Cine
Humphrey Bogart, el tipo duro que nació en Navidad
Fue uno de los actores más icónicos del siglo XX saliéndose de los moldes del cine clásico gracias a su halo de nobleza, categoría, modernidad, un punto de tormento interior y un halo de misterio
No era el más alto, ni el más guapo, ni el más viril, ni el más encantador. Al revés: era bajito, feo, delgado y sus personajes fueron siempre antipáticos. No encajaba en el molde de galán, ni el de glamuroso, ni el de villano. Y, sin embargo, su aspecto curtido y complejo le convirtieron en uno de los actores más carismáticos de su tiempo que las mujeres deseaban conocer y al que los hombres ansiaban parecerse. Perfecto gánster, mejor detective privado y eterno atormentado, de lo que no hay duda es de que Humphrey Bogart fue un icono de la cultura pop del siglo XX. Él, un hombre del XIX.
Había nacido en Nueva York el día de Navidad de 1899. Hijo de un médico famoso y una reputada ilustradora sufragista, el joven Humphrey fue a varios colegios elitistas del Upper West Side de los que le iban echando sistemáticamente por díscolo. La Marina le enderezó y en ella sirvió durante la Primera Guerra Mundial de donde volvió con una cicatriz en el labio superior que le cambió para siempre su forma de hablar, dando a su acento un deje especial, nasal y profundo que supo explotar como nadie, hasta el punto de que los guionistas de la Warner acabarían escribiendo los diálogos para adaptarlos a su extraña manera de pronunciar.
Sin ningún interés por los estudios, al volver a Nueva York empezó a trabajar en Broadway como director de escena hasta que debutó como actor en 1922 interpretando siempre a jóvenes de buena cuna y mejores modales, pero con un toque irónico y temperamental. Interpretándose quizás, a sí mismo. Y allí permanecería hasta 1930, porque el Crac del 29 hizo mella en los teatros, pero no en Hollywood. La soleada California le trajo dos grandes amistades -Spencer Tracy y Leslie Howard- y dos mediocres contratos -con la Fox y con la Warner-. Su primer gran papel en el cine le llegó, precisamente, por la exigencia de Howard a la Warner para que interviniera en El bosque petrificado en 1936, la primera de la enorme ristra de películas de gánsteres que completaron, antes de acabar la década, San Quentin, Calle sin salida, Ángeles con caras sucias, Los violentos años 20 y El rey del hampa. Pero su contrato con la Warner le obligó a aceptar películas que no le interesaban como la vampírica El regreso del Doctor X o el wéstern Oro, amor y sangre, películas menores donde no se encontraba en su elemento.
Debido a su edad, no fue llamado a filas durante la Segunda Guerra Mundial. Es más, Bogart fue uno de los actores más prolíficos de aquellos años. Así fue cómo, la década de los 40 cambió radicalmente su carrera convirtiéndole primero en estrella en 1941, cuando hizo El último refugio y El halcón maltés y segundo, en leyenda, cuando en 1942 la productora le puso al frente del elenco de la que sería su película más icónica, Casablanca. El éxito de estos tres títulos rubricó su halo de tipo duro atormentado y misterioso, pero con nobleza, clase, modernidad. Bogie estaba en lo más alto.
Enfrentándose entonces a Jack Warner para tener más salario y libertad a la hora de elegir sus proyectos, en 1944, cambia su vida al protagonizar para Howard Hawks el noir Tener y no tener, película en la que conoció a una Lauren Bacall de 19 años que le robó el corazón. Bogart se divorció de su tercera mujer y pasó el resto de vida junto a ella. Pero el puritano Hollywood, lejos de escandalizarse, entronó a la pareja al olimpo de los dioses y sus otras tres películas juntos, El sueño eterno, La senda tenebrosa y Cayo largo fueron sonadísimos éxitos. Bogart no paraba de trabajar y antes de finalizar la década protagoniza las espléndidas Callejón sin salida, La senda tenebrosa y El tesoro de Sierra Madre, donde hace uno de sus más terribles y desagradables papeles, algo con lo que llevaba soñando años, pero que no se atrevía a abordar por no nublar la imagen heroica que se había ganado tras Casablanca.
En los años 50 haría todavía algunas de sus mejores películas como En un lugar solitario de Nicholas Ray, El cuarto poder de Richard Brooks, La condesa descalza de Joseph L. Mankiewicz, El motín del Caine de Edward Dmytryk, Sabrina de Billy Wilder o La reina de África de John Houston por la que ganó el único Oscar de su carrera. Una carrera que le llevó a trabajar incansablemente durante veinte años con los mejores directores de Hollywood como William Wyler, Michael Curtiz, Howard Hawks, Delmer Daves y Raoul Walsh y también con los mejores intérpretes como Katharine Hepburn, Bette Davis, Edward G. Robinson, Gene Tierney, Barbara Stanwyck, David Niven, Ava Gardner, Audrey Hepburn, Ethel Barrymore, Eleanor Parker, George Raft, Gloria Grahame, Peter Ustinov, Claude Rains e Ingrid Bergman.
Bebedor y fumador empedernido, murió prematuramente en 1957 de cáncer de esófago mientras preparaba con Bacall la que sería su quinta película, Más dura será la caída. Un título premonitorio del varapalo que fue para el mundo del cine su inesperada muerte. En su multitudinario funeral, su gran amigo John Huston que le había dirigido en seis películas recordó: «Es absolutamente insustituible. Nunca habrá otro como él». Tal vez por eso, el Bogart inmortal, el Bogart de la gabardina y el humo de un cigarro, el Bogart cariacontecido e imperturbable, el Bogart duro y de pocas palabras… sigue siendo legendario en el siglo XXI. Él, un hombre del XIX.