Páginas inspiradas | Martin Amis sobre Stalin y el comunismo
En su singular ensayo Koba el Temible encontramos un repaso al personaje de Stalin y su régimen
El pasado 19 de mayo fallecía el periodista y escritor inglés Martin Amis. Cultivó su fama de provocador, de enfant terrible y escandaloso. Brillante y osado a la vez, quiso dar su apoyo público a Rushdie cuando la mayoría de escritores optó por ponerse de perfil. Si algo le importó siempre muy poco a Martin Amis fue la posibilidad de que alguien se sintiera ofendido por sus escritos y acciones.
De entre su extensa e irregular obra, en la que nunca apareció la obra maestra tan esperada, queremos fijarnos en su singular ensayo Koba el Temible, un repaso al personaje de Stalin y su régimen que era mucho más. Era también una devastadora crítica al comunismo, no sólo al de Stalin, sino al de Lenin y Trotski. Era también la denuncia de la complicidad de la intelectualidad occidental hacia este totalitarismo. Y un ajuste de cuentas con su padre, el también escritor Kingsley Amis (comunista en su juventud, anticomunista en su madurez) y con su gran amigo Christopher Hitchens.
En el propio Koba el Temible, Amis explica la génesis del libro:
«Soy un novelista y crítico de 52 años que hace poco ha leído varios metros de libros sobre el experimento soviético.
[En 1999] me puse escribir sobre el siglo XX y el que me parecía su principal defecto. El artículo, o ensayo, creció hasta convertirse en el volumen que tiene el lector en las manos.
Mi padre era miembro con carnet del Partido Comunista y recibía órdenes de Moscú, como solía decirse, del Moscú de Stalin. Era el mes de noviembre de 1941; mi padre tenía 19 años y estaba en Oxford.
No había ninguna excusa razonable para creer en la versión estalinista. Las excusas que podían proponerse son irracionales, dice Conquest en El Gran Terror. Al mundo se le dio a elegir entre dos realidades y el joven Kingsley, al igual que la abrumadora mayoría de intelectuales de todas partes, optó por la realidad que no debía.
En los años 60 era normal llamar fascistas a Kingsley [Amis] y a Robert [Conquest] en las discusiones políticas generales. La acusación no se hacía totalmente en serio (tampoco era en serio las discusiones políticas generales, por lo que hoy parece. En mi medio llamábamos fascistas a los agentes de policía, e incluso a los guardas de los parques).
A mediados de los años 70, colaboré en The New Statesman. Mis contemporáneos allí fueron Julian Barnes, Christopher Hitchens y James Fenton. Julian era laborista en términos generales. Yo era quietista y no alineado. Fenton y Hitchens, en cambio, eran militantes trotskistas que se pasaban los sábados vendiendo ejemplares del Socialist Worker en las empobrecidas calles comerciales de Londres.
Hitchens y yo solíamos discutir sobre el comunismo en los pasillos, de manera esporádica, medio en broma. No éramos aún los buenos amigos que seríamos en el futuro».
Hasta aquí el interesante contexto biográfico de Koba el Temible. Lo que luego escribe sobre el comunismo es devastador y no debería caer en el olvido:
«Para eso es para lo que viven [los comunistas]: para la politización del sueño. Quieren que la política esté en todas partes en todo momento, política permanente y omnímoda. Quieren la omnipresencia de la política; quieren la politización del sueño.
El hambre pertenece a la tetrarquía comunista; los otros tres elementos son el terror, la esclavitud y, evidentemente, el fracaso, el sempiterno e incorregible fracaso.
Lenin legó a sus sucesores un estado policiaco que marchaba a toda máquina. La independencia de la prensa desapareció los pocos días del golpe de Estado de octubre. El código penal se revisó en noviembre-diciembre (y ya tenemos la dúctil y maleable categoría de «enemigo del pueblo»: «todos los individuos sospechosos de sabotaje, especulación y oportunismo, podrán ser detenidos inmediatamente»). Los embargos de provisiones comenzaron en noviembre. La Cheka (policía política) estuvo lista en diciembre. Se abrieron campos de concentración a principios de 1918 (y empezaron a utilizarse los hospitales psiquiátricos como centros de reclusión). Luego llegó el terror sin rodeos: las ejecuciones por cupos; la responsabilidad colectiva, por la que la familia, incluso los vecinos de los enemigos del pueblo, o presuntos enemigos del pueblo, se tomaban como rehenes; y el exterminio, no sólo de los adversarios políticos, sino también de grupos sociales y étnicos, por ejemplo, los kulaki, que eran los agricultores acomodados, y los cosacos. Las diferencias entre el régimen de Lenin y el de Stalin fueron cuantitativas, no cualitativas. La única novedad original de Stalin fue el descubrimiento de otro estrato social al que había que purgar: los bolcheviques.
Aunque siempre me gustó el periodismo de Christopher [Hitchens], me parecía que había algo que fallaba, algo ligeramente contraproducente que lo impregnaba todo: la impresión de que la verdad podía aplazarse.
La tortura, al margen de sus restantes aplicaciones, formaba parte de la guerra de Stalin contra la verdad. No torturaba para obligar a revelar un hecho, sino para obligar a ser cómplice de una ficción.
El terror nazi se esforzaba por ser exacto, mientras que el terror estalinista era deliberadamente aleatorio. Todo el mundo era víctima del terror, desde el primero hasta el último; todos menos Stalin.
Hasta 1930, la economía y la cultura del Kazajstán, en el Asia central soviética, se basaba en el nomadismo y en la ganadería trashumante. La idea era deskulakizar a aquellos vagabundos y luego colectivizarlos. Una vez desnomadizados, los kazajstaníes se dedicarían a la agricultura. Pero la tierra no servía para la agricultura. Servía para el nomadismo y la ganadería trashumante. El plan no resultó. En el curso de dos años, Kazajistán perdió el 80 % de su cabaña total. Y murió el 40 % de la población de hambre y enfermedades.
Una singularidad del sistema comunista, por lo visto, es que el fracaso, si es lo bastante grande e irreversible, tiende a consolidar el poder».