El primer Nobel africano convierte la presentación de su primera novela en 50 años en una diatriba contra Trump
Wole Soyinka presenta en Madrid 'Crónicas del país de la gente más feliz de la Tierra', su regreso a la novela después de medio siglo, impulsado por el «confinamiento» y el «deterioro del humanismo»
Por «una obra de amplio horizonte cultural y poéticos matices que aborda el drama de la existencia» la Academia Sueca premió con el Nobel al escritor nigeriano Wole Soyinka en 1986. Fue el primer Nobel africano y el primer Nobel negro de la Historia. Toda una sorpresa hace 35 años, la misma sorpresa que piensa el autor que debe continuar dando el premio Nobel: «La academia tiene que ser aventurera, tiene que seguir innovando y educándonos universalmente».
Una «educación» a la que se refirió ayer en el Palacio de Linares (donde uno tiene siempre la esperanzadora sensación de poder toparse con un Leguineche) durante la presentación en Madrid de Crónicas del país de la gente más feliz de la Tierra, su primera novela en cincuenta años. Un afán pedagógico que mostró a lo largo de todo el encuentro; un afán en la afirmación, a propósito de la múltiple concesión de premios literarios a autores africanos, de que «se está empezando a educar en qué es el continente africano, y no me refiero solo a la literatura».
La ironía está perdida. El poder no entiende nada
La «educación» como una reivindicación fervorosa y también literal: «Hay que enseñar a los niños a distinguir la ironía». Esta ironía es el sustento de su argumentario, cuyo otro pilar es la sátira del poder sin «ninguna intención de ser ambiguo». No hay ambigüedad en la crítica de su relato. «Lo que ocurre es que la ironía está totalmente perdida. El poder no entiende nada. Soyinka habla del poder del Estado y también del poder del «cuasiestado» contra el que afirma que hay que ser «brutal».
«Cuando quiero llegar a los ciudadanos tengo que seducirles, y para ello recurro a la ironía y los convierto en conspiranoicos». La ironía y la educación o la educación en la ironía como la autoridad en la libertad y la libertad en la autoridad: «La autoridad puede ir de la mano de la autoridad, pero la libertad no puede ir de la mano de la autoridad». Soyinka no cree en las cuotas ni en las «representaciones regionales», es más, incluso le parecen «de una condescendencia horrible».
Pero el giro del autor llega al afirmar que «existe un rencor del poder hacia quien se le concede el premio». Una amenaza para dictadores como el que ahorcó a un escritor y amigo. «La presión del apoyo internacional desde distintos sectores a ese escritor lleva al dictador, al poder, a desafiar la importancia internacional que esa persona había desarrollado».
Por eso él mismo se fugó de Nigeria (ya había sido encarcelado treinta años antes por sus escritos) sentado en la parte trasera de una moto a través de un bosque. «Yo había estudiado bien a aquel dictador y sentí que si me quedaba estaba tentando a la suerte». Es cuando el recuerdo del sanguinario Sani Abacha y su amigo asesinado le dirige casi instintivamente a Donald Trump, ante cuyo nombre toma aire como para afrontar el discurso esencial.
En él se muestra sorprendentemente mucho más extenso y directo en el rechazo que, sin ir más lejos, frente a su nativa y conflictiva y sangrienta historia dirigente de Nigeria, con sus ejecuciones sumarias, donde se cuenta precisamente la de su amigo Ken Saro-Wiwa en aquel conflicto de Abacha y el petróleo (implicados el «Estado» y el «cuasiestado»). Ahora solo es Trump como «un insulto a la existencia del ser humano», en contraste con «el triunfo que había sido Obama».
«Trump y yo»
Se extiende Soyinka en «la retórica llena de odio» del expresidente estadounidense, «un estúpido con inteligencia nativa» que reconoció «el instinto primitivo» de la gente y lo canalizó «a través de la xenofobia». Para Soyinka el exmandatario republicano es «uno de los jefes de Estado más peligrosos de la Historia», «que aún no ha desaparecido» y que decía a los americanos que habían estado hipnotizados por Obama. Continúa el Nobel nigeriano, no ya en la sátira del poder sino en la crítica «brutal» que decía destinar al «cuasiestado»: «El solipsístico Trump», el hombre que solo por lo que sucedió en el Capitolio «debería estar en la cárcel de por vida», el reflejo de lo que él mismo acusaba a su alrededor, de quien dice que llegó a admitir ante un entrevistador que sabía de la existencia del Covid y no dijo nada para no alarmar.
Y no cesa el escritor octogenario, se diría que encelado, en la sorprendentemente furibunda crítica inmediata, íntima (casi cabía esperar, otra vez, ver aparecer en cualquier momento a una berlanguiana Mary Santpere dando voces) al expresidente americano, «un asesino de masas», el calificativo que no se le escucha aplicar a Abacha, ni a Babangida, ni a Gowon o a Murtala Mohammed, entre otros, mientras siente «pena por Biden» y por «lo mucho que le queda por hacer». «Trump y yo», como comienza esta diatriba final, o la obsesión personal que acaba sepultando, una lástima, la belleza de las Crónicas del país de la gente más feliz de la Tierra.