Tres libros imprescindibles de Cela que debes leer
Desde la sordidez de un asesino con alma en un pueblo pacense, pasando por el encanto del viajero de la Alcarria hasta llegar a la estridente intimidad del Madrid de posguerra
De niño don Camilo se nos hizo a muchos niños famoso viéndole bajar de un Rolls conducido por Grace Jones. Una imagen tremenda como correspondía a un personaje tremendo que a un servidor primero le resultó oscuro e imponente y enorme, luego delicioso y encantador y al final, que era el principio, al menos del personaje, redondo.
'La Familia de Pascual Duarte' (1942)
Después de conocerle llevado por ahí por la antigua reina de Studio 54 uno se topó con Pascual Duarte. «Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo…» (ese condicional), empezó a leer, y ya se olvidó de aquella recreación infantil con la que el autor tiró a partir de hacerse redondo.
Las memorias del campesino pacense condenado a muerte por el asesinato de un conde, después de un historial de muertes salvaje y numeroso y brutal. La confesión terrible que infunde la compasión proveniente de la tonalidad del relato. El tremendismo de una vida explicado, dulcificado por la música de una prosa lograda para un niño que casi acaba viendo un libro de aventuras pese a la sordidez de sus páginas.
La hondura del relato porque el campesino es bueno, en la hondura, y las palabras podrían decirse maravillosas. El tremendismo expuesto para descifrarlo, casi para adornarlo, la obra que introdujo a este lector en un lienzo gris o sepia, lleno de barro y olores fuertes y palos y cuchillos y sangre y fluidos mientras un alma se clarifica ante sus ojos abiertos entre todos esos entresijos desbrozados como un campo.
'Viaje a la Alcarria' (1948)
Uno tuvo a Pascual Duarte consigo el tiempo que llegó a la Alcarria, donde el gris o el sepia se hicieron deliciosos en el mejor viaje de la historia. El más recoleto y encantador, emocionante, bello, español, limpio y claro y alimenticio y ensoñador y tantas cosas como lecturas caprichosas se llevan, al albur, de sus pasajes.
La Alcarria lejana que se alcanza desde el amanecer madrileño del viajero, «los inciertos clamores del día», camino del tren, el agua clara de la fuente del Piojo, el niño inválido (los resquicios del tremendismo) que lee al sol los cuentos de Andersen y por las noches llora hasta que se duerme. El pitillo con los guardias civiles. La fonda donde atienden Elena y María, «risueñas, muy guapas», antes de encontrar en Brihuega un jardín romántico «para morir, en la adolescencia, de amor…» como los perros que se aman «tercamente, violentamente, descaradamente» y la clueca pasa con sus polluelos amarillos.
Se abre el apetito con yemas y pasteles de hojaldre, y pan con chorizo, y con cebolla («bueno para la sangre»), y tortillas de patatas y sopas de ajo. Treinta páginas antes de salir para Guadalajara y en el alba la Cuesta de Moyano con sus puestos cerrados. Es el viajero que le da una patada a un perro y bebe vino en el camino y duerme la siesta bajo la sombra de un árbol, y que se encuentra con curas y alcaldes y posaderas y viajantes y carretilleros. Castellanos en flor.
Buhoneros, muleros. Mañanas, tardes y noches. Camas gozosas, sanadoras. Y el niño que es un garduño como el pequeño salvaje de Truffaut. Un Salvaje Oeste de campesinos rendidos, de jornaleros que pasan bajo las noches estrelladas en las que uno se iba a dormir con esos recuerdos leídos como buscando un candil para no desmerecerlo, o para acabar en Pastrana mientras empiezan a encenderse las luces eléctricas, «y el altavoz de un bar suelta contra las piedras antiguas el ritmo de un bugui- bugui».
'La Colmena' (1951)
Es precisamente el ritmo lo que sale de La Colmena, una repetición, un compás lleno de nombres, algunos simples como La Golfa, algunos incompletos, por sabidos, como Alcalá Zamora, y otros enteros y compuestos como don Francisco Robles y López -Patón, médico de enfermedades secretas. La censura hizo que La Colmena se publicara en Buenos Aires como el Ulises se publicó en París. Los tres días del pueblo madrileño de la posguerra como el día del viajero Leopold Bloom.
El Manhattan Transfer español como ver uno a sus padres en Mad Men, aunque la acción transcurriera veinte años antes. El opositor, la dueña del café, la prostituta marchita, los cerilleros, los camareros, los provincianos que llegan a la ciudad asediada por los años de la guerra. Las pequeñas historias como el ruido de un coche que se acerca, que pasa y que se aleja, y luego otro y así todo el tiempo. O el de una bicicleta. Las Julitas, las Victoritas y los dones. El limpiabotas al que no le paga don Leonardo.
La Colmena que era España, el libro censurado porque es España desnuda a mediados de siglo donde hay jóvenes con purgaciones «por andar de picos pardos», y poetas y parejas que se aman donde ella dice: «Qué te pasa, no te pares…». Un escándalo imposible de simples practicantes y dueñas de mercerías sospechosas para siempre, como don Roberto González que va siempre andando a casa desde la Diputación para ahorrar, o como el señor José, que mete cinco duros en el bolso teñido de azul de Purita, «que mancha un poco las manos». El fresco imprescindible, redondo, cumbre, donde quizá el mayor peligro era que el lector encontrase a Martín Marco y se hiciese las mismas preguntas.