Cuarenta años de El Juli, el matador más joven de la historia del toreo
Julián López tomó la alternativa en Nimes a la edad de 15 años con José María Manzanares de padrino y Ortega Cano de testigo
En la mejor época de José Tomás, cuando la fiebre por el de Galapagar incendiaba los tendidos del mundo, había aficionados anónimos, casi proscritos, que decían en tono quedo, profundo, que el mejor torero que había entonces era El Juli. Cuando algún oyente de la irreverencia superaba los límites de su silencio, lo que acostumbraba a darse era una sonrisa incrédula e inmediatamente sardónica ante el atrevimiento.
Era de entre los remotos tejados de las andanadas de Las Ventas, pobladas por algunos ancianos sabios taurinos, de donde salían esas leyendas (hubieran sido urbanas de no ser ciertas) que ningún tomasista quería oír. El caso es que el mismísimo y jovencísimo Juli veía en su futuro rival en la plaza el mejor de los espejos y la mayor de las admiraciones, lo cual en la pequeña aún, pero en todo caso ya grande sabiduría del prodigio era una verdad como un templo.
A hombros en Las Ventas con 15 años
Decían en aquellas lejanías ventistas (alguno puede decir que lo oyó) que ese niño que a los nueve años ingresó en la Escuela de Tauromaquia de Madrid lo sabía todo de los toros. A su primer becerro le cortó las dos orejas y el rabo con solo once años. Un año después se vistió de luces en Francia, a partir de lo cual participó en cientos de becerradas de experiencia. Como no le permitían torear en España por la edad, se fue a México. Allí en su Monumental indultó un novillo a los catorce años, un hito al que se sumaron dos más.
El eco de los triunfos americanos de la púber figura resonaba en España como antes resonaron en el Bernabéu los goles de Butragueño con el Castilla. Ya en España, apenas tres meses antes de su alternativa, cortó dos orejas en Sevilla y abarrotó en solitario Las Ventas por cuya Puerta Grande salió a hombros de niño antes de que sus habitantes se le volvieran hostiles por causas ataurómacas un lustro después y tuviera que esperar casi una década para salir de nuevo en volandas como el matador que se hizo un 18 de septiembre de 1998 en Nimes con José María Manzanares de padrino y Ortega Cano de testigo.
Hace ya muchos años que El Juli se detuvo para torear más despacio que casi nadie, luego de haber estado en la plaza durante todo su tiempo mejor, eso seguro, que nadie
El capote y los quites como preciosas señas de identidad. Las banderillas por las que se descordobesizó para profundizar en su sentimiento verdadero. La crisis de la joven estrella de rock que ha de refundarse y por lo que fue desprendiéndose de lo innecesario para encontrarse después de haber estado perdido. El globo en la tierra que volvió a subir con la hondura y la verdad metidas en el cuerpo y en el alma a pesar del griterío que en Madrid le cerró las puertas a pesar de sus proezas y Sevilla le abrió hasta siete veces, lo que nunca nadie consiguió. Hace ya muchos años que El Juli se detuvo para torear más despacio que casi nadie, luego de haber estado en la plaza durante todo su tiempo mejor, eso seguro, que nadie.
La madurez de cuarenta años, que no son nada a pesar de su cuarto de siglo de alternativa, en un hombre que no hace mucho tiempo confesó que torear era para él «una necesidad espiritual», la confesión del secreto que los viejos y sabios ventistas de las andanadas, incluso sus no menos sabios hijos, ya sabían antes que nadie en los albores del ídolo.