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Colin Farrell protagoniza 'El pingüino'

El actor Colin Farrell, caracterizado como el malvado pingüino del universo de Gotham

Crítica de series

A ‘El pingüino’ le sobra maquillaje y le falta carisma

Colin Farrell retoma su papel de Oz Cobb en esta nueva serie de Max

Los cómics son elásticos. Infinitos. Por eso no extraña —más aún tras el último terremoto genuino en la franquicia: el Joker de Joaquin Phoenix— que la mirada vire hacia el villano. Estas sabandijas también molan, porque en el fondo son humanos y esconden un corazoncito dañado que explica tanta hijoputez. La familiaridad con el Joker se extiende, también, ante el hecho de que estamos ante un pingüino que se bambolea sin que aletee ningún murciélago cerca, por mucho que estrictamente hablando esta miniserie que ahora se estrena sea una suerte de continuación de The Batman (2022), la última iteración fílmica de Gotham con Robert Pattinson en la piel de Bruce Wayne.

Regresamos así a un Gotham neo-noir, de colores apagados y aire claustrofóbico. Frente a los cielos donde se proyecta la silueta del caballero oscuro, El pingüino ilumina su contrario: un submundo sangriento, marginal, por el que hierven los ajustes de cuentas y la corrupción de los bajos fondos que escalan a la superficie. La prolongación es tan estricta que Colin Farrell retoma su secundario de aquella película para convertirlo en el centro de estos ocho episodios.

Y ahí radica el principal escollo de El pingüino: el actor irlandés es un tipo sólido, de método, capaz de imprimir presencia y turbación a sus personajes. Sin embargo, aquí sus facciones quedan emboscadas tras toneladas de maquillaje y prótesis, de modo que solo queda su voz y, si acaso, a ratos se intuye la potencia de su mirada. Demasiado antifaz para que se aprecie el talento. O para desarrollar la empatía.

Así, los tejemanejes de este Oz Cobb interpretado por Farrell, entre la pistola cruenta del gángster y el paraguas anfibio del superviviente, no encuentran la tridimensionalidad necesaria para liderar una historia. Lo que sobre el papel debería funcionar acaba resultando una trama demasiado lenta, remisa, que estira los episodios más de la cuenta al carecer de un centro de gravedad atractivo.

Por eso se agradece la contradictoria gracilidad de Sofia Falcone, la hija del supervillano Carmine, interpretado con multitud de recursos por la siempre estupenda Cristin Milioti: la dulzura de su rostro, la violencia de su mando, lo lunático de su paso por el manicomio de Arkham. Gracias a ella o a secundarios como el Sal Maroni encarnado por el temible Clancy Brown, El pingüino se mantiene a flote como un relato de brutalidad y poder, donde la ciudad ejerce un influjo malsano en el que la redención se antoja imposible.

El pingüino

Esta determinación ambiental la sintetiza un rotundo Cobb a su protegido, Vic, ese chavalín que aspira a tomar la autopista rápida hacia la ambición. Ante sus escrúpulos morales en el tercer episodio, el pingüino le recrimina en modo nihilista: «¿Aún crees que hay buenos y malos? ¿El bien y el mal? No lo hay. Solo existe esto: supervivencia, seguridad, placer (…) Que se joda el maldito mundo. No les importas una mierda ni tu ni tu familia. Si crees que no eres nada, serás nada hasta el día de tu muerte».

Son destellos sugerentes que esta nueva pieza del universo DC va dejando a lo largo de su recorrido. También se pueden añadir los sabrosos créditos del final, siempre acompañados por una canción diferente, o audacias en la puesta en escena, como varios momentos del largo flashback que compone uno de los episodios. Pero son eso, chispazos. Pero un relato en largo no puede aguantarse a base de estampas. Por eso, esta nueva miniserie que se acaba de estrenar en Max no va a revolucionar el mundo del cómic, porque le sobra papada y le falta músculo.

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