Entrevista con Jorge Freire, filósofo y escritor
«La cultura de la queja o del deleite de la quejumbre lleva a una postura muy conformista»
«Si la cultura oficial nos obliga a ser cambiantes y estar fluctuando, yo lo que propongo es lo contrario», comenta Jorge Freire, que ha participado en el Congreso Católicos y Vida Pública organizado por la ACdP y el CEU
Jorge Freire es un hombre delgado, esbelto, pero repleto de energía, con ideas que parecen seguir bullendo y que, a borbotones, como de una hemorragia ardiente, manan de sus labios. Son palabras y frases en las que inserta, con agilidad y contundencia sutil, inmersiones en un diccionario que nos recuerdan que la verdad –lo mismo que el demonio– se esconde –y se manifiesta a golpetazos– tras los matices.
En sus libros –Los extrañados (2024), La banalidad del bien (2023), Hazte quien eres (2022)– se desarrollan varias propuestas y denuncias: esforzarse en ser comunidad, pero no rebaño; seguir el criterio de los sabios, pero no de los pretendidos expertos del oficialismo; empeñarse en saber quién es uno y pulirse, exigirse, no satisfacerse como el gorrino en el fango del que tanto habla cierto político. Huir de la nostalgia, del victimismo y de todas esas sirenas de canto dulce y emasculador.
–En la actualidad, si no ganan los tuyos, como ha ocurrido en Estados Unidos, dices que te exilias, te vas de Twitter, te marchas. ¿Vivimos en un exceso de queja? ¿Qué grado de queja necesitamos como catarsis?
–Si la queja sirve de catarsis, entonces seguramente sea beneficiosa, aunque como uno de esos venenos que hay que instalar gota a gota porque conviene dosificar. En cualquier caso, durante los últimos tiempos la queja ha dejado de ser catártica, y sólo ha servido para inducir un estado de desánimo generalizado. Es muy difícil imaginar, ya no defender y proponer, sino únicamente imaginar, un futuro mejor. El futuro pinta muy mal, con lo cual nos volvemos al pasado y glorificamos aquellos tiempos que quizá no fueron para tanto. Y precisamente esta nostalgia surge de este desánimo que todo lo invade y que es no solo una forma de desalentarnos, sino también una forma de desmovilizarnos. Es una de las causas que lleva a la anomia, al repliegue cívico, a soltar las riendas de nuestro destino como ciudadanos, y que hace que nos recluyamos en el espacio privado y dejemos que haya una casta gerencial que se ocupe de los asuntos importantes.
–¿El exceso de queja es inherente a la cultura del victimismo?
–Diría que no exactamente, porque me parece que la cultura de la queja es anterior y tiene que ver más con eso que Ortega llamaba el deleite de la quejumbre. Creo que tradicionalmente ha sido una regalía de intelectuales. Ortega decía que este culto a la decadencia, o que esta jeremiada constante era propia de aquellas profesiones, o incluso de aquellas castas, que estaban en decadencia. Aquellas personas que siempre tienen la decadencia en la boca. Estoy radicalmente en contra de esta retórica de la decadencia y, sobre todo, de esta idea de un destino ineluctable que nos lleva a lo peor de los tiempos y que toda la suerte está echada. Por supuesto que la suerte no está echada. De hecho, el futuro no es lo que nos pasa, como si nos pasara por encima un camión, sino aquello que hacemos. No todo depende de nosotros, pero sí hay algunas cosas que dependen de nosotros. La cultura de la queja o del deleite de la quejumbre lleva a una postura muy conformista, a tenderse en la hierba con los brazos detrás de la nuca y esperar a la catástrofe postrera. Decir que, como ya no hay nada que hacer, vamos a ver cómo se hunde todo.
Hay que ser optimistas con cautela y optimistas racionalesFilósofo y escritor
–Muchos dicen lo contrario: «Vivimos en el mejor de los mundos».
–Tampoco es cierto que vivamos en el mejor de los mundos. Esa postura, ese optimismo a machamartillo es también muy conformista. Como si fuéramos un agricultor que ni riega, ni siembra, ni mira el cielo, porque total, ¿para qué? Y cuando mira sus campos, se encuentra con un lleco árido y baldío que se ha enmalezado y echado a perder. Hay que ser optimistas con cautela y optimistas racionales. No hay que ser ingenuos, pero hay que arrumbar de una vez por todas este prestigio que tiene el pesimismo. Hay personas que actúan como profetas del Apocalipsis, como el historiador Harari. En las entrevistas de su último libro, Harari va hablando de que la IA nos va a matar a todos, de que nos van a pasar no sé cuántas catástrofes climáticas, de que nuestra suerte como especie está ya más que sentenciada. En realidad, lo que está haciendo es servirse de ese prestigio que se confiere a aquel que dice auténticas mamarrachadas catastróficas.
–Harari es uno de los autores de la actual ‘tabula rasa’, que han quitado de en medio toda referencia a Dios. ¿Esta perspectiva de un mundo sin Dios agudiza la angustia ante cualquier cosa que sucede? ¿Cunde una añoranza de retorno a un mundo idílico y ecológico que nadie ha vivido?
–Cuando se habla de la nostalgia, se suele utilizar la figura de Odiseo, pero a mí me gusta recalcar que esa nostalgia la siente Odiseo cuando está encerrado en la cueva de Calipso durante diez años. Esa nostalgia le surge en un contexto de aislamiento, y no solo porque esté expatriado. En un contexto en el que el aislamiento prolifera a grandes pasos, es precisamente cuando cunde la nostalgia, es decir, el momento en que el lazo comunitario se está destejiendo. El momento bastante paradójico de la era de la comunicación, el momento en el que estamos conectados en tiempo real y podemos saber lo que opina el otro, o al menos hablar nosotros con el otro. Y, sin embargo, estamos más aislados y más solos que nunca. La soledad no deseada es un problema que ya atañe a casi dos millones de personas en España. Tenemos una gran cantidad de mayores que viven solos y sin nadie a quien recurrir. Esa soledad creciente es lo que hace que tengamos tanta nostalgia, porque estamos echando en falta una comunidad inmanente que nunca existió. Nunca hubo una comunidad perfecta, pero lo cierto es que sí que había unos ciertos lazos comunitarios y hoy, en cambio, nos sentimos solos y eso hace que volvamos la mirada hacia el pasado. En el fondo, la nostalgia es una claudicación, es un encogimiento de hombros. Es como mostrarse impotente e incapaz de un futuro común. De ahí que surja o resurja aquello que Pasolini llamaba el «antifascismo a posteriori»; en lugar de mejorar las condiciones laborales de los trabajadores, lo que hacemos es matar a Franco cuarenta años después.
–¿Qué actitud propone usted para tratar hoy con los más cercanos y ante la vida?
–No es una actitud individual, porque nos atañe a todos. Pero, en la medida de nuestras humildes posibilidades, hemos de trabajar por restituir y por volver a tejer el lazo comunitario. La mejor forma de hacer comunidad no pasa por las políticas públicas, no pasa por los planificadores urbanísticos, sino que pasa por asumir obligaciones. Y nada ata más, nada liga más que las responsabilidades. Precisamente en este tiempo que nos impele a danzar, a flotar en aguas oscuras, a no atarnos a nada, lo que tenemos que hacer es atarnos a algo firme. Lo que hay que hacer es ser contraculturales. Si la cultura oficial nos obliga a ser cambiantes, a ser dúctiles, a ser mercuriales y estar fluctuando sin parar, yo lo que propongo es justo lo contrario: tener asideros firmes a los que agarrarnos.