Javier Camarena conquista El Escorial en su recital madrileño
El célebre tenor mexicano puso en pie al público que abarrotó el auditorio de San Lorenzo, pese a la mala organización del festival
Con una oferta un tanto deslavazada y desde luego muy pobre para poder aspirar a ocupar un lugar destacado entre los festivales veraniegos, el del Escorial acaba de apuntarse su mayor, o único, tanto con el recital que allí acaba de ofrecer el tenor mexicano Javier Camarena. Pese a las dificultades para llegar a la sala (con largas colas en el laberíntico acceso), la ausencia de un programa de mano (la excusa del Covid ya no cuela) y el cierre del bar (en compensación, durante el descanso regalaban unos botellines de agua, pero allí no atendía nadie ni se servían otras bebidas), los sacrificados seguidores del artista, considerado uno de los mejores cantantes de la actualidad, peregrinaron en tropel hasta el real sitio llegando a ocupar todo el aforo del auditorio.
Lo cual solo indica una cosa, que si realmente hubiera interés por organizar un festival de calidad en una localidad tan singular, y teniendo en cuenta que la oferta musical en Madrid durante el estío es nula o escasamente relevante para una comunidad que aspira a convertirse en un gran referente cultural, el público acudiría a celebrarlo y disfrutar, sin ninguna duda.
Más allá de las incomodidades e ineficacias, la gente estaba allí para pasárselo bien. Y desde luego, a juzgar por las ovaciones que se hicieron escuchar ya desde la salida de Camarena al escenario, y que arreciaron sobre todo en la conclusión del recital, el objetivo se logró con creces. Pese a que el tenor había anunciado en días previos que buena parte de su actuación consistiría en auténticas novedades en su repertorio, lo cierto es que allí nadie esperaba que el mexicano se les apareciera con la partitura del Winterreise bajo el brazo.
Aquello iba más bien de una primera parte con unas arias (muy pocas) de ópera, de algunos de los títulos que Camarena tiene previsto debutar en las próximas temporadas, sazonadas después del intermedio con unas canciones napolitanas, mexicanas y un par de romanzas de zarzuela. Una asistente espontánea reclamó al final, en el tiempo algo avaro de los bises (Juan Diego Flórez suele mostrarse mucho más generoso a la hora de complacer a su legión de admiradores), hasta una ranchera… Pero no pudo ser, o No puede ser, como la inevitable romanza de La tabernera del puerto que sí ofreció el tenor a modo de primera propina.
Camarena se encuentra en esa encrucijada que tantas veces se les presenta a quienes habiendo triunfado en el repertorio más ligero (el Rossini cómico fue su primer campo de batalla), se plantean dar el salto a otros retos, ni más ni menos comprometidos, simplemente distintos, pero que sin duda les plantean la posibilidad de ampliar su espectro vocal y añadir otros personajes, otras obras, que enriquezcan y otorguen mayor variedad a su bagaje interpretativo. A los cantantes que pasan por este trance les sucede uno poco como a esos púgiles que albergan el deseo de triunfar en las categorías superiores, donde se supone que hay más dinero y gloria (aunque desde luego ni a Camarena ni a Roberto «Mano de Piedra» Durán pudiera decirse que les fuese mal en la suya de partida), y se afanan entonces por ganar algo de peso para lograrlo.
En el caso de los intérpretes líricos, algunos creen preciso intentar ensanchar artificialmente la voz (algo que a veces ocurre naturalmente con el paso del tiempo), cuando en ocasiones no se trata tanto de cantidad como de afilar y dotar de una mayor capacidad los recursos expresivos ya disponibles, de acentuar con más garra, de cargar las tintas en un estilo más «mordiente» procurando un sentido más hondo, dramático si se quiere, a las palabras que lo requieren. Finalmente, todo está en las palabras, cómo otorgarles su sentido preciso, la justa expresión.
Camarena es un artista inteligente, en todos los sentidos. Ha sabido construir una carrera muy estimable con unos recursos que, en principio, se encuentran por debajo de los otros ilustres tenores de su país: Francisco Araiza, ayer, y Ramón Vargas incluso en estos momentos son artistas mucho más interesantes; pero lo cierto es que con el paupérrimo panorama actual en su cuerda, y sin contar con una imagen deslumbrante, él ha acertado a abrirse un hueco muy importante a base de tesón, estudio y mucho trabajo. Por ejemplo, esa facilidad en los agudos que constituyen su capital esencial en caso de peligro, no se da por azar. Sus incursiones en nuevos derroteros artísticos pueden funcionarle bien si, como ahora nos ha mostrado en El Escorial, en lugar de forzar el sonido para «aumentar de peso» intenta buscar ese efecto a través del acento. Lo hizo así, por ejemplo, en las arias de I Lombardi de Verdi, de La Favorite de Donizetti y de Manon de Massenet, lo más interesante del programa.
Desde luego nunca llegará a ser ni Pavarotti ni Kraus, dos gigantes a su lado, pero llevando el agua a su terreno ha podido ahora sortear con aplomo las dificultades que entraña cada pieza, dotándolas del justo sentido expresivo, por más que a veces esa búsqueda del sonido adecuado, a través de la acentuación, resultara un tanto forzada, excesiva. Otra cosa bien distinta es lo que pueda pasarle cuando, por ejemplo, aborde al completo el tremendo personaje de Des Grieux sobre el escenario: ¿saldrá indenme de tal envite? Cuando cantó La Favorite, en versión de concierto, en Madrid, casi terminó «pidiendo la hora»; aquel primer intento no resultó del todo satisfactorio. Esperemos a ver qué pasa ahora.
A muchos les sorprendió su interpretación de Una furtiva lagrima de L’elisir d’amore, con la que logró un gran triunfo cuando la cantó en el Teatro Real. Cierto que en algunos momentos la emisión resultara espuria con unos «portamenti» que no son de recibo en un acreditado belcantista como él, pero esas excentricidades que algunos han creído apreciar en su interpretación no fueron tales. Quizá llevado por su intención de no repetirse, de ofrecer algo diferente, Camarena escogió la versión alternativa de esta aria, la misma que Roberto Alagna grabó cuando hizo el registro de la ópera completa bajo las órdenes de Evelino Pidò. De esa elección resultó la anécdota, el asombro que se habrían solventado con unas notas aclaratorias en el inexistente programa de mano.
Se hizo corta la primera parte, y después del intermedio lo que vino tuvo un interés más relativo. La gente adora las napolitanas, y no es que estas sean precisamente piezas fáciles de interpretar; pero esa carga pasional que contienen, ese lamento cargado de morriña por la patria perdida, por el ser amado que ya nos abandonó, llegan mucho más al alma en voces más plenas, con un estilo más extrovertido. A Camarena, que ofreció en ellas un canto recogido, matizado, de buena ley, le pasa un poco como a Flórez y su fallido CD de canciones del sur de Italia: se precisa de un instrumento más bruñido y caudaloso, de un material si se quiere algo más vulgar, una interpretación más incisiva, un timbre más soleado, para que las emociones puedan aflorar espontáneamente, de modo franco y directo. No hay que irse hasta Corelli, Del Monaco o Bonisolli, el pasado verano, un joven tenor italiano, Francesco Pio Galasso, logró caldear aún más algún teatro con su apasionada versión de Tu ca nun chiagne, como hay que interpretarla.
Después de un par de bellas canciones mexicanas y de las preceptivas romanzas de zarzuela, concluidas con un Te quiero morena coronado por uno de esos agudos que todo el mundo aguarda pero que no todos pueden ofrecer con esa insultante plenitud, el delirio se hizo presa del público, algo más contenido en el inicio de esta segunda mitad del programa. Se sucedieron los aclamaciones, las peticiones, los diálogos entre el artista y sus correligionarios hasta lograr, no con poco esfuerzo, dos propinas, la antes citada No puede ser, interpretada aquí con algo de más arrojo que matices, y una estupenda canción del desaparecido García-Abril (Canto porque estoy alegre), que de haberla escrito Manuel Alejandro para alguna tonadillera o rey de la canción popular se habría convertido en un «hit».
El gran protagonista de la velada tuvo el detalle elegante, repetido durante toda la duración, de hacer saludar en solitario al pianista, el excelente Rubén Fernández Aguirre, que revalidó sus magníficas credenciales en dos piezas en solitario, obertura de L’Arlesiana y un arreglo de zarzuela. Pero sobre todo se mostró cómplice en todo el momento del tenor, muy atento para servirlo con un acompañamiento que demuestra su claro dominio de este complicado oficio. A veces con él, las formas resultan algo melindrosas, excesivas, recargadas, pero el resultado musical es inapelable.
A la salida, caminando un poco más tarde frente a los tenebrosos, en ausencia de una luz más clara, muros del edificio, se me vino a la cabeza la plegaria no atendida del buen amigo Gonzalo Alonso, ¿para cuándo un Don Carlo là nell’avello dell’ Escurial? Y ya de paso, ¿para cuándo en Madrid un festival veraniego digno de una capital europea?