Crítica de cine
'Perfect Days': cuando cada amanecer es un maravilloso acontecimiento
La nueva película de Wim Wenders es una declaración de principios estética y moral
El cineasta alemán Wim Wenders, con casi 80 años, vuelve a regalarnos una película rodada según su exclusivo criterio, sin ningún tipo de peaje comercial o ideológico. Vamos, que sigue haciendo el cine que le da la gana, por lo que le estaremos eternamente agradecidos. En esta ocasión se ha marchado a filmar la película a Japón, con actores y dinero nipones, y ha conseguido que Perfect Days represente al país del Sol Naciente en la carrera de los Oscar.
El argumento sigue la rutina cotidiana, día tras día, de Hirayama (Koji Yakusho), un hombre maduro y soltero, que apenas abre la boca, y cuyo trabajo es limpiar los váteres públicos de una zona de Tokio. Todos los días sigue el mismo patrón: se despierta, se afeita, riega sus plantas, sale a la calle, mira hacia arriba y sonríe lleno de alegría al contemplar el cielo clareando, se coge una lata de una máquina expendedora, se sube en su furgoneta y se va a trabajar mientras escucha en su viejo casette canciones de los setenta. Limpia los aseos con una perfección ingenieril, como si se tratara de preciados instrumentos de la NASA de los que dependen la vida de los astronautas. Hasta lleva un espejito para comprobar la limpieza de las partes inaccesibles del retrete. Almuerza en un parque, fotografía árboles –en película de celuloide–, y por la noche cena en un bar; ya en casa, lee un rato hasta que se duerme. Y así una jornada tras otra. Aparentemente no pasa nada. Pero sí pasan cosas. Porque a lo largo del día se relaciona con personas: un compañero de trabajo y su novia, la camarera del bar, una sobrina que viene a verle… Cosas aparentemente banales que para él son la sal de la vida.
Wenders recupera un ser humano «pre-posmoderno»: no tiene televisión, ni redes sociales, ni ordenador… Sus relaciones son reales, no virtuales: con las cosas, con las personas, con los árboles… Y experimenta una profunda satisfacción. Vive con alegría la novedad del instante, cada jornada es de hecho una nueva aventura, no le preocupa el mañana, sino que goza con estar vivo «aquí y ahora». Ni siquiera necesita hablar más de lo estrictamente necesario. Es tal su sencillez de corazón que es visto por los demás personajes –y por el espectador- como alguien excepcional. Y es excepcional porque es humano, es decir porque se ve su humanidad, no está sepultada bajo costras de prejuicios, engaños, evasiones, sucedáneos de vida o imágenes falsas.
La película es exigente con el espectador acostumbrado al cine de montaje picado, de guiones cargados de giros y trepidante de acción, y todo ello envuelto en fascinantes efectos especiales. Aquí no hay nada de eso; ni siquiera una pantalla panorámica. La película es una declaración de principios estética y moral, como la de Erice en Cerrar los ojos, pero aquí mucho más positiva y luminosa. Cargada de esperanza. Una obra que demuestra que Wenders sigue creativamente vivo y con el alma sana.