Esperar está bien, pero la esperanza es otra cosa
La primera certeza, antes incluso de tener tiempo para negarla, es que todo nos ha sido dado, incluso nuestro misterioso ser en el mundo
En una nueva tentativa ya fracasada por explicar el Adviento hay que decir –antes de nada–, que ya llevamos con esta la tercera entrega desde Razones para arrodillarse hasta aquí, como información para rezagados e indiferentes, o para aquellos que simplemente no soportan mi rostro y se van a leer y proclamar la destrucción total a otro lugar. Finalizada la autopromoción, vamos a centrarnos en la inevitable espera de algo o alguien distinto a nosotros que nos reconcome a diario, hora tras hora, lanzándonos hacia hipótesis y futuribles con los que alimentamos el hambre de sentido total, que al final se reduce a recibir un poco de afecto.
Como tenemos que ir deprisa ya con el temario porque las vacaciones nos acechan, que cada uno se haga el 'test de la espera'; un test para el que no hace falta ascender o descender en la escala social, ni haber sufrido grandes dramas vitales, sino, simplemente, haber vivido un poco para observar eso que llaman 'experiencia' los entendidos del método empírico y la educación; haber observado en lo cotidiano con la herramienta de la razón –que es el alma–, para sorprendernos seres 'esperantes' de lo que sea, pero 'esperantes', ya que esperar sería –como venimos diciendo muy de corrido– la posición original del corazón.
Si hiciéramos bien el citado 'test de la espera', veríamos que esperamos algo de fuera, algo ajeno a nosotros, ya que a duras penas nos bastamos o nos soportamos, (eso también lo dice el test) y veríamos que andamos como en tensión hacia un encuentro con algo o alguien que parece llamarnos a través de los rostros y las voces más cercanas, aunque haya quien nos quiera hacer creer que podemos ir solos como vagabundos perdidos que han olvidado el camino de regreso a casa.
Sin embargo, esta espera no dejaría de ser algo incierta si no descubriéramos alguna vez su objeto con la claridad o la certeza del niño que no problematiza la presencia buena de sus padres, para afrontar la apasionante aventura de vivir.
Por eso, el 'test de la espera' nunca se equivoca, pero no dice ni impone el nombre de lo esperado. De ahí, que sea grande la tentación de malinterpretar esta posición vital y querer reducir todo a la nada de la apariencia y el ruido con los que vamos distrayendo el ansia, el ahogo o el trastorno de cada jornada.
Sí, la tentación de negar lo que dice el test es grande, pero no más grande que el signo descubierto en el vértice más alto de la conciencia humana cuando reconoce frente a sí misma, al abrir los ojos de par en par, que la primera certeza sobre nosotros mismos, la primera certeza antes incluso de tener tiempo de negarla, es que todo, absolutamente todo, incluso nuestro misterioso ser en el mundo, nos ha sido ya dado por alguien que nos precede y que puede conceder un nuevo sentido a la esperanza de ser mirados, amados, visitados cada día, tal y como «se agitan las hojas, o el cielo invoca a la luna», o como el «deseo vivo emana de la sombra constelada, o el aire juega sobre el prado».
«¿Qué presencia deambula», misteriosa, en torno nuestro?, se pregunta el poeta Mario Luzi. ¿Qué presencia de esperanza nos espera, nos circunda y nos atrae a través de las personas y los acontecimientos? En ese descubrimiento estamos todos juntos. No impongamos la respuesta. No la encerremos en los prejuicios o en lo ya sabido. No nos cerremos a la posibilidad de ser visitados.