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Noches del sacromonteRichi franco

¿Nos interesa realmente la verdad?

Siempre «hay más cosas en el cielo y en la tierra que en (nuestra) filosofía». Esas grandes cosas que no pueden entrar por su tamaño en el entendimiento y pertenecen a una gran verdad inaccesible para nuestras manazas sucias

Actualizada 11:01

Dicen que estamos hechos para la verdad; sí, pero no lo parece. Porque lo cierto es que a nadie le interesa saber nada de ella más que algún pequeño aspecto reducido y, por tanto, parcial; algún trocito que a tientas se consiga ver de uno mismo, en algún fogonazo brevísimo de conciencia, y no se está fuera de sí mendigando el aplauso de la grada.

Dicen que buscamos la verdad; sí, pero no lo parece; siempre andamos a medio camino. Y lo cierto, lo visto a diario, es que esa verdad sólo nos interesa si defiende nuestros sacrosantos prejuicios, nuestra querencia de linaje, de raza, o de educación; nuestros caprichos y nuestro entendimiento de las intenciones del respetable público que, no nos engañemos, también es muy devoto de su trocito de verdad.

Dicen que venimos al mundo para la verdad; para conocerla y amarla. Pero lo cierto –no hay más que verlo a diario y reírnos por no llorar– es que no lo parece. Porque la verdad que nos interesa, tiene muy poco que ver con una verdad que trate de conocer al otro que, en cierto sentido, ya sería una victoria inaudita sobre esos prejuicios tan difíciles de atravesar.

Lo cierto –no hay más que verlo tantas veces– es que lo entendido por verdad se parece más a un apasionamiento en torno a una noción usada contra la misma verdad: como un resorte, como una palabra ruidosa y cegadora, como una consigna a modo de carnaza que satisfaga la necesidad de escándalos, que siempre nos dejan insatisfechos.

Afortunadamente, y para nuestro bien, siempre «hay más cosas en el cielo y en la tierra que en (nuestra) filosofía»; todas esas grandes cosas que no pueden entrar por su tamaño en el entendimiento, y pertenecen a otra gran verdad inaccesible para nuestras manazas sucias.

Esa verdad que está a buen recaudo de nuestra opinión, inevitablemente tuerta. La gran verdad que está en otro escenario donde el misterio se vela en los pliegues silenciosos de cada día y, por supuesto, mucho más allá de los fugaces sobresaltos que nos devuelven del vagar indiferente.

Afortunadamente, mientras creemos haber atrapado la verdad en la red de una fórmula perfecta e inamovible, pasan muchas otras cosas. Otras tantas cosas de roce imperceptible, levísimo como el chasquido de las almas rotas que no encuentran consuelo en el vacío de las voces huecas.

Tantas cosas innombrables y escondidas bajo el ansia diaria de la gente normal; la gente que sólo quiere vivir y dar de comer a la familia y quizá no puede; o gente que sí puede y sólo quiere que le dejen en paz y estar tranquilo, y todas esas cosas de «perogrullo» que no haría falta recordar en un artículo que nadie leerá o, en el mejor de los casos, malinterpretará en su propio beneficio, para darse a sí mismo la razón.

Así que nada; habrá que seguir escribiendo para esa gente; para nosotros mismos, para usted y para mí, en definitiva. Para nosotros, que deseamos conocer y amar la verdad de nosotros mismos, aunque duela o esté más allá de nuestros inevitables hábitos o vicios; más allá del desinterés, de la abulia que anega el conocimiento de una verdad más amplia, más limpia, más buena, más grande. Más compasiva. Más verdad como origen y retorno de nuestros días cansados. Más verdad como aurora y ocaso de nuestro anhelo más inalcanzable y, por tanto, más callado. Más verdad para los oídos sordos que escuchan por fin, en medio del ruido, otra voz más dulce que nos llama tras el silencio incómodo de los profetas mudos.

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