'Imperare aude!' ¡Atrévete a mandar! (Parte I)
El principio filosófico de la Ilustración deforma el carácter tanto de los gobernantes como de los gobernados
«¿Qué es la ilustración? La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he ahí el lema de la ilustración.» (Kant, ¿Qué es la ilustración?).
El proyecto de la Ilustración puede resumirse en el rechazo de la autoridad. En concreto, queda descartado el papel mediador de las autoridades en la transmisión de verdades, teóricas o prácticas. Cada uno debe pensar por sí mismo; debe atreverse a pensar por sí mismo. ¡Sapere aude! En consecuencia, la autoridad ya no encuentra su fundamento en la verdad y la razón, sino que sólo puede basarse en el consentimiento y la voluntad, y sólo puede justificar sus decisiones en términos de razones instrumentales. Como Pierre Manent ha subrayado en un magistral libro, el intento moderno de reducir la autoridad al papel de meramente proteger los derechos individuales, concebidos como la libertad de satisfacer deseos infinitos, ha llevado en última instancia a una degradación de todas las instituciones sociales: familiares, académicas, eclesiásticas y civiles. El resultado es que el principio filosófico de la Ilustración deforma el carácter tanto de los gobernantes como de los gobernados, haciendo que los primeros sean irresolutos y los segundos indisciplinados.
El proyecto moderno puede que haya contribuido a abrir espacios para la libertad individual y la participación en una acción en pro del bien común, transformando las estructuras sociales del mundo premoderno que no respondían a las exigencias de algunos de los principios básicos de la tradición jurídica clásica. Sin embargo, ha erosionado la capacidad individual y social de ejercitar la razón práctica, especialmente cuando se actúa en común, al bloquear nuestras respuestas a los mandatos de la ley natural. Nos quedamos solo con razones instrumentales al servicio de preferencias puramente subjetivas, haciendo que cualquier búsqueda práctica del bien común no sólo sea imposible, sino impensable.
Si nos fijamos en nuestras costumbres individuales, la cultura, las prácticas sociales y la educación actúan dando forma a las actitudes y hábitos que se convierten en norma social, haciendo que la gente sea hipersensible a cualquier intento de ordenar el bien. Si nos fijamos en la ciencia política, la mentalidad ilustrada deforma todos los esfuerzos de diseño institucional al restringirlos a la limitación del poder y la maximización del logro de bienes instrumentales, al tiempo que hace que las instituciones no puedan orientarse a bienes comunes sustanciales.
Durante la segunda mitad del siglo XX, esta filosofía evolucionó hacia una actitud abiertamente antiautoritaria y anarquista. Como es bien sabido, la revolución de mayo de 1968 proclamó que estaba «prohibido prohibir». Pero como R.R. Reno ha explicado recientemente, ya en 1945 las actitudes predominantes en Occidente adoptaron el eslogan «prohibido mandar». Por supuesto, es imposible que este proyecto ilustrado pueda erradicar el gobierno de unos hombres sobre otros hombres, pero sí que erradicó el gobierno de los hombres a través de la razón. El principio antiautoritario moderno simplemente enmascara la realidad del poder en bruto, eliminando la posibilidad de ordenar racionalmente el ejercicio de la autoridad para el bien común y abriendo la puerta al poder totalitario y a la manipulación.
En nuestros días, la recuperación de la tradición jurídica clásica equivale a un llamamiento alternativo dirigido a quienes ocupan puestos de autoridad. No sólo no les está prohibido mandar, sino que deben hacerlo: ¡imperare aude! ¡Atrévete a mandar! ¡Atrévete a gobernar! Atreverse a ejercer los derechos y cumplir los deberes de la autoridad legítima, que en su forma superior los clásicos llamaban imperium. Esta exigencia interpela a autoridades de todo tipo (familiares, académicas, eclesiásticas, militares y civiles) en todos los niveles. Es el principio anti-ilustrado del gobierno de la razón.
Imperium
Nuestra mentalidad y nuestro lenguaje legal están profundamente conformados por el voluntarismo típico de la ética y la política modernas. Cuando discutimos sobre el ejercicio del poder, nos centramos casi exclusivamente en asuntos de competencia formal o jurisdicción. De hecho, la frase «tener autoridad» ha llegado a significar simplemente «ser formal o legalmente competente para decidir». En el mejor de los casos, la discusión del contenido material de una decisión se reduce a una cuestión de derechos individuales (que son en sí mismos, de nuevo, cuestiones de competencia).
La propia palabra imperium evoca una forma política particular (el imperio) que por definición es opuesta al pensamiento liberal moderno. Dadas las bases filosóficas voluntaristas de la tradición jurídica moderna, existe un claro peligro de que ese imperare aude sea malinterpretado, esa llamada a ejercer la autoridad como una invitación a diversas formas de infringir el Derecho. Aquí contestaré a tres: la arbitrariedad en el ejercicio del poder, el autoritarismo en el diseño de las instituciones políticas y el decisionismo en la teoría política. Antes de abordar estos temas (en la Parte II de este artículo), será útil primero esbozar el significado de imperium en la tradición clásica. Este significado es desarrollado en la obra de Santo Tomás de Aquino, quien integró la tradición de las leyes romanas y canónicas con la filosofía política clásica de Aristóteles y la sabiduría moral de las fuentes cristianas primigenias.
La palabra imperium evoca instintivamente la idea de un acto de voluntad sin trabas, para el cual la razón es un accidente extrínseco. El Aquinate, sin embargo, define imperium en primer lugar como un acto de la razón que mueve, y que por lo tanto presupone un acto de la voluntad: «mandar es un acto de la razón que presupone, no obstante, un acto de la voluntad» (imperare est actus rationis, praesupposito tamen actu voluntatis) (ST Iª-IIae q. 17 a. 1 co.). Para comprender esto, hay que tener en cuenta que la razón práctica es en sí misma prescriptiva (o preceptiva) y que la razón mueve a la acción desde dentro comunicando alguna verdad a una potencia que responde a razones. Esa potencia es la voluntad, que se define como el apetito racional.
El sentido primario de imperare -normalmente traducido como «mandar»- es «ordenar». Imperare es, por lo tanto, dirigir a alguien a un fin al comunicárselo como una razón para la acción, lo contrario de imponer extrínsecamente un movimiento o acción sin ninguna razón. Por eso el Aquinate utiliza también el término praecepire («prescribir») u otras palabras que connotan más claramente el acto de comunicar o enseñar, para expresar la misma noción. «Mandar [imperare] no es más que ordenar [ordinare] a alguien hacer algo con una moción intimativa (que mueve desde el interior). Ahora bien, ordenar [ordinare] es el acto propio de la razón. Por consiguiente, es imposible que haya mando [imperium] de algún modo en los animales irracionales, ya que están desprovistos de razón» (imperare nihil aliud est quam ordinare aliquem ad aliquid agendum, cum quadam intimativa motione. Ordinare autem est proprius actus rationis. Unde impossibile est quod in brutis animalibus, in quibus non est ratio, sit aliquo modo imperium) (ST Iª-IIae q. 17 a. 2 co.).
La interacción entre la razón y la voluntad queda ilustrada en la estructura de la virtud de la prudencia, cuya perfección es el acto de imperium, es decir, el acto de mover efectivamente al agente en la dirección de la razón práctica. Para la tradición, la prudencia es una virtud tanto intelectual como moral. Su objeto no es solamente identificar «lo correcto», sino actuar efectivamente, con el fin de alcanzar el fin correcto a través de los medios adecuados. Los tres actos de la prudencia son el consilium (búsqueda de los medios adecuados), el iuditium (evaluación de las alternativas) y el praeceptum o imperium, que es el acto final y necesario de decidir o, más propiamente, de mandarse a sí mismo en la acción (cf. ST IIª-IIae q. 47 a. 8 co.). Se trata de un acto de la voluntad que mueve al agente, pero también, y sobre todo, es un acto de la razón. La persona que ejerce su razón práctica se mueve en última instancia por la verdad, pero se mueve por voluntad propia. Así, lo que es característico de la visión clásica de la acción es el énfasis, crucial en Santo Tomás, en el papel de la razón como el motor último de la acción humana (un matiz que, como se ha mencionado anteriormente, es más evidente en la palabra praeceptum, que tiene la connotación de enseñanza).
El paralelismo entre los procedimientos políticos y los procesos psicológicos de la razón práctica está omnipresente en Santo Tomás, siguiendo a Platón y Aristóteles (cf. De Regno). Esto es evidente en su uso de la terminología política para describir los diferentes actos de la prudencia descritos anteriormente, incluido el acto de imperium. Siguiendo a Aristóteles, el Aquinate distingue entre regímenes despóticos y políticos, términos que también aplica a las diferentes formas en las que la razón manda en el alma: «El Filósofo dice (Polit. i, 2) que la razón gobierna al irascible y al concupiscible no con 'supremacía despótica', que es propia de un amo sobre su esclavo; sino con 'supremacía política y real', que es la que se ejerce con hombres libres, que no están totalmente sujetos al mando» (philosophus dicit, en I Polit., quod ratio praeest irascibili et concupiscibili non principatu despotico, qui est domini ad servum; sed principatu politico aut regali, qui est ad liberos, qui non totaliter subduntur imperio) (ST Iª-IIae q. 17 a. 7 co).
Las autoridades políticas gobiernan sobre ciudadanos libres e inteligentes que son ontológicamente iguales a los gobernantes. Los déspotas, por el contrario, «gobiernan dominando la ciudad y utilizan a los ciudadanos como esclavos, es decir, para su propio beneficio. Esto es contrario a la justicia, porque una ciudad es una asociación de hombres libres y un esclavo no es un ciudadano, como se ha dicho antes» (Principantur enim despotice civitati utentes civibus sicut servis, scilicet ad suam utilitatem: et hoc est contra iustitiam, quia civitas est communitas liberorum; servus enim non est civis, ut supra dictum est) (Sententia Politic., lib. 3 lect. 5 n. 7). Por lo tanto, la condición de gobernante o gobernado es accidental y, preferiblemente, temporal.
Sin embargo, la distinción entre gobernante y gobernado permanece en el modo de sus recíprocas relaciones. La acción humana en común exige siempre una autoridad que determine lo que es justo siempre que esto no se desprenda necesariamente de leyes superiores, y que elija cuál es el mejor curso de acción en cada caso particular. Pero es conveniente, y típico de un régimen propiamente político, que las autoridades obtengan obediencia no por la fuerza, sino de manera persuasiva o espontánea. Esta forma de mover a los gobernados es más consistente con su igual naturaleza racional, y más conveniente para la paz y la estabilidad, pero no excluye la coerción. Además, dada la dificultad inherente a todas las cuestiones prácticas, todos los agentes humanos -incluso aquellos en puestos de autoridad con amplia experiencia y sabiduría- necesitan el consejo de los demás, en particular de aquellos que participan en la acción común.
La conocida definición de ley de santo Tomás ilustra este punto. La ley es una «ordenación de la razón al bien común» (quaedam rationis ordinatio ad bonum commune) (Iª-IIae q. 90 a. 4 co.) - un praeceptum, no un mero consilium (cf. ST, Iª-IIae q. 100 a. 2 co). El Aquinate utiliza imperium y praeceptum casi indistintamente, pero como ya se ha señalado, praeceptum enfatiza el contenido intelectual, incluso pedagógico, del mandato y de la ley en general (como en praecepta legis, que se usa frecuentemente).
Las leyes y las órdenes apelan a la razón y están ordenadas primariamente a mover la voluntad desde dentro en lugar de hacerlo extrínsecamente a través de la coacción. Sin embargo, el acuerdo universal o la unanimidad en relación con las leyes y las acciones ejecutivas son solamente plausibles en contextos muy limitados. En la mayoría de las comunidades ni siquiera es deseable. Por lo tanto, normalmente es suficiente que una decisión sea razonable (no opuesta al derecho divino, natural o positivo) y obtenga el suficiente consentimiento para que el sistema jurídico siga funcionando de manera sostenible.
Esto incluye tener en cuenta la posibilidad altamente probable del comportamiento desordenado, el desacuerdo intelectual y la resistencia organizada contra cualquier decisión política particular. Al tratar estas reacciones negativas, los que están en posiciones de autoridad deben seguir actuando como agentes de la razón. Obsérvese que la razón no excluye la posibilidad de cortar ciertas discusiones, no por un argumento definitivo y concluyente, sino por un acto de autoridad; res iudicata, causa finita. En la misma línea, resulta evidente que toda autoridad está investida del derecho a coaccionar para obtener obediencia externa en el ámbito de su jurisdicción, y en la medida en que hacerlo no cause un daño mayor. Incluso cuando la coerción utiliza la fuerza (por ejemplo, al encarcelar a alguien, expropiar sus bienes, etc.), sigue siendo un acto de razón (ultima ratio) cuando es justa y prudente.
Nada de esto excluye el peligro del abuso de poder. Pero el punto crucial es que la presunción básica no debe ser que toda forma de coacción es injustificable, o por sí misma excesiva o incompatible con la libertad y la razón. De hecho, es justo al revés: si una autoridad no ejerce su poder coercitivo adecuadamente, fomenta la injusticia y la violencia privada. Un reciente y atroz ejemplo es el fenómeno de los abusos de menores por parte de clérigos, hecho posible -según el Papa Benedicto XVI, tal y como lo expresó tanto antes como después de su renuncia- por la falta de voluntad de las autoridades eclesiásticas para utilizar las herramientas del derecho penal canónico. Esta reticencia surge no sólo de la falta de fortaleza personal, sino también y sobre todo, empresa típicamente moderna, a causa de haber socavado ideológicamente la autoridad en su deber de enseñar y corregir.