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León Bloy

León Bloy

La santidad de Léon Bloy

El relato de sus vicisitudes como protagonista tejen el hilo de una existencia dedicada a una vocación literaria indisociable de una misión espiritual

«No hay sino una tristeza – le dijo ella la última vez-, la de no ser santos». La frase que cierra La mujer pobre (1897), la segunda novela del escritor francés Léon Bloy (1846-1917), ha sido en numerosas ocasiones repetidas, con un punto de piadoso moralismo que habría horrorizado al fustigador implacable de burgueses y católicos contemporáneos.

Porque la santidad para Bloy pasó por la prueba de una desesperación y una espantosa tristeza que él mismo no lograba comprender. Contra ellas se rebeló a lo largo de una terrible vida de privaciones e incomprensiones en las que, sin embargo, encontraba pie – o perdía, tanto da- para habitar en el Absoluto. En Mi Diario (1896-1900) explicaba tal sentimiento: «Tengo sed de ser considerado un pobre hombre, aislado y lleno de amor. Usted no conoce mi debilidad, mi ignorancia, mi verdadera abyección, mi demoníaca tristeza, y nada sabe de la Alegría que hay en el fondo de mi alma».

Viene esta reflexión a cuento porque los admiradores del autor de la Exégesis de los lugares comunes estamos de enhorabuena. La Editorial Renacimiento ha comenzado la publicación completa de sus ocho volúmenes de diarios. En los últimos meses han aparecido los dos primeros: El mendigo ingrato y el citado Mi diario. Publicados todos ellos hace más de setenta años en la argentina Editorial Mundo Nuevo, disponíamos tan sólo de algunas antologías como la que, a cargo de Cristóbal Serra, la Editorial Acantilado tiene incluida en su catálogo.

Será posible en adelante contar en español con una visión de conjunto de la práctica diarística de Bloy. En ella su vida y su escritura se funden en una obra que, a juicio de Manuel Neila, su reciente editor, «posiblemente ha superado mejor la prueba del tiempo». El relato de sus vicisitudes como protagonista tejen el hilo de una existencia dedicada a una vocación literaria indisociable de una misión espiritual que, por circunstancias que él solamente podía entender en una perspectiva sobrenatural, se veía truncada sistemáticamente, por no decir fracasada, con las más penosas de las agravantes.

Junto con el contento por una apuesta editorial como la que comentamos, sorprende también el reclamo publicitario de la contraportada del último volumen: «Mi diario revela el sentimiento de extranjería que embarga a quien se empeña en vivir conforme al principio de ejemplaridad religiosa». Sospecho que una frase tan bienintencionada como esta habría puesto a nuestro León frenético.

Si se me permite el exceso de rotundidad, Bloy nunca quiso practicar ninguna ejemplaridad. Podría incluso considerársele el santo patrón de quienes sufran cualquier forma de cancelación. Dice en su diario: «El Silencio reina sobre mí en un magnífico trono de miseria». Cercano a veces al anarquismo dinamitero, sus opiniones sobre Prusia e Inglaterra, sobre los protestantes, sobre los ricos, sobre sus colegas escritores, sobre sus antiguos amigos, sobre el clero católico, sobre Dante o Pascal, sobre cualquier tema de actualidad («Cuando quiero saber las últimas noticias, abro el Apocalipsis», llegó a exclamar) están poseídos simultáneamente de una furia incendiaria y de un desbordante amor por la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y la Virgen María que llegan a cortar la respiración hasta de sus lectores más entusiastas. Embravecido por un milenarismo que ve defraudado a cada instante, depura cada vez más y más su condición de «escatólogo», al que definía en El mendigo ingrato como «un autor que no se vende».

¿Acaso recelo de la ejemplaridad de Bloy? Tampoco. Más bien creo que su búsqueda pasaba por restaurar, a través de la experiencia atroz y redentora de la muerte, la situación del Paraíso que es la bienaventuranza del santo: «Tristeza enorme. Tristeza sin gemidos, de condenados a muerte. Hodie mecum eris in Paradiso. He ahí las palabras que consuelan y desesperan. Hodie: hoy. Para comprender este clamor de crucificado, es necesario haber conocido la miseria». En esas paradojas exasperadas de las que están llenas sus diarios brilla deslumbrante, mejor dicho, cegadora, la santidad de Bloy, espantado por una época incapaz de mirar la verdad de la Muerte, reducida a una cuestión simplemente higiénica y económica.

En cierto modo, la virtud de la ejemplaridad es tan alta y exigente, reclama tal cúmulo de sacrificios, en tanto que imagen de una perfección de la que uno debe responder como modelo, que cualquiera está a punto siempre de despeñarse por la más mínima debilidad. La ejemplaridad es una virtud filosófica, diríase que platónica, dirigida a los Guardianes de la Ciudad; más aún, indispensable para asegurar su Bien. La persona ejemplar merece nuestra admiración.

En cambio, la santidad, contra lo que puede parecer, es una cualidad muy humilde. Es el recordatorio de que el pecado no tiene suficiente poder sobre nuestra naturaleza. Bloy encarna así mejor que ningún otro esa figura ambigua e inquietante que la literatura católica del siglo XX ha explorado con una mezcla de fascinación y temor. Como el santo bebedor de Joseph Roth, como el cura rural de George Bernanos, como un recuerdo de todos esos locos de Cristo que han poblado el imaginario cristiano de Oriente, la santidad de Bloy permanece escondida a ojos de un mundo que suelen quedarse fijos, sin comprender, en sus equivocaciones, en sus alaridos, en las injusticias sin cuento que hubo de soportar. A fin de cuentas, la santidad sería poética, propia de bandidos, de publicanos, de derrotados. Indignos de admiración, deben aprender lo inmerecido: a ser amados. Esa es la única esperanza que hacía estremecer y rezar al autor de La salvación por los judíos.

Decía Bloy en Mi diario: «La personalidad, la individualidad, es la visión particular que cada hombre tiene de Dios». La lectura de todos los volúmenes de sus diarios, que cabe congratularse de nuevo que la Editorial Renacimiento haya rescatado, ofrecerá la oportunidad de acercarse a su contemplación per speculum, in aenigmitate, como le gustaba recordar a menudo a su autor con palabras de San Pablo (1 Co 13,12). En el fuego de la caridad que arde en cada una de sus entradas, aun despojadas y trituradas, quizás tengamos la oportunidad de asomarnos, por un momento, al reflejo del conocimiento con que aspiraba a ser conocido en su hoy eterno.

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