Crítica de cine
'Gladiator II': fuerza, honor y epicidad sangrienta en busca de la gloria eterna
Ridley Scott retoma su epopeya del Imperio Romano con una espectacularidad que funciona y se disfruta
Casi 25 años después de su estreno, Gladiator sigue proyectando una musculosa sombra de la que es difícil olvidarse. La gran epopeya de Ridley Scott fue nominada a doce Oscar y ganó cinco, incluyendo mejor película y mejor actor. Elevó a Russell Crowe a la lista de las promesas de Hollywood, redefinió al robusto actor nacido en Nueva Zelanda como un objeto de deseo y consiguió un impacto comercial lo suficientemente importante como para resucitar por sí sola la epicidad de un género que había estado acumulando polvo durante décadas.
Desde aproximadamente 1951 con Quo Vadis hasta mediados de los años 60, el antiguo espectáculo histórico/bíblico/bélico representó uno de los pilares del cine americano. Revividos como una forma de atraer al público a las salas con algo que no podían ver en la televisión, estas píldoras extravagantes del Imperio Romano con Ben Hur como máximo exponente fueron una de las mayores atracciones comerciales de la época. Sin embargo, otras costosas y excesivamente largas como Cleopatra y La historia más grande jamás contada aceleraron su desaparición ante la preferencia del público por otros géneros.
En el año 2000, cuando el mundo estaba obsesionado con mirar hacia el nuevo milenio, hacer una película tan descaradamente antigua parecía fuera de sintonía con el espíritu del siglo XXI. Antes de su estreno, muchos apuntaban a que Gladiator tan solo sería recordada como la última película de Oliver Reed. El veterano actor murió durante su rodaje en Malta, a falta de unas pocas semanas para terminarlo, por un ataque al corazón al intoxicarse de alcohol disputando una apuesta en la que ganaba el que acabara más borracho.
Con la anécdota trágica como telón de fondo, algo en ella resonó de tal manera que otras oportunistas como el asedio griego a Troya (2004), la biografía de Alejandro Magno (2004) o el sangriento slasher espartano 300 (2006) no lograron replicar años después. La clásica historia de un mártir que busca venganza en nombre de su familia logró ser atemporal y sencillamente oportuna. Por eso, parece inteligente que Ridley Scott utilice la misma premisa para esta segunda entrega.
Gladiator II se construye en torno a un nuevo héroe. El convenientemente desaliñado galán irlandés Paul Mescal asume el peso de la película para demostrar que ser el favorito de la industria independiente (Normal People, Aftersun, Desconocidos) no está reñido con liderar las taquillas. Su interpretación de Lucio Vero, hijo del inolvidable Máximo Décimo Meridio, comandante de los ejércitos del norte muerto sobre la arena romana, se basa en la misma combinación de encanto y dolorosa melancolía interior que han caracterizado sus personajes anteriores.
El tipo de fragilidad emocional que Hollywood rara vez exige a sus protagonistas masculinos, que él domina con esa mezcla de mirada perdida y rudeza trágica y a la que le añade un plus de presencia física que se esmera en exhibir durante las casi dos horas y media de metraje. Pese a que no quiso ponerse en contacto con Russell Crowe durante todo el proceso, Mescal asume de forma respetuosa el manto heroico que este ha llevado siempre sobre sus hombros y defiende un arco vital similar al de su padre: de militar exiliado en Numidia, a esclavo; de gladiador novato, a líder de una rebelión que intenta acabar con el régimen podrido instaurado en Roma.
Lucio es a Máximo, lo que Geta y Caracalla son a Cómodo. El inolvidable Joaquin Phoenix caído en desgracia en la original parece desdoblarse en esta ocasión en dos hermanos con tintes sifilíticos interpretados por Joseph Quinn y Fred Hechinger. Dos emperadores tan disfrutables como sanguinarios y despiadados que ven el Imperio Romano como un juguete roto en decadencia que se postra a su merced. «Su padre sucedió a Cómodo, y ellos heredaron el trono. En cierta medida son los responsables de que Roma descarrilara. ¿Qué mejor manera de superar el nefasto legado de Cómodo que duplicar la malevolencia?», explica el propio Scott.
Los veteranos Connie Nielsen y Derek Jacobi repiten y apadrinan de la mejor forma a Pedro Pascal como el general Marco Acacio, discípulo de Máximo. Sin embargo, quien sobresale por encima de todos ellos es Denzel Washington, un gánster del 211 d.C. tan aterrador como refrescante. Su pletórica interpretación de Mácrino, un marchante de gladiadores –y de todo lo que le reporte el mínimo beneficio– que intimida a base de sonrisas y comentarios ingeniosos, huele a Oscar. O al menos, a nominación, si a nadie le incomoda su acento más neoyorquino que africano.
Consigue apropiarse astutamente de los momentos clave y reduce las intervenciones del resto a un mero intercambio de palabras, a excepción de los solemnes alegatos motivacionales de Mescal. El guion, de hecho, es perspicaz y reproduce fielmente frases de la anterior como si formasen parte de una especie de escritura sagrada que despierta la nostalgia instantánea.
Lo mismo sucede con algunas secuencias y leitmotivs musicales que, lejos de parecer excesivos, aportan el punto justo de añoranza que la historia necesita para justificar su continuación. Es imposible verla sin que una sonrisa aparezca cuando cierto plano recuerda al campo de trigo en el que Máximo completaba su camino a la inmortalidad o cuando se verbaliza aquello de «lo que hacemos en vida resuena en la eternidad».
No ocurre así con ciertos matices metafóricos de la muerte con los que juega Scott en momentos de debilidad, con la relación madre-hijo algo forzada o en la lucha cuerpo a cuerpo en el Coliseo. La excelente y cruenta coreografía de sus combates se pierde en ocasiones en unas escenas de acción de dudoso rigor histórico con babuinos, rinocerontes y tiburones conquistando el mítico anfiteatro romano.
Ahora bien, la indulgencia es una virtud y es preciso reconocer que cada uno de los enfrentamientos dentro y fuera de la arena son un alarde de espectacularidad. Para aquellos que repiten eso de que Gladiator II no merece la pena porque promueve bulos históricos, debemos recordar que su predecesora ya hizo lo propio al cambiar el significado del pulgar para arriba con el que se sentenciaba a los gladiadores –no indicaba clemencia, sino matar por la yugular–. En su momento, a nadie pareció importarle y esa falta de rigor no supuso ningún impedimento para que la película se convirtiera en un icono cultural digno de réplica.
¿Que intentar repetir ahora los éxitos anteriores es un juego a todo riesgo? Desde luego. ¿Que es posible que la única que alcance los ecos de eternidad a los que aspiraba esta civilización sea la original? También. Pero es a lo que siempre se enfrentan las segundas partes, y esta es imposible negar que cumple con las expectativas. Algo, por cierto, de lo que no pueden presumir la gran mayoría de las secuelas.
Después de varios delirios –en forma de Napoleón y La casa Gucci–, Gladiator II aflora la vitalidad cinematográfica de Scott y consigue librarse del famoso damnatio memoriae, una práctica de la antigua Roma que condenaba al olvido a cualquier enemigo del Estado con la eliminación de monumentos, imágenes o inscripciones en su nombre. Gladiator II sí merece ser recordada... o al menos reconocida como lo que es, una segunda parte muy disfrutable. Da igual que para lograrlo el cineasta de 86 años se sirva de recursos ya vistos en la original. Cuando la fórmula funciona, ¿para qué cambiarla?