La apuesta pascaliana de Francisco
El Papa ha demostrado, como sus predecesores, una singular delicadeza para hacerse eco de las grandes personalidades de la cultura occidental
Coincidiendo con el cuadringentésimo aniversario del nacimiento de Blaise Pascal, el Papa Francisco se ha adelantado a celebrarlo homenajeando al autor de los Pensamientos con la Carta Apostólica Sublimitas et miseria hominis. Del aprecio por su figura ya había dado muestras al inicio del pontificado manifestando su disposición a estudiar la beatificación de quien, con las Provinciales, ha pasado a la historia como el más poderoso contrincante dialéctico del moralismo jesuítico en el siglo XVII. Sin obviar esta antigua polémica y al igual que sucedió con el centenario de la muerte de Dante, Francisco ha demostrado, como sus predecesores, una singular delicadeza para hacerse eco de las grandes personalidades de la cultura occidental.
Los pasajes más penetrantes de la carta tienen lugar cuando el Papa desarrolla la intuición inicial de que «el monumento formado por sus Pensamientos, algunas de cuyas fórmulas aisladas se han hecho célebres, no puede ser verdaderamente comprendido si se ignora que Jesucristo y la Sagrada Escritura son a la vez el centro y la clave». Una frase así demuestra la recta intención que anima a honrar a un autor cuya independencia fulgurante sigue resistiendo cualquier intento de apropiación.
Carta apostólica 'Sublimitas et miseria hominis'
El Papa rehabilita a Pascal y lo propone a los cristianos como faro para la «verdadera felicidad»
Podría matizarse la inclinación de Francisco a interpretar la búsqueda de Pascal en términos eudaimónicos. Más que la felicidad, Pascal dirige todas sus energías a lograr la salvación. Una y otra no son excluyentes, pero no están mutuamente implicadas. La felicidad a secas siempre es provisional; la salvación que Pascal experimentó la «Noche de fuego» de 1654 colmaría, sin embargo, con una alegría inesperada, sus deseos más personales y, por ello, más humanos en el Dios manifestado por Jesucristo muerto y resucitado. La claridad del Papa en su exposición es, en este sentido, meridiana y merece el agradecimiento y la atención de sus lectores, creyentes o no.
Más allá de su motivación pascaliana, me gustaría especialmente destacar tres puntos que sintetizan preocupaciones centrales del pensamiento de Francisco. Haciendo honor a la sección que acoge estas líneas, invitan al debate de las ideas. Aun pudiendo estar ampliamente de acuerdo con el fondo de tales planteamientos, es posible igualmente analizar sus presupuestos para enriquecer el horizonte de su aportación concreta.
En primer lugar, Francisco remarca que la extraordinaria inteligencia de Pascal, caracterizada por «una asombrada apertura a la realidad», «hizo que no se cerrara a los demás ni siquiera en la hora de su última enfermedad». En segundo lugar, sostiene que «como cristianos debemos mantenernos alejados de la tentación de presentar nuestra fe como una certeza indiscutible que se impone a todos». Por último, citando expresamente su exhortación apostólica Evangelium gaudii, sentencia que «al meditar sobre los Pensamientos de Pascal encontramos, en cierto modo, este principio fundamental: 'la realidad es superior a la idea'», el cual, según Massimo Borghesi, constituye la última de las parejas polares del sistema intelectual de Jorge Mario Bergoglio.
(Como una coda a propósito de la polémica en torno a las Provinciales, cabría añadir que Francisco también aprovecha para reconocer la advertencia pascaliana contra los excesos de lo que él ha llamado «neopelagianismo», en torno al cual se agruparían diversas tendencias gnósticas caracterizadas por una rígida confianza en las normas y las estructuras eclesiales como instrumentos voluntaristas de salvación).
En suma, lejos de cualquier de estas tentaciones «neopelagianas», el Papa recalca en su Carta la necesidad del compromiso social como elemento distintivo de la fe cristiana, vuelve a expresar sus reticencias frente al proselitismo y acaba confirmando su propuesta de un realismo encarnado.
De hecho, Francisco recuerda de entrada una anécdota. Pascal habría estado detrás de la creación del primer sistema de transporte público de la historia. Añade: «Ni la conversión a Cristo […], ni su extraordinario esfuerzo intelectual en defensa de la fe cristiana lo convirtieron en una persona aislada de su época». Podría llegar a interpretarse que la verdad y la caridad se presentan como dos órdenes paralelos que el cristiano debe saber complementar, entendiendo que, aunque separados, el segundo sería más abarcador y definitivo.
Es evidente para el católico que la fe sin obras es una fe muerta, como también debería serlo que las obras sin fe ni la presuponen ni simplemente la compensan. El esprit de finesse pascaliano subraya en las razones del corazón la insuficiencia de la geometría. Francisco lo reconoce señalando que «ni la inteligencia geométrica ni el razonamiento filosófico permiten al hombre llegar a una 'visión clara' del mundo y de sí mismo». Aunque las verdades científicas no sacien el espíritu humano, no le son ajenas. Tan cierto como que el orgullo intelectual aleja de lo esencial, el activismo antiintelectual puede disfrazar de humildad y entrega el resentimiento y la envidia.
Francisco muestra en este mismo sentido su admiración por el propósito de Pascal de dedicarse en exclusiva a los pobres si hubiera superado la enfermedad final. Tal compromiso no procedía de renunciar a honores académicos, ni a un egoísta afán de saber, ni tan siquiera a intimismos piadosos que nunca lo sedujeron. Más bien, Pascal había descubierto que, en el ejercicio ardiente de la caridad, la verdad culmina el esfuerzo por practicar honradamente la caridad en la verdad. Ciertamente, no es cuestión de entendidos ni de ignorantes, sino de sencillos en el espíritu.
Pascal aprendió este testimonio del «corazón» con el ejemplo del monasterio de Port-Royal. Como subrayó José Jiménez Lozano, esa era la disposición de la conciencia moral irrenunciable de cierto jansenismo: «No mentir, no engañar ni engañarse, no hacer aparecer más de lo que es y no es; sólo lo real. Ética y estética de lo verdadero». Obediente, quiso poner la idea a la escucha de la realidad.
En último término, la grandeza y la miseria del hombre se juega en el infinito/nada a cuya naturaleza le aboca. Se trataría de vivir como si Dios existiera, como recientemente Ricardo Calleja ha titulado una selección de textos de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI. Esa «evangelización llena de respeto y paciencia que nuestra generación haría bien en imitar» según Francisco se podría confrontar con la apuesta pascaliana por la existencia de Dios.
Aunque a menudo incomprendida y rechazada, hasta el punto de que Francisco mismo no ve necesario ni siquiera mencionarla, el pari de Pascal no puede reducirse al mero cálculo de probabilidades de ganancias o pérdidas. Ni la vida es una ruleta, ni la existencia de Dios una partida de blackjack. Considerar así este pensamiento sería descontextualizarlo.
En el mundo barroco se había perdido la confianza en que Dios podía ser demostrado. Moderno, Pascal no renuncia, sino que afirma la posibilidad de la certeza de la fe. No es la ganancia o la pérdida totales lo que le importa remarcar. Prefiere proponer a sus lectores el consuelo y la esperanza de que, no perdiendo nada, pueden ganar todo. Grandeza y miseria, miseria y grandeza. Sin atajos gnósticos y aun en medio de las caídas que nos abruman cotidianamente, con la ayuda también de una evangelización respetuosa y paciente, ese sería un camino de purificación del corazón para las personas que anhelan la fe como don de Dios.
Al acabar la Carta, lejos de polémicas o reivindicaciones, un lector sensible podría sumarse a la oración final del Papa, con el deseo renovado de seguir acogiendo la enseñanza de Blaise Pascal: «Que su obra luminosa y los ejemplos de su vida, tan profundamente sumergida en Cristo, nos puedan ayudar a seguir hasta el final el camino de la verdad, la conversión y la caridad».