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Gabriel Albiac, durante su entrevistaa en El Debate

Gabriel Albiac, durante su entrevistaa en El DebatePaula Argüelles

Gabriel Albiac: «Estamos asistiendo al cierre completo de la era abierta en el final de los 60»

El filósofo, escritor y columnista de El Debate presenta sus memorias: En Tierra de Nadie, un viaje compuesto por fragmentos, de salto en salto a través de los recuerdos que conforman el gran mosaico final de una vida intensa

En Tierra de Nadie, las memorias del filósofo, escritor y columnista de El Debate, Gabriel Albiac, surgió mientras miraba la calle vacía a través de los cristales de su ventana en lo más duro de la pandemia. La peste en el encierro, en el «escaparate hermético», de la que ya sabía por Tucídides y Lucrecio, ente tantos otros, tras lo que transcurrieron dos años de escritura en el recuerdo de «los olvidos» que es a lo que se reduce, en palabras del mismo autor, el balance final de un hombre.

–Empieza su libro, incluso antes del prólogo, con José Hierro y Baudelaire. Precisamente ahora que vamos a hablar de sus recuerdos, ¿fueron ellos ídolos de juventud?

–Baudelaire, desde luego, porque ha marcado mis 15 o 16 años. Le Voyage es un poema que en aquellos años me aprendí prácticamente de memoria. A Hierro lo conocí más tarde y hay poemas que son absolutamente conmovedores.

–Vuelve a aparecer Hierro al final del prólogo, con aquel verso: «Tanto todo para nada».

–Y aparece también en la dedicatoria, que para mí es sumamente paradójica y sumamente dolorosa. El libro estaba dedicado al que ha sido mi gran amigo y mi compañero de aventura intelectual durante medio siglo, el catedrático de Zaragoza, José Luis Rodríguez García. Ahora mismo la verdad es que me angustia no haberle presentado como solía hacer, no haberle enviado el original. Desgraciadamente, murió tres semanas antes de que el libro apareciese.

–Dice usted que nada retorna. Machado decía que «todo pasa y todo queda».

–«Todo pasa y todo queda». Fíjese en ese doble juego. Lo encuentras también con mucha frecuencia en Borges. Y efectivamente, esa es la condición humana. Yo creo que todo eso viene de San Agustín, del pasaje de las Confesiones, en el que dice que no hay pasado ni futuro, sino que lo que hay es el presente de las cosas pasadas y el presente de las cosas futuras, que la realidad sólo existe en tres presentes. El presente de las cosas pasadas, que es la memoria. El presente de las cosas en tiempo actual, que es la actualidad y el presente de las cosas futuras, que es el proyecto o la previsión. Claro que todo queda en nuestra memoria. El problema es cómo queda y uno no puede engañarse. O sea, las cosas quedan en la memoria siempre, de algún modo trastocadas, de algún modo recompuestas, de algún modo imaginadas. Y eso hay que saberlo cuando uno escribe. Por eso yo nunca me hubiera permitido escribir una autobiografía con un planteamiento que a mí me resulta muy deshonesto: es el de pensar que yo he sido siempre uno y lo que hago es trazar la trayectoria. De seguro no son los recuerdos, son otra cosa. Los recuerdos son algo que ni siquiera va siguiendo una serie, una secuencia temporal. Y eso lo habrás visto en el libro. Cómo se va dando saltos, cómo se va efectuando esa asociación. Somos de tradición freudiana, sabemos que es el significante, más que el significado, el que provoca las asociaciones. Y hay que tratar de ir recuperando esos fragmentos. Saber que eres un mosaico en el que las piezas encajan o no encajan. La mayor parte de las veces no encajan. Y tratar de hacer ver qué puedes sacar de esas piezas del mosaico, hacerlas destellar un poquito a ver qué sale.

El franquismo no era fascismo, lo único que lo definía es que era anticomunismo

–De entre todo esto aparece «la melancolía de los de su estirpe». ¿Qué lugar ocupa esa melancolía ahora?

–Supongo que uno no puede hacerse fantasías. Todo hombre, al final de su vida ve que con él desaparece un mundo. Y, naturalmente, los que llevamos ya cierta edad y los que hemos perdido ya a tantos de los de nuestra edad, sabemos que se ha extinguido la muerte de nuestro mundo, nos ha precedido a nosotros mismos. Nosotros accedimos a la primera edad madura, a los 18 años en el 68, es decir, con la desaparición, pero la desaparición neta, brutal, de un mundo. De hecho, nosotros quizá lo vivimos como un acontecimiento político. Pero no era un acontecimiento político, era un acontecimiento histórico. Era la extinción de una era y la apertura de otra. Pienso que en estos momentos estamos asistiendo al cierre completo de esa era abierta en el final de los 60.

–Le confieso que las páginas «debutantes» de su libro me han hecho llorar por la dureza de algún recuerdo infantil. Habla del odio a Franco, y también de la indiferencia que le produjo el castrismo y el Che, incluida su misma muerte. Esto indica la formación de una personalidad. ¿Podría decirse que este es el camino inicial de su vida, que acaba o que recomienza de algún modo con el descubrimiento y el conocimiento de Althusser?

–Sin duda. Los años 50 fueron terribles para la gente de mi edad. Yo creo que eso se debe aceptar con independencia de cuál haya sido nuestra perspectiva y nuestro trayecto posterior. La posguerra en España se prolongó muchísimo, tanto más cuanto que el fenómeno mismo de la Segunda Guerra Mundial obligaba a que eso se prolongase más allá de lo pensable. En otros términos: yo nací por un puro azar. Eso creo que lo dejo caer ahí, en un en un momento. Y creo que recuerdo la fórmula de Foxá: «El franquismo es una dictadura muy atenuada por la incompetencia». Mi padre fue condenado a muerte en 1939. Era un militar fiel a la República. No se le fusiló prácticamente por un error administrativo que forzó a un segundo juicio allí a transformar la condena en una condena de 30 años. Y de ahí nací yo. De una mezcla de dictadura e incompetencia. Fueron años muy duros y de algún modo siempre me ha gustado largar la boutade, que sé que es falsa, claro, de que yo nací a los 17 en Madrid, en 1967, cuando llegué a esa facultad en la que lo primero que me encontré fue con un grupo de tipos de mi edad liándose a cantazos con los jefes de la policía. Pero, de algún modo, ahí nace para mí un mundo que podría llegar a ser vivible. Y, naturalmente, la segunda fecha que usted indica es mi llegada a París en el 67. Esa llegada me posibilita fundamentalmente dos cosas: primero, ser libre, es decir, no tener que ir vigilando todo y a todos en cada momento. Y la segunda y fundamental, descubrir que el mundo académico puede ser fascinante y no ese juego de sombras que era el mundo académico de la universidad española.

Cuando yo entré en el Partido Comunista, le digo al responsable de la organización que el máximo dirigente, Santiago Carrillo, me parece un sinvergüenza

–¿Podría ordenarme por orden de importancia para usted los siguientes nombres?: Scott Fitzgerald, Baudelaire, Althusser, Foucault y Marx.

–A ver, son órdenes distintos en lo personal, naturalmente. Althusser, a quien he querido inmensamente y cuya tragedia tuvo tal dimensión. Althusser, que era un hombre condenado y se sabía condenado, tuvo la inmensa lucidez de hacer que sus discípulos siguieran una vía que no les condenase. Es decir, siguieron una vía que no fuera la del providencial ismo político que llevó a tantos otros de nuestra generación a lo peor. Cuando dice: «No, no, pongan entre paréntesis a Marx ya, lean a Spinoza» ¿Qué es lo que nos está diciendo? Todos los errores de los hombres provienen de uno solo. La creencia en la finalidad. Todo eso es religión mundana, y la religión mundana lleva necesariamente a la catástrofe. En lo literario, una vez más, habría que distinguir como poeta a Baudelaire. Hubiera dado cualquier cosa por escribir como Scott Fitzgerald. Cualquier cosa. Y en Marx aprendí algo absolutamente esencial, que es que la razón debe primar absolutamente sobre los afectos, aunque eso tantas veces nos haga trizas.

–Dijo Jacinto Benavente, y lo dice usted también en el libro, quizá de una manera distinta, que el comunismo es la religión del odio.

–Y tardamos tanto en darnos cuenta. Para evitar simplificar, se designan cosas muy distintas. Lo que designa el siglo XIX tiene la neblina de la comuna, que inicialmente es el área municipal y no es otra cosa. Si te das cuenta en lo que se considera el gran teórico del comunismo, en Marx, no hay una teoría del comunismo. Es más, lo que hay es una teoría del capitalismo. La gran obra de Marx es El Capital. El comunismo yo diría que se puede fechar a partir de 1905, la primera fallida Revolución Rusa, y a partir de ahí la idea forjada al límite por Lenin de que hay que organizar la Organización Internacional Obrera como una nueva Iglesia, con todos los mecanismos y con todas las estructuras tomadas de los modelos eclesiásticos. Nosotros, cuando llegamos al comunismo, llegamos de un modo muy peculiar, tanto en la juventud europea como todavía más en el caso de la juventud española. La juventud europea llega al comunismo en conflicto con los partidos comunistas de sus respectivos países y, por supuesto, en conflicto con la Unión Soviética, que les aparece como una aberración insufrible. En España surge en gente que no soporta, no ya en lo político, sino en lo personal, en lo moral, en lo íntimo, la existencia de una dictadura como el franquismo que, en mi opinión, vamos a ser serios, ni siquiera se puede llamar una dictadura fascista. El fascismo era un modernismo. Fascismo y bolchevismo son los dos modernismos de principios. Y Franco era un militar del siglo XIX. Una dictadura militar del siglo XIX. La impresión de anacronismo que producía en gente de 17 años, como era mi caso cuando llegué a la universidad, era absolutamente espantosa, pero venía de atrás. Era de una sordidez, de un vivir en un tiempo ido, en una ciudad insoportable. Ahora hay que definir el franquismo, que desde luego no era un fascismo y que tampoco podía definirse naturalmente a sí mismo como un militarismo del XIX. Pero lo único que definía al franquismo, como en tantas otras ocasiones, es que era un anticomunismo. Pues mire usted, si esto que me parece detestable es un anticomunismo, debe ser que yo soy comunista. Cuando yo entré en el Partido Comunista, eso también lo cuento, lo que le digo al responsable de la organización de universidades es que vuestra línea política me parece un disparate. Y vuestro máximo dirigente, Santiago Carrillo, me parece un sinvergüenza. ¿Y por qué entra? Pues mira, hijo, es que no hay otra forma de luchar contra el franquismo.

Yo creo que los escritores de aquella época éramos escritores porque no conseguimos ser estrellas del rock

–Antes ya se ha referido a ello. Pero dice usted que nació a los 17, tras su entrada en la vida clandestina. Supongo que aquellas circunstancias de su vida, además de las muchas lecturas que ya acumulaba, le hicieron tener una perspectiva distinta de las cosas.

–Yo fui un niño gran lector. Yo de niño era un niño enfermo. He pasado media infancia en la cama. Ignoro por qué, porque no he vuelto a estar enfermo en mi vida. Yo creo que lo provocaba. No veo otra razón. Y esos primeros años, que van, digamos, de los cinco a los nueve me los he pasado en la cama leyendo. Ha sido extraño desde el punto de vista intelectual. Los mejores seis años de mi vida. Es una de las mayores fortunas que he tenido. Haber leído a Andersen y en particular La Reina de las Nieves o La hija del Rey del Marjal cuando tenía siete años. Es algo que no tiene precio. Y haber leído La Ilíada en una pésima edición, pero que estaba en mi casa y que me hacía disfrutar como un enano. Como el enano que era (risas).

–Dice en un pasaje del libro que no hubo nunca otra cosa que rocanrol, canutos, conciertos, chicas… Parece la lista de la compra de una estrella del rock en vez de la de un escritor y filósofo.

–(Risas) Yo creo que los escritores de aquella época éramos escritores porque no conseguimos ser estrellas del rock. Es gracioso, pero me encontré sorpresivamente con la misma idea en el libro en que Salman Rushdie contaba sus años de clandestinidad, de ocultación. Él contaba que, en un momento determinado, U2 le invita a comparecer en escena durante un concierto y cuando sube allí descubre que lo que él realmente quería era todo eso.

–Dice que los Doors y los Airplane marcaron su adolescencia, pero de quién es más, ¿de los Stones o de los Beatles?

–Pues va por épocas. Cuando tenía 13 años, que es cuando empiezan a llegar los discos, yo fui muchísimo más de los Beatles. En los años 70 me hice de los Stones y con los 80, que ya uno empieza a ser un poco sensato, entendí que la dualidad era perfectamente estúpida y que ambos amores eran perfectamente compatibles.

Ford es el más grande, sin duda de ningún tipo. Y si tuviese que quedarme con un solo plano en la historia del cine sería el de Ethan Edwards saliendo del porche

–Y pasando al cine, de aquella época feliz que pasó como flaneur por los cines de París, ¿con quién se queda: Ford o Hawks?

  1. –Ford es el más grande, sin duda de ningún tipo. Es el más grande. Y si tuviese que quedarme con un solo plano en la historia del cine sería el de Ethan Edwards saliendo del porche y recortándose en ese umbral. Es una cosa prodigiosa.

–Escribe que ha agotado la geografía. ¿Cómo de cerca está de agotar la biblioteca?

–Borges lo dice muy bien. «En algún momento, de joven imaginaba el paraíso a los pies de una biblioteca. Tengo aquí esta biblioteca y me pregunto: ¿Para cuántas de esas páginas soy ya un hombre muerto?». Naturalmente que nadie agota su propia biblioteca. Pero es que, además, la biblioteca te va abriendo continuamente a otras, a otras bibliotecas, te va abriendo necesariamente otros espacios. Cada vez que lees un libro, cada vez que lees por diezmillonésima vez un libro que has leído un montón de veces y que crees conocer milimétricamente, de pronto te surge otro camino en una coma, en un modo de puntuar, en la estructura de un verso. Te surge la necesidad de proyectarte hacia otro libro que casualmente no está en tu biblioteca y que te acabará proyectando hacia otros. La biblioteca es el infinito, el verdadero infinito.

–Llegado hasta aquí. Con sus memorias escritas y al final de esta entrevista, ¿a quien echa más de menos?

–Pues alguien a quien perdí hace un mes. A este personaje extraordinario, catedrático de la Universidad de Zaragoza, filósofo de primer nivel, narrador extraordinario, poeta espléndido y sobre todo durante 50 años, amigo que fue José Luis Rodríguez García.

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