Charo Lagares: «La mujer pasaba de ser 'tutelada' por el padre a serlo por el marido, y eso se ha roto en pocos años»
La periodista se estrena como escritora con Sevillana, un retrato feroz de tres generaciones de mujeres y su relación tumultuosa con el dinero, el amor, la belleza y las convenciones sociales
Retranca, ironía, algo de crítica social. También tirar de la propia experiencia dentro de un ambiente a veces sofocante, en una sociedad que conoce muy bien, donde los hombres se sientan en una esquina para discutir la última noticia política y las mujeres trajinan mientras se dan consejos sobre la crianza de los hijos. Charo Lagares, periodista y escritora novel, se estrena en la novela con Sevillana (Lumen), la historia de tres generaciones diferentes de mujeres de una misma familia. Cada una se encuentra en una etapa vital diferente, pero comparten miedos, manías y obsesiones. Las transmiten y las heredan. La gran pregunta es: ¿es posible romper los ciclos tóxicos dentro del amor del núcleo familiar?
–¿Siempre habías querido escribir una novela?
–Siempre. Recuerdo, con 14 años o así, escribir relatos y ganar un concurso del colegio. Yo leía Memorias de Idhún, y cogía ideas: me encantaba el amor entre el héroe y la heroína, la contradicción... así que iba escribiendo relatos y cuentos de ideas que me venían a la cabeza, porque sentía la necesidad de escribirlas. Cuando reuní varios cuentos los presenté a una editorial, pero les faltaba coherencia, aunque sí me dijeron que cuando tuviera una novela se la hiciera llegar. Empecé a trabajar en una historia sobre una madre y una hija cuya relación gira en torno a su aspecto físico (cómo se acercan o alejan según engordan o adelgazan) y al cumplimiento de las expectativas que una tiene sobre la otra.
–Sevillana tiene algo de retrato generacional, aunque habla también de las bisagras entre tres generaciones de mujeres...
–Lo que pretendía era reflejar una forma de vivir y una forma de estar en el mundo. Quería que quedara constancia de que existe y de que el tiempo pasa a través de ella, pero si sólo lo hacía a través de la chica joven habría quedado insuficiente, porque su manera de ver las cosas evoluciona. Desde ese punto de vista, de un ambiente conservador, endogámico, cerrado, quería ver las posibilidades y los diferentes caminos que podían tomar las decisiones de la juventud, y de cómo una puede acabar harta de haber sido pastoreada por una madre y haber heredado sus decisiones y su forma de ver la vida.
Quería explorar cómo la juventud puede tomar decisiones en un ambiente conservador, endogámico y cerrado
–¿Crees que sigue pasando? ¿No ha habido cambios en esta nueva generación?
–Por supuesto que ha cambiado. Es verdad que la mujer pasaba de ser 'tutelada' por el padre a serlo por el marido, y eso se ha roto en pocos años, pero hay cosas que que gotean y que permean, especialmente una determinada forma de ver la vida. Nos sigue importando cómo nos ven los demás, la aprobación ajena; juzgamos a los otros por el aspecto físico y le damos un valor moral, como si revelara algo sobre su manera de ser, sobre el cuidado que le pone a las cosas. Queremos descifrar a la gente a través de lo que nos muestra, que es algo muy natural: deducir y tener prejuicios. Creo que eso sigue presente, porque es muy fuerte y lo hemos heredado. Siempre queremos complacer a nuestros padres, y eso solamente se rompe cuando vas madurando y te das cuenta de que los padres no son divinos, sino que son personas como nosotros y no poseen una sabiduría suprema. Ahí te das cuenta de que el mundo no es un lugar seguro, como dice Steinbeck en Al este del Edén: «Cuando un niño comprende por primera vez que los adultos no están dotados de una inteligencia divina, de que sus juicios no son siempre acertados, ni su pensamiento infalible, ni sus sentencias justas, su mundo se desmorona y la desolación se apodera de él». Es muy difícil desprenderse de lo aprendido y reconstruirse después.
–Pero los padres, las familias, son referentes, son el primer núcleo de sociabilización...
–Separarse de eso es el camino a la adultez, cuando terminas de romper el cordón umbilical de verdad. Por ejemplo, el voto se hereda, muchas veces la gente vota lo que vota su familia. ¡Eso no es bueno en sí! No hay ningún valor que te asegure que estás haciendo el bien. Romper con tu familia duele, pero es la manera de encontrar lo que quieres ser y lo que a ti te interesa, y lo que va más allá de la irracionalidad o del sentimiento. Y es un proceso muy lento.
–¿Por qué has decidido contar esta historia a través de tres mujeres? ¿Es especialmente importante esta «ruptura» del cordón umbilical entre las mujeres?
–En el caso de los hombres en esta novela, en Sevillana no me interesaba que fueran protagonistas, y yo creo que es por una mezcla de motivos. Mi mundo siempre ha sido muy femenino: mi colegio era de niñas, la mayoría de mis amigas son chicas, en mi casa siempre he estado muy relacionada con mujeres y mi mundo laboral siempre ha estado dominado por ellas. Por otro lado, si hubiera querido sacar de la mediocridad a los hombres de la novela, tendría que haberlos hecho protagonistas y habrían roto con cierta generalidad: trabajan en una Big Four, juegan al golf o al pádel, van de cacería y montería... Para ser protagonistas habrían tenido que tener intereses dispares, y no me interesaba: quería que fueran sólo bisagras; ellos hacen que las protagonistas mujeres se planteen qué quieren hacer con su vida realmente.
–¿Por qué ese retrato de la sociedad sevillana? ¿Es muy representativo de un cierto tipo de personas, de ese pijerío que plasmas? ¿Hay algo de crítica a esa superficialidad?
–Hay algo un poquito particular de la esencia sevillana, que lo es quizá también de otras ciudades pequeñas. En cuanto un ambiente es cerrado, busca conservarse como es y le da miedo que algo lo rompa, habla del otro para delimitar su propio círculo. Ese chismorreo constante es reflejo de una pobreza en la conversación y en las relaciones. Se habla de quién se casa, quién ha sido infiel, quién ha engordado, quién ha cambiado de trabajo... Es nuestro ¡Sálvame! particular. No podemos estar filosofando todo el rato, pero lo que me da pena es escuchar a los hombres hablar de política y del mercado inmobiliario y a las mujeres de sus hijos y de la ropa que se han comprado, y ver las mesas divididas entre hombres en una esquina y mujeres en otra. Me parece que es una forma de mutilar la realidad.
Cuando un ambiente es cerrado, busca conservarse como es y le da miedo que algo lo rompa, habla del otro para delimitarse
–¿Tú echas de menos esa profundidad?
–No quiero sonar petarda, pero sí. Entiendo que no podemos entrar todo el rato en profundidades, pero sí que me gustaría a veces hablar de temas con cierta profundidad: de arte, de las relaciones que se dan por ejemplo en Succession... Que no sea todo tan autorreferencial. No sé cómo es en otros grupos de amigos, pero a mí me falta esa ambición. Y me da muchísima pena, porque a veces directamente se renuncia a eso en algunos ambientes. Lo de «no se habla ni de política, ni de dinero, ni de religión»... ¿entonces de qué hablamos? ¿Todos van a ser dueños de esta conversación menos nosotros? ¿Por qué no podemos hablar de estos temas? Se silencian ciertos asuntos en pos de una «tranquilidad» que acaba causando desasosiego... y aburrimiento.
–A veces las mujeres son relegadas a ese papel de cuidadoras y ellas lo asumen, pero en realidad, como en tu novela, cuando miran lo que llevan dentro se preguntan qué quieren en la vida. ¿Crees que en estos ambientes es más difícil?
–Mi marido me dijo que era un poco fuerte que la protagonista cortara con su novio porque no sabía quién era El Bosco. ¡Pero es que no es por eso! Es porque se da cuenta de que él no tiene ningún interés en ella, sólo en su partido del Real Madrid. Ya ni siquiera finge que le interesa; la da por sentado.
Lo de «no se habla ni de política, ni de dinero, ni de religión»... ¿entonces de qué hablamos?
–En una sociedad donde importa tanto el dinero, la posición social, los apellidos... debe de ser imposible relacionarse a cierto nivel.
–Es como si la idea de los apellidos y de estar ligado a la nobleza desvelara que tú eres una persona digna de admiración o de amor, o que vales más que el resto; es algo muy simplón. Es una obsesión ridícula, que además no tiene ningún valor: ¿qué has hecho tú para «merecer» llevar un apellido o un título que llevas cinco siglos heredando?
–En tu biografía en la revista Marie Claire dices que ibas para registradora pero te dio por pensar que el dinero no daba la felicidad. ¿Qué te sucedió?
–¡Que era joven! Ahora pienso, aunque me da pena, que no recomendaría a nadie ser periodista. ¡Stop periodistas! Se cobra muy poco y se pasa mal. Yo he vivido siempre de mis padres, que me han ayudado con el alquiler, con llegar a fin de mes... La gente no lo sabe, pero los periodistas cobramos 1.100 euros. Y encima el mercado laboral está muy saturado, son círculos cerrados donde es imposible entrar y hay puestos casi vitalicios. ¡Porque de ahí no te mueven! Pero quizá no habría llegado a escribir si hubiera sido registradora... aunque con 4.000 euros al mes tendría una felicidad muy reconfortante. Pero yo ahora tengo que consolarme con que la felicidad está en escribir, porque si no, me suicidaría.
–Otro tema importante en Sevillana es el del aspecto físico y la relación de las mujeres con su cuerpo. ¿Te ha influido tu paso por las revistas femeninas a la hora de abordarlo?
–Yo creo que no. Me molesta que se eche la culpa a las mujeres, y a las revistas, de la percepción sobre su físico. Yo, gracias a Dios, no he sentido eso de una manera clara. No me he visto tan dirigida o condicionada por la revistas como por otras cosas, especialmente por mi propia percepción, mi mirada sobre mi cuerpo. Hay una característica de la protagonista que es muy mía, que es eso de que te rocen los muslos al caminar, a pesar de que nunca he estado gorda. También recuerdo que cuando fui a a Irlanda, volví con siete kilos más, y pensaba que la gente por la calle me miraba porque notaba que había engordado. O cuando me puse gafas: estaba segura de que la gente decía de mí que era gorda y fea. Creo que siempre he sido muy consciente de mi imagen y siempre me he juzgado severamente y me he comparado con las modelos.
Cuando fui a a Irlanda, volví con siete kilos más, y pensaba que la gente por la calle me miraba porque lo notaba
–Ahí hay algo de trastorno de la conducta alimentaria, entiendo.
–Claro. Una vez dejé de comer hasta que conseguí un thigh gap (el famoso hueco entre los muslos); es la única vez que no me han rozado los muslos. Otra vez fui a un campamento en París y como yo había venido con sobrepeso de Irlanda, había dejado de comer, y recuerdo que las niñas hablaban de mí diciendo que estaba demasiado delgada. No comía helados, ni crepes, porque no quería engordar... Veo fotos mías con 14 años y se me salían los huesos de la cadera. Y aun así, mi madre siempre dice: «Eso no pasó». Es una experiencia compartida entre todas las mujeres: a partir de cierta edad empezamos a tener esta obsesión con nuestro propio cuerpo. Es una vida sometida a la mirada del otro... Ahora me doy cuenta de que es una chorrada, pero es un proceso de deconstrucción. Como dice Emilia Landaluce, las señoras del Titanic se murieron sin haber tomado postre para no engordar. ¡Yo pienso mucho en eso!
–Pero no es sólo un camino personal, sino también social y cultural...
–Aunque en redes sociales se vea cierto cambio, las revistas nunca van a terminar de ceder, porque al final una modelo es algo aspiracional. Y sería hipócrita, porque las marcas tampoco quieren que cambies. Las tallas de un showroom son ridículas, son una 32. Pero gracias a Dios, creo que entre nosotras lo que vamos aceptando es que lo importante es que te encuentres cómoda con la ropa, que te veas favorecida y que estés bien, al margen de lo que ponga en la etiqueta (que siempre engaña). Tenemos que estar cómodas con nuestra ropa, que no nos apriete o nos impida movernos, y sobre todo con nuestros cuerpos, sin darle más importancia.
–Además de Cinco horas con Mario, ¿qué mas referentes has tenido en esta primera novela?
–Entre visillos, de Carmen Martín Gaite, porque es lo que tenía en mente desde el principio, aunque da la sensación de que no pasa nada... pero es que en la vida a veces no pasa nada. Y yo quería que fuera una novela en la que conoces un ambiente y te sumerges en él. Pero no se puede describir una sociedad sin una trama, así que había que meterle más sangre. Me encantan Pardo Bazán, Delibes... Me interesa sobre todo la literatura española del siglo XX: hay ciertos narradores que me parecen muy interesantes. También pensé en Lolita, de Nabokov, sobre todo por cómo está escrita.