Crítica de la serie
'La Casa del Dragón' regresa a la guerra eterna
El primer episodio de la segunda temporada termina con una secuencia tan trepidante como turbadora
Han pasado casi dos años (aquella huelga de guionistas, ¿recuerdan?), por lo que comenzar esta segunda temporada de La Casa del Dragón regresando al Muro ostenta mucho de simbólico. Un Stark, un cuervo, la Guardia de la Noche y esa imponente mole de hielo que separa la vida de la muerte. Un lugar a salvo de riesgos. El Norte e Invernalia son paisajes tan familiares y queridos para los seguidores de la saga concebida por George R.R. Martin que abrir con ellos implica un guiño, entre la nostalgia y el marketing. No es solo recordarle al espectador que vuelve al universo narrativo del mayor fenómeno televisivo de la pasada década, sino abrirle el apetito ampliando el foco: las andanzas de Targaryen, Velaryon y Hightower trascienden sus propios apellidos para esparcir su tragedia fratricida por los Siete Reinos.
En la tensión entre novedad y continuidad se dirime el éxito de cualquier derivado diegético, ya sea un spin-off, una secuela, un remake, etcétera. El espectador quiere escuchar más tonadas de la canción de hielo y fuego, sí, pero no quiere que le dupliquen el esquema narrativo de lo ya contado en aquellas ocho temporadas. Reclama también originalidad. De hecho, la primera mosca detrás de la oreja llega con los renovados títulos de crédito, que resuelven esa tensión creativa dejándose arrullar por la repetición: la archiconocida melodía de Rawin Djawadi sobre un lienzo que va dibujándose por elevación, como aquellos mecánicos mapas de Poniente. ¿Demasiada nostalgia?
Superarla es el gran reto de esta segunda temporada: que La Casa del Dragón adquiera una personalidad propia más consistente, alejada de su serie madre. El primer año lo intentó subiendo el envite de la espectacularidad –¡cómo molaban esos dragones!– y acotando el foco: básicamente dos linajes, negros y verdes, que oscilan interna y externamente entre el amor, el compromiso y el odio. El público respaldó la propuesta, aunque al producto le faltara un trecho para alcanzar las mejores cotas de excelencia de Juego de Tronos. Por lo visto en el debut del pasado lunes, los aciertos y tropezones se mantienen de momento en esta segunda temporada.
Por Juego de Tronos sabemos que las desventuras de La Casa del Dragón acaban como el rosario de la aurora, chorreando hemoglobina y cobrando venganzas eternas. Si la primera temporada situaba las piezas en el tablero sangriento, sin temor a cubrir décadas de historia, esta segunda ha comenzado afrontando las consecuencias de la violencia aquí y ahora. Un acierto, más consistencia. Los bandos enemigos parecen claros, pero por experiencia sabemos que en este mundo neo-medieval las alianzas están hechas para romperse y las lealtades anuncian un precio. Si el aliento épico y la frase explosiva siguen dibujando los mejores contornos de esta serie, la falta de profundidad dramática mantiene el gran debe. Salvo excepciones como la ascendente Alicent («No tienes idea de los sacrificios que se hicieron para ponerte en ese trono») y la traumatizada Rhaenyra (estupenda Emma D’Arcy), el grueso de los personajes sigue necesitando de más ángulos con los que alimentar su tridimensionalidad. Hay mucho tejemaneje y demasiada pasión telenovelesca para personajes que deberían ostentar más solidez para hacer su vibración y su estrategia más creíble y emocionante.
El debut de esta temporada se titula Hijo por hijo, lo que da una idea de la ferocidad primaria de la guerra que se ha desatado. La última secuencia del episodio resulta tan trepidante como turbadora, de modo que la sentencia de la princesa Rhaenys resuena por esos oscuros pasillos de piedra infestados de ratas: «Cuando el deseo de matar y quemar se afiance y se olvide la razón, no recordaremos qué inició la guerra en primer lugar». Ojalá que esta segunda temporada nos demuestre que, aunque no recordemos cómo empezó todo, hayamos podido disfrutar de este viaje de sangre y fuego.