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Vista desde arriba del Papa Pablo VI

Vista desde arriba del Papa Pablo VIGTRES

«Llega el momento. Lo presiento»: las crudas palabras de san Pablo VI ante su propia muerte

Pocas semanas antes de morir, tras un retiro espiritual, el Papa Montini escribió una profunda meditación donde no oculta sus arrepentimientos y cómo espera que sea su encuentro con Dios

Pocos momentos en la historia de la Iglesia han sido tan convulsos como los años en que se produjo el Concilio Vaticano II y, sobre todo, las décadas posteriores a su convocatoria. La separación entre la letra plasmada en los documentos conciliares y lo que vino a llamarse «el espíritu del Concilio» –o, en palabras de Benedicto XVI, la distancia entre «el Concilio real» y «el de los medios»– abrió grietas en la comunión y en la vivencia del magisterio eclesial que aún hoy no se han cerrado del todo.

En medio de aquel fuego cruzado de posicionamientos pastorales, teológicos e incluso ideológicos –y que poco o nada tenía que ver con el fuego del Espíritu que se esperaba de la reunión conciliar, como en un «nuevo Pentecostés»– se encontraba el Papa san Pablo VI.

Un Papa ante su propia muerte

Vilipendiado y atacado por quienes lo consideraban demasiado rupturista, y por otros que lo tachaban de ultraconservador reaccionario (sobre todo, a partir de la publicación de la encíclica Humane Vitae en plena revolución sexual del 68), el pontificado del Papa Montini estuvo marcado por el signo del sufrimiento. Por el signo de la cruz.

Un dolor, no exento de ofrecimiento y esperanza, que en pocos textos plasmó tan a las claras como en la meditación que escribió sólo unas semanas antes de morir, tras un retiro espiritual en Castel Gandolfo, y que L’Osservatore Romano publicó ya en 1979, con Juan Pablo II en el solio pontificio. La meditación de un Papa anciano ante la inminencia de su propia muerte.

«Llega la hora»

«No es sabia la ceguera ante este destino indefectible, ante la desastrosa ruina que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está para realizarse en mi ser, ante lo que se avecina», comienza diciendo.

Y no elude la cercanía de su final en la tierra, unido de forma dramática al peso del papado: «Llega la hora. Desde hace algún tiempo tengo el presentimiento de ello. Más aún que el agotamiento físico, pronto a ceder en cualquier momento, el drama de mis responsabilidades parece sugerir como solución providencial mi éxodo de este mundo, a fin de que la Providencia pueda manifestarse y llevar a la Iglesia a mejores destinos».

«Sí, la Providencia –prosigue, apenas unos meses antes de ser sucedido por Juan Pablo I y, un mes después, por san Juan Pablo II– tiene muchos modos de intervenir en el juego formidable de las circunstancias, que cercan mi pequeñez; pero el de mi llamada a la otra vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes dificultades».

«Una vida fundada sobre bienes efímeros»

Aunque no duda de la vida eterna anunciada por Jesucristo, sí se muestra dubitativo con su propia salvación, antes de hacer una particular lectura de su vida.

«Ciertamente –escribe–, me gustaría, al acabar, encontrarme en la luz. De ordinario el fin de la vida temporal, si no está oscurecido por la enfermedad, tiene una peculiar claridad oscura: la de los recuerdos tan bellos, tan atrayentes, tan nostálgicos y tan claros ahora ya, para denunciar su pasado irrecuperable y burlarse de su llamada desesperada. Allí está la luz que descubre la desilusión de una vida fundada sobre bienes efímeros y sobre esperanzas falaces. Allí está la luz de los oscuros y ahora ya ineficaces remordimientos. Allí está la luz de la sabiduría que por fin vislumbra la vanidad de las cosas y el valor de las virtudes que debían caracterizar el curso de la vida: «vanitas vanitatum: vanidad de vanidades»».

«¡Qué distracción imperdonable!»

Y tras mencionar la fugacidad de la vida, el anciano Pontífice pasa al agradecimiento y al asombro: «Esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la vida, la vida del hombre!».

Y no duda en preguntarse «¿por qué no he estudiado bastante, explorado, admirado la morada en la que se desarrolla la vida? ¡Qué distracción imperdonable, qué superficialidad reprobable! Sin embargo, al menos in extremis, se debe reconocer que ese mundo 'qui per Ipsum factus est: que fue hecho por medio de Él', es estupendo. ¡La escena del mundo es un diseño todavía hoy incomprensible en su mayor parte, de un Dios Creador, que se llama nuestro Padre que está en los cielos! ¡Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre!».

El arrepentimiento del Papa

Aquel que se sabe depositario del perdón de los pecados, muestra también su arrepentimiento y «el ansia de aprovechar la hora undécima, la prisa de hacer algo importante antes de que sea demasiado tarde. ¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo aferrar en esta última posibilidad de opción 'el unum necesarium: la única cosa necesaria'?»

Pero «a la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria hacia Dios Creador y Padre sucede el grito que invoca misericordia y perdón. Que al menos sepa yo hacer esto: invocar tu bondad y confesar con mi culpa tu infinita capacidad de salvar. «Kyrie eleison; Christe eleison; Kyrie eleison: Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad; Señor, ten piedad»».

Y tras hacer «memoria de la pobre historia de mi vida», «débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia», el Papa que guio la barca de Pedro en los vaivenes de los convulsos años 60, rendido en sus fuerzas pero con el espíritu anclado en la cruz, mira el hueco abierto de su propia tumba y eleva una dramática oración: «Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí mismo y te exalto a ti, Dios, 'cuya naturaleza es bondad', (san León). Deja que en esta última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres Padre».

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