Blandengues por la gracia de Dios
A la hora de la verdad, incluso para la llamada al orgiástico disfrute, hay un límite que nunca conseguimos traspasar
Nadie diría en su sano juicio que no ama su vida sobre todas las cosas, ni que no haría nada por hacerla más vivible en medio de toda la marabunta de obligaciones, prisas, disgustos y apariencias por demostrar su originalidad en cada circunstancia. Los genios que vuelcan sus ocurrencias con cada cerveza que se toman en las redes sociales sabrán de qué hablo.
Nadie diría en su sano juicio, o al menos se lo callaría en la intimidad de sus adentros, que la vida no sea el tesoro más preciado que tiene, ya que sin ella –apuntaría cualquier avispado– no sabemos qué puede haber de más valor, hasta que vienen los hijos a disputar esa preferencia vital. Aunque esto parece tan «de Perogrullo», que da hasta cierto pudor tener que decirlo.
Tampoco se oye decir por los mentideros cotidianos donde se parlotea sin descanso que la vida, si se mira bien, sea algo de lo que poder desprenderse, o prescindir sin esfuerzo, aunque algunas tentativas ideológicas, pseudo–religiosas y para–científicas quieran hacérnoslo todo mucho más fácil con el drama de vivir.
Pero hablar de la vida en abstracto resulta tan vano como dejarla escapar, así que podríamos echar un superficial vistazo a todo ese cúmulo de historias, sucesos, acontecimientos, encuentros, victorias y fracasos que nutren a eso, más o menos amado, que llamamos vida.
Si hay algo con lo que venimos al mundo es esa incalificable e incansable capacidad de seguir adelante como burros de carga, que no miran más allá de su sombra caída sobre la tierra del camino. Esa capacidad que nos obliga de alguna manera a no poder pararnos, con la esperanza de una novedad en el paisaje, apenas advertido en la distracción que, paradójicamente, nos aleja del ansia de vivir.
Esa capacidad para distraer el desencanto, la rutina o el aburrimiento que, tarde o temprano y pese al ímpetu primero, a la pasión descerrajada sobre las personas y las cosas, o al voluntarismo confundido entre las escasas fuerzas y la voluntad henchida de ilusiones, nunca cede ni se agota, aunque a veces la posibilidad de agotarse del todo sea muy tentadora y algún que otro político nos lo quiera poner fácil con la muerte para ahorrar material a la Seguridad Social.
En cualquier caso, a pesar de esta capacidad evidente, no basta decir desde aquí o desde allá, o desde los altavoces del voluntarismo institucional o espiritual de turno, que se trata solo de disfrutar. Porque siempre hay un límite infranqueable para nuestro deseo de tirar hacia delante con todo, y es la misma vida la que nos lo recuerda y nos lo impone, cuando nos obliga a mirar el pobre resultado de ese disfrute conseguido con nuestra voluntad.
Es la misma vida: la de ahora mismo, la de esta mañana de lunes, con todo el peso de las expectativas del viernes y los restos del naufragio dominical, la que nos enseña que no nos basta lo imaginado, lo recordado, lo aprendido, lo echado de menos, los cálculos programados y tentativas con los que creemos poder disfrutar más de todo. Porque a la hora de la verdad, incluso para la llamada al orgiástico disfrute, hay un límite que nunca conseguimos traspasar. Pero de esto solo se dan cuenta los muy observadores de lo humano, o los que se reconocen muy blandengues para satisfacer el infinito de posibilidades que anida en la profundísima cueva del alma.