Cine
Alfredo Landa, 'el crack' del cine español cuyo recuerdo sigue vivo 10 años después de su muerte
La vida del genial Alfredo Landa, que nos dijo adiós hace ahora 10 años, estuvo marcada por un número: el 3. Y desde el principio. Alfredo nació en Pamplona el 3 de marzo de 1933. Esto es, el 3 del 3 del 33. Y, casualidades de la vida, vino al mundo a las tres de la tarde. Pero es que la casualidad siguió.
Su primer papel en el cine fue el de Castrillo en esa joya del cine español que es Atraco a las tres (1962). El tres, otra vez. Tres. Como los hijos –Ainhoa, Idoia y Alfredo– que tuvo con su adorada Maite Imaz. El tres, como su número de portal. Y como los premio Goya que recibió: dos como mejor actor (por El bosque animado y La marrana) más el Goya de Honor en merecidísimo reconocimiento a una trayectoria admirable que comenzó en el teatro. De joven, en su primera representación y tras recibir el largo aplauso del público, Alfredo supo que quería ser cómico. Aquella ovación, la primera de muchas y como no podía ser de otra forma, duró tres minutos.
Tres. Siempre tres. Como las ciudades en las que vivió (Pamplona, Figueras y San Sebastián) antes de trasladarse a Madrid en 1958. Alfredo tenía 25 años, 7.000 pesetas y una carta de recomendación en el bolsillo. Cuatro años y numerosas funciones de teatro después, llegaría su debut a lo grande en el cine con Atraco a las tres y, un año más tarde, en 1963, su participación en otra de las mejores películas de la historia del cine español. Porque Alfredo Landa era el sacristán de El verdugo. Como, mucho tiempo y trabajo después, sería el sorprendente Germán Areta con el que José Luis Garci arriesgó y acertó de pleno en la maravillosa El crack (1981) y su no menos maravillosa secuela, El crack 2 (1983). Y como sería Paco El Bajo en Los santos inocentes –la mejor película española de la historia para los lectores de El Debate– (1985), por la que compartió con otro Paco, Rabal, el premio al mejor actor del Festival de Cannes; Malvís, el labrador de El bosque animado convertido en Fendetestas; Bartolomé en La marrana (1992); un perfecto Sancho Panza en la serie de televisión El Quijote de Miguel de Cervantes; o don Pepe, el hombre duro con corazón blando de la serie Lleno por favor (1993) que solo creía «en Dios, en Franco y en don Santiago Bernabéu».
Pero entre esos dos primeros títulos, Atraco a las tres y de forma más testimonial El verdugo, y El crack, Alfredo Landa completó una etapa que también merece todo el reconocimiento. Una, precedida por filmes como Nobleza baturra y Ninette y un señor de Murcia, que permitió a Alfredo Landa dar nombre –apellido– a su propio género cinematográfico: el landismo. Los personajes de Alfredo Landa, como los de José Luis López Vázquez, perdían el sentido con las suecas. Y con la que no eran suecas. Y a mucha honra porque uno y otro eran –son– dos de los mejores actores españoles de la historia. Los dos tenían claro que sin esas películas no habrían venido todas las demás.
Jugador de mus, cinéfilo, maestro en la elaboración del Dry-Martini y admirador de Cary Grant –«lo hacía todo bien y además tenía pelo», decía de él con humor», en sus últimos años Alfredo Landa reconocía que la falta de talento en el cine español era «descomunal». Lo dijo en la sede de la Academia de Cine con motivo de la concesión de Goya de Honor a toda su carrera. Alfredo era tan grande que en ese mismo año 2008 estaba también nominado como mejor actor por Luz de domingo, de José Luis Garci. Y allí, en la sede de la Academia, ante un grupo de periodistas, soltó la bomba. «Alfredo, ¿quién le gustaría que le entregase el Goya de Honor? ¿Garci?», preguntó una compañera. «Antes, muerto», contestó para sorpresa de todos. A la respuesta le siguió un largo e incómodo silencio. Como son los silencios cuando son largos. Alfredo llamaría después a Garci para disculparse. Y esa grandeza, la humana, siempre vale aún más que la profesional.
Ese día no había entrevistas con Alfredo Landa, pero me acerqué a él. Y más que arrancarle una sonrisa, me la arrancó él. Como tantas y tantas veces a todos nosotros en el cine y en la televisión. En esos pocos segundos, Alfredo me habló de un amor que, en cierto modo, era el 'motor' de su vida y no era su amada Maite. Un Mini azul. Con los techos y los retrovisores blancos. «Estoy enamorado de él», reconoció con esa media sonrisa tan peculiar.
Poco después llegaría aquel angustioso discurso inconexo de Alfredo Landa en la noche de los Goya. Su posterior visita al neurólogo, que diagnosticó el episodio como un choque emocional transitorio. Y, antes del ictus que sufrió en 2009, su libro de memorias, escrito por Marcos Ordóñez y titulado Alfredo el Grande. Vida de un cómico. De aquel segundo encuentro con Alfredo Landa, esta vez sí en forma de entrevista, guardo otro recuerdo especial, como era él. Acabada la conversación, con el libro en la mano y ya con un pie fuera del hotel en el que nos citó, pensé en la ilusión que le haría a mi madre contar con la firma de Alfredo Landa. Así que volví a entrar. Y Alfredo, el Grande, accedió encantado y escribió una bonita dedicatoria. Su sonrisa no era media, sino completa. Como la de mi madre al leerla. La mía, ahora, al pensar que hace 10 años que ya no están ni una ni otro, no llega ni a media pero, en una y en otro, la dibujan el orgullo, la risa y el agradecimiento.