Gemma Calabresi, viuda por el terrorismo anarquista: «Siempre es posible amar»
Los anarquistas asesinaron a su marido, el comisario Luigi Calabresi, en la puerta de su casa. Atrás dejaba a una mujer de 25 años, dos hijos pequeños y un tercero en camino. Esta historia que conmocionó Italia en los años 70 ha alcanzado su meta en la única respuesta posible: este es el testimonio del perdón de una mujer única, que relata en La grieta y la luz
«Vivimos sin saber cuándo será la última vez de algo; nos despedimos con una inconsciente indiferencia un día tras otro. Tampoco nuestra despedida escapó a esta regla». Son palabras de Gemma Calabresi que describen ese último momento junto a su marido, poco antes de un asesinato político que se haría famoso en toda Italia.
Porque hace 50 años, Italia vivía ya una situación política grave, polarizada, con movimientos de extrema derecha e izquierda provocando protestas, huelgas e incluso actos violentos. En los llamados «Años del plomo», Gemma Calabresi era una joven madre de 25 años. Tenía dos hijos pequeños y esperaba el tercero. Estaba casada con un comisario de policía de Milán, Luigi Calabresi, que desde hacía algunos años era objeto de una vergonzosa campaña pública que lo había aislado y convertido en objetivo del odio de grupos de extrema izquierda, a pesar de su apertura al diálogo y su búsqueda de entendimiento con las posturas más radicales.
Hace 50 años, el 17 de mayo de 1972, Luigi Calabresi salió de su casa, se despidió de su mujer y no volvió a verla jamás. Fue asesinado a tiros, por la espalda, en la puerta de su casa, por miembros del grupo anarquista Lotta Continua. En estos 50 años, el Estado italiano ha hecho sus deberes: ha investigado, ha encontrado a los responsables del atentado, los ha procesado, los ha condenado y los ha encarcelado. Pero Gemma Calabresi ha hecho algo mucho más importante: los ha perdonado.
Animada por su entorno, esta mujer se decidió a escribir su testimonio de vida en La grieta y la luz, un libro que describe este camino de perdón y que Ediciones Encuentro publica ahora en español. Pero nada de buenismo ni de simplicidades: la reconciliación de esta joven madre con aquellos que dispararon por la espalda al amor de su vida no fue evidente en un inicio. Ella misma confiesa su deseo de venganza. «Nunca he hablado de cuánto me esforcé usando la cabeza», confiesa, «y cómo me di cuenta mucho después de que todo ese esfuerzo había sido en vano; porque el perdón es un movimiento autónomo del corazón».
Irene Villa escribe el prólogo de esta edición, con ecos que nos recuerdan a nuestra propia historia. «Comulgo con su filosofía de la no violencia. Que este libro sirva para que jamás se olvide lo que tantas personas vivieron para que después, por fin, reine la paz».
–Su historia es una historia de perdón, pero antes que nada es una historia de amor. ¿Cómo conoció a Luigi Calabresi, al que llamaba Gigi?
–Nos conocimos en la Nochevieja de 1968. Yo no quería ir a la fiesta, pero mi amiga Maura me insistía, diciéndome: «¡Nadie se queda en casa en Nochevieja!». Así eran las cosas a las puertas de los 70. Tengo que decir que nada más entrar me fijé en él, y le dije a mi amiga: «¡Mira a ese, no está nada mal...!». Nos pasamos la noche hablando y bailando, fue un flechazo. Y cuando estábamos en la cocina, me besó, como en las películas.
–Se casaron en seguida. ¿Qué promesa albergaba para ustedes el matrimonio?
–Fue justo un año y tres meses después. Estábamos felices y muy enamorados. Tiempo después entendí por qué teníamos «tanta prisa»: porque mis hijos Mario, Paolo y Luigi tenían que venir a este mundo. Cada uno tiene su tarea y su camino en la tierra, y nosotros teníamos muy poco tiempo: no llegamos a celebrar nuestro tercer aniversario de boda.
–¿Alguna vez tuvo miedo de que él fuera comisario de policía, especialmente en el contexto político de los años 60 en Milán?
–Cuando nos conocimos en realidad el ambiente estaba tranquilo. Empezaban las protestas y las manifestaciones, pero no era como para no tener miedo. El problema es que las revueltas estudiantiles pasaron a las calles: en Milán, cada sábado había manifestaciones violentas, que se trasladaron también a las fábricas y, por fin, a los movimientos políticos extraparlamentarios, especialmente de extrema izquierda.
–Entonces se produjo el atentado de Piazza Fontana, que cambiaría la historia del país, pero también de su familia.
–El 12 de diciembre de 1969, una explosión en el centro de Milán, el atentado terrorista de la Piazza Fontana, causó 17 muertos y 88 heridos. Habían puesto una bomba en la sede del Banco Nacional de Agricultura. La Policía comenzó una investigación y detuvo a muchos de los responsables. Uno de ellos era Giuseppe Pinelli; Gigi me había hablado de él alguna vez: tenían una inusual relación, al ser un policía y un anarquista. De hecho, él era responsable de un círculo anarquista en Milán.
–¿Cómo era posible que tuvieran relación?
–A Gigi le interesaba mucho entender de dónde provenía toda esa violencia, qué estaba pasando en su país. Si los jóvenes se sentían atrapados, sentían que tenían que salir a la calle a protestar, él quería entender por qué. Esa Navidad se habían regalado dos libros que testimoniaban su relación: Gigi, Mille milioni de uomini, de Enrico Emanuelli; Pinelli, la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters. Se tenían mucha estima. De hecho, cuando había manifestaciones, si había menores, siempre hablaba con sus padres, se implicaba personalmente. Y en general trataba de hablar con los manifestantes, siempre que era posible: él miraba a las personas, y no desdeñaba su rabia. De hecho, después de su muerte, los padres de aquellos chicos me escribieron cientos de cartas dándome las gracias por cómo les había tratado Gigi, y porque él les había ayudado a entender el camino que habían tomado sus hijos.
–Pinelli estaba en la comisaría siendo interrogado y se cayó por la ventana. ¿Qué consecuencias tuvo aquella muerte?
–Después de dos días, estaba fumando en la ventana y le dio un mareo y se cayó desde la cuarta planta, y murió. Muchos se apresuraron a culpar a mi marido, pero él ni siquiera estaba en el edificio cuando se produjo la muerte. Desde ese día comenzó una terrible campaña de difamación, tanto desde las instancias políticas como desde los medios de comunicación.
–Pinelli se convirtió en un símbolo de «la lucha anarquista». ¿Cómo cambió su vida con el acoso y las amenazas de muerte?
–Gigi comenzó a darme consejos, que yo llamaba para mis adentros «Las Reglas». Me decía que mirara siempre por encima de mi hombro y que guardara mis espaldas, que no utilizara el apellido Calabresi, que no dijera que estaba casada con un policía... Empecé a vivir con miedo. Un día, vi mi reflejo en un escaparate, con mis hijos en brazos, y pensé: «Me voy a quedar viuda». Empecé a llorar, un torrente de llanto incontrolable ante la certeza de lo que iba a ser mi vida. Pero me dije a mí misma: «Gemma, no seas exagerada. Aunque llegue tarde, hoy Gigi volverá a casa». Yo intentaba no hacerle preguntas, para no preocuparlo en exceso, y él cogía el correo antes de que yo me levantara (recibía muchas amenazas) e incluso arrancaba páginas del periódico que hablaban del caso.
–Pero el 17 de mayo de 1972 ya no hubo protección posible. ¿Cómo fue el día en el que asesinaron a su marido?
–Parecía una mañana como tantas otras. Nos habíamos levantado, habíamos hecho café y lo habíamos tomado juntos. Él salió por la puerta, tarde, siempre iba corriendo. Yo estaba con los niños y veo que vuelve y entra en el dormitorio, y pensé que se habría olvidado algo. Entra en la cocina y se había cambiado la corbata: antes la llevaba rosa, de seda, y ahora blanca, de lana. «¿Estoy bien?», me dice. Le dije que sí, pero que también estaba bien antes. «¿Por qué te has cambiado?». «El blanco es un símbolo de mi pureza». Estas son las últimas palabras que escuché salir de sus labios, que ahora considero un testamento espiritual, como si me dijera que a pesar de haber sido calumniado y convertido en chivo expiatorio, él se mantenía puro, inocente. Fue al encuentro de la muerte con su corbata blanca.
–Salió por la puerta y fue asesinado allí mismo, en el umbral.
–Le dispararon por la espalda; el suelo estaba lleno de sangre. Todo sucedió muy rápido, yo no supe lo que había pasado hasta tiempo después, porque nadie me lo contaba. He reconstruido aquellos momentos gracias a un libro que escribió años después mi hijo mayor, Mario, titulado Spingendo la notte più in là. Comenzaron a llegar policías, colegas de mi marido, la prensa... En mi familia nadie quería decirme la verdad. Sólo me decían que le habían herido, que le estaban operando... Entonces llegó nuestro párroco, don Sandro, que nos había casado. «Dime la verdad», le supliqué. Me miró, y sin emitir ni un sonido, leí en sus labios: «Está muerto».
–¿Predominaba la estupefacción, el odio, la rabia, la tristeza...?
–En aquellos primeros momentos me dejé caer en un sofá con un dolor lacerante. Ya nada tenía sentido. Pero mientras estaba allí derrumbada, con mi mano entre las de don Sandro, sentí una paz indescriptible. No sé cuánto tiempo pasó, porque me sentía aislada, en una niebla, y recibí una gran fuerza: era una sensación absurda, física, en mitad de lo que estaba sucediendo. ¿Cómo iba a experimentar paz en un momento de tanta desesperación? Le dije a don Sandro que rezáramos un avemaría por la familia del asesino, que tendría un dolor mucho más grande que el mío. No podía ser mía esa generosidad; era de Otro, que me indicaba el camino, que testimoniaba a través de mí. Yo, aquella mañana en que asesinaron a mi marido, recibí de Dios el don de la fe.
Yo, aquella mañana en que asesinaron a mi marido, recibí de Dios el don de la fe
–¿No podría ser una búsqueda de consuelo? ¿Cómo identifica esa paz con Dios?
–La fe no te quita el dolor ni el sufrimiento, pero los llena de significado. La fe te da la esperanza. Yo era ya creyente, «religiosa», pero lo era por tradición familiar, no por decisión propia. He entendido que es diferente ir a misa, hacer buenas obras y rezar de vez en cuando por inercia o costumbre que tener fe: la fe es la vida misma. La tienes siempre, sólo tienes que cuidarla y regarla, como una flor. La fe es una compañía constante.
–«Todas las veces en que me he sentido perdida, he recordado que Dios vino a mí. Y aunque no volviera nunca, lo importante es que lo hizo aquella vez», escribe. El camino que empieza no es lineal, está lleno de altibajos, de avances y retrocesos. ¿Hubo momentos en los que deseó vengarse de los terroristas?
–Fueron años de oscuridad, de llanto y de tristeza. Tenía pensamientos y fantasías de venganza, aunque siempre me da mucha vergüenza reconocerlo. En aquellos primeros meses vivía con mis padres y tomaba somníferos, y en los diez minutos que pasaba en la cama, justo antes de dormirme, siempre imaginaba lo mismo: que me infiltraba en los anarquistas con una peluca, y tras ganarme su confianza, poco a poco me hacía su amiga, y les hacía pensar que abrazaba su causa. Y un día, quizá una cena, uno diría: «Lo conseguimos. Matamos a Calabresi». Y en ese momento yo sacaría la pistola y les mataría.
–¿Por qué es importante para usted desvelar esto?
–Lo cuento para que todos se den cuenta de que yo he partido del punto más bajo, pero testimonio que se puede salir, que incluso después de un dolor lacerante se puede amar la vida, se puede creer en los otros aunque te hayan traicionado. Se puede cambiar el juicio sobre aquellas personas que veías como el peor mal del mundo. Cuando tocaba fondo, pensaba en la experiencia con aquel sofá, en la presencia de Dios, y volvía a empezar.
Incluso después de un dolor lacerante se puede amar la vida, se puede creer en los otros aunque te hayan traicionado
–¿Cómo salió de aquella espiral de odio y venganza?
–Yo me decía a mí misma que como cristiana debía perdonar, pero no es fácil. Bastaba un artículo en la prensa o un documental en la televisión para que se encendiera de nuevo la rabia dentro de mí. Me di cuenta de que el perdón, como dice la propia palabra, es un «don»: el perdón no se da con la inteligencia o la razón, sino con el corazón. Un don lo das con amor, así que decidí que iba a perdonar como elección de mi vida. Independientemente de que me pidieran perdón. Entonces permanecí muy atenta a los signos, como el del sofá.
–Pero el pasado vuelve una y otra vez. Y 16 años después del asesinato de Gigi, uno de los asesinos confiesa. ¿Qué supone volver a abrir aquella herida?
–Fue muy duro, pero permanecía atenta a los signos. En el juicio vio cómo uno de los acusados cuidaba a su hijo, era muy tierno con él, y le decía: «Gracias por venir, pero no hace falta que estés aquí. Vete, no quiero que veas esto». Entonces yo le miré con otros ojos: él también era como yo, un padre afectuoso. Yo habría hecho lo mismo con mi hijo en su lugar. Cuando empecé a ser profesora de Religión, contestando las preguntas de mis alumnos, me di cuenta de que siempre defendía que Dios nos juzgará por el bien que hayamos hecho, por cuánto hayamos amado; sin embargo, yo seguía juzgando a los asesinos de Gigi por su peor acción. Me di cuenta de que no eran sólo eso, no eran sólo asesinos: eran también quizá buenos padres, buenos amigos, habrán ayudado a todos, habrán hecho un camino, como estaba intentando hacer yo. Les «devolví» su humanidad, su dignidad como personas.
–Haciendo un paralelismo con la situación que se vivió en España con el terrorismo de ETA, ¿hasta qué punto la verdad y la justicia son fundamentales para empezar un camino de perdón?
–Son absolutamente fundamentales, tanto para la historia y vida de un país como para la vida de una familia. Saber qué sucedió, saber que el Estado a través de los jueces se ocupa de tu historia es muy importante. Yo sólo pude empezar realmente a perdonar después de haber encontrado la verdad y la justicia. Y descubrí también que cada mañana que amanecía con odio en mi corazón, era un día perdido.
–El miedo, la calumnia, la traición, la muerte. Has vivido cosas horribles. ¿Es posible amar? ¿Siempre es posible amar?
–Estoy convencida. Siempre. Pero yo he sido ayudada en este camino, no lo he hecho sola. Y he escrito este libro para todos vosotros, para dar las gracias a todos aquellos que me han dado fuerza, solidaridad, afecto, que me han escrito, que han rezado por mí y no me han dejado sentirme sola. Me han dado esperanza. Este libro habla del dolor, pero sobre todo es un libro de esperanza y agradecimiento. No estamos solos: a través de las grietas de nuestras vidas entra la luz.