nostalgia?
Existe. Y eso ya es un dato. Y existe porque está inscrita en las entrañas como signo indeleble de que una vez lo tuvimos todo; que una vez lo recibimos todo como un niño despreocupado en el seno de su madre. Pero luego –ay, luego– lo perdimos con la edad, y con esa seriedad aprendida, impostada e inmisericorde con nosotros mismos, tan autosuficientes, y nos conformamos con ir tirando, alimentándonos con alguna migaja de la propia voluntad, y con la alucinación de bastarnos a nosotros en una anodina apariencia de «vivir con autenticidad moral»; Y, sin embargo, afortunadamente, no basta, y seguimos aquí sin dejar nunca de ser pobres hambrientos: hambrientos prendidos a una queja que nunca consigue ahogar el trémolo melodioso del Misterio en el corazón. Respetemos nuestra bendita nostalgia. Respetemos nuestra humanidad. Es nuestra alma. Es nuestro deseo infinito de Dios.