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En la cripta de Montmartre, Francisco Javier, Ignacio de Loyola y cinco compañeros fundaron la Compañía de Jesús

La apasionada despedida entre Ignacio de Loyola y Francisco Javier antes de partir de misiones a Japón

José María Pemán escribió en El divino impaciente un diálogo entre dos santos amigos que se separarían para siempre por llevar el Evangelio a tierras ignotas

Corría el año 1525 cuando un joven navarro, lleno de sueños y ambiciones, llegó a París para estudiar en la prestigiosa Universidad de la Sorbona. Francisco Javier, un líder nato y carismático, compartiría habitación con Pedro Fabro (futuro beato) y, más tarde, con Ignacio de Loyola, un hombre mayor cuya determinación cambiaría su vida para siempre.

Atractivo y con gran confianza en sí mismo, Javier era conocido por su espíritu aventurero y, al mismo tiempo, por ser un tanto arrogante. Se cuenta que, al principio, rehuía de Ignacio, de quien además, a veces, se burlaba por su cojera. Pero la respuesta constante de su compatriota a sus burlas fue germinando en el corazón del joven: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?».

Ignacio acabaría convirtiéndose en el mejor amigo de Francisco y marcaría el inicio de su transformación espiritual. Aquel encuentro en París no solo forjó una amistad, sino que encendió en Francisco Javier la llama que lo llevaría a convertirse en el mayor misionero de la historia.

Llevar la misión en las venas

El 15 de agosto de 1534, en la cripta de Montmartre, Francisco Javier, Ignacio de Loyola y cinco compañeros sellaron un pacto con Dios que cambiaría sus vidas y la historia de la Iglesia. Con votos de pobreza y el firme propósito de llevar el Evangelio hasta los confines de la Tierra, consagraron sus vidas al servicio del Papa y la misión cristiana.

Aunque sus planes iniciales de partir hacia Tierra Santa se truncaron, pronto encontraron un nuevo rumbo. Desde Venecia, tras ser ordenados sacerdotes, emprendieron el camino hacia Roma, donde Javier contribuyó en la redacción de las Constituciones de la Compañía de Jesús junto a Ignacio.

Pero el verdadero capítulo misionero de Francisco comenzó a los 35 años. A instancias del rey de Portugal, fue enviado como delegado pontificio a las colonias en las Indias Orientales. Goa, en la India, se convirtió en el epicentro de su labor. En una década de incansable actividad, atravesó un territorio inmenso que incluyó India, Malasia y las islas Molucas, dejando tras de sí comunidades de fe en lugares casi inaccesibles. Desde esas islas remotas, sus esfuerzos se extendieron al Japón, donde logró fundar la primera comunidad cristiana.

El horizonte de Francisco no tenía límites. Mientras evangelizaba Japón, sus ojos estaban puestos en China. Tras un largo periplo, llegó a la isla de Shangchuan, a un paso de Cantón (China). Pero su sueño quedó inconcluso. Gravemente enfermo, falleció tal día como hoy, pero del año 1552, a orillas del mar, a los 46 años. Setenta años después, el 12 de marzo de 1622, sería canonizado junto a su querido amigo, Ignacio de Loyola.

Aunque Francisco Javier murió en Shangchuan, su cuerpo reposa en Goa

«La vida interior importa
más que los actos externos»

Viajar a Japón hoy en día es, como quien dice, coser y cantar. Sin embargo, hace cinco siglos, que un español decidiera dejarlo todo para embarcarse solo en un viaje, con medios tan precarios y sin saber qué le esperaría al llegar, requería una audacia difícil de describir. Por supuesto, enfrentarse a un nuevo idioma y a una cultura totalmente distinta añadía un reto inmenso a la hazaña.

El maestro literario José María Pemán logró captar esa fortaleza de espíritu en su obra El divino impaciente. Un título no menos acertado para retratar la vida de dos hombres que, sin complejos, abrazaron la grandeza de su misión divina con la impaciencia de llevarla a todos los confines de la Tierra.

En un conmovedor diálogo entre Ignacio y Francisco, Pemán plasma las enseñanzas del fundador de los jesuitas, quien exhorta a su discípulo a priorizar la vida interior por encima de cualquier éxito exterior y a mantener siempre fija la mirada en lo eterno, cultivando un corazón humilde que encuentre en el amor de Dios su única verdadera fortaleza.

Extracto 'El divino impaciente'

JAVIER
(Arrodillándose ante el padre Ignacio)
Solo quiero
que me deis, por despedida,
la bendición y el consejo.

IGNACIO
Yo te bendigo, Javier:
que Dios bendiga tus hechos.

(Pausa. Alza los ojos un instante al cielo)

A grandes empresas vas
y no hay peligro más cierto
que este de que, arrebatado
por el afán del suceso,
se te derrame por fuera
lo que debes guardar dentro.
La vida interior importa
más que los actos externos;
no hay obra que valga nada
si no es del amor reflejo.
La rosa quiere cogollo
donde se agarren sus pétalos.
Pídele a Dios cada día
oprobios y menosprecios,
que a la gloria, aun siendo gloria
por Cristo, le tengo miedo.
No te acuestes una noche
sin tener algún momento
meditación de la muerte
y el juicio, que a lo que entiendo,
dormir sobre la esperanza
de estos hondos pensamientos
importa más que tener
por almohada, piedra o leño.
Cada mañana tendrás
con la Señora, algún tierno
coloquio, donde le digas
esos dolores secretos
que a la Madre se le dicen
de modo más desenvuelto
que no al Padre, que por ser
el Padre, da más respeto.
Mézclame, de vez en cuando,
en el trabajo requiebros
y jaculatorias breves,
que lo perfuman de incienso.
Ni el rezo estorba al trabajo,
ni el trabajo estorba al rezo.
Trenzando juncos y mimbres
se pueden labrar, a un tiempo,
para la tierra un cestillo
y un rosario para el cielo.
Escríbeme, por menudo,
tus andanzas y sucesos:
ni los agrandes por vano,
ni los calles por modesto;
que de Dios serán las glorias
y tuyos solos los yerros

(Con honda emoción, poniendo
sus manos sobre la cabeza de Javier)


Piensa que ya en esta vida
no volveremos a vernos.
Te emplazo para la gloria,
que para los dos la espero,
por la bondad del Señor,
que no por méritos nuestros.
Mientras tanto, Javier mío,
porque no nos separemos,
llévame en tu corazón,
que en mi corazón te llevo.