Entrevista
María Asunción Mateo, esposa de Alberti: «Es una vergüenza lo que los 'viudos', como Luis García Montero, hacen con la cultura»
El nuevo libro de la que fue esposa y «estrella Altair» del poeta de la Generación del 27 publica Mi vida con Alberti (Editorial Berenice), un libro de memorias y «un libro de amor» escrito más de veinte años de silencio después de la muerte del gaditano
La desaparición en 1999 de una figura de la talla universal de Rafael Alberti, nacido en El Puerto de Santa María en 1902, levantó en torno a su vida una serie de interesadas polémicas centradas en los casi veinte años junto a su esposa María Asunción Mateo –estrella Altair, en sus poemas–. Ella juró no hablar («Di que tú no escribes libros de viudas», le recomendó su amiga Carmen Balcells), y se mantuvo en silencio durante su intensa relación, pero también en los 23 años transcurridos tras su muerte.
«Me preguntaba por qué debía contar mi historia, qué obligación tenía de hacerlo, quién iba a entenderla fuera de nosotros dos. Porque, entonces ¿qué quedaría para mí? Y en esos momentos era inevitable pensar en Matilde Urrutia, la última mujer de Neruda, a la que tanto se criticó al publicar sus memorias e incluso se le negó calidad y autoría», escribe ahora. Porque el destino (o el espíritu de Rafael Alberti) quiso poner entre sus manos una nota, del puño y letra del poeta gaditano, en la que la animaba a revelar todos sus secretos, «los más íntimos y oscuros».
Pero no es lo que Mateo ha hecho. Ha decidido rendirle un último homenaje, desvelando la personalidad de Alberti durante los años que vivió a su lado, su trato en la intimidad del hogar, su carácter, sus amistades, su vitalismo desbordado, su rebeldía, su honestidad y lealtad, su empeño en no morirse nunca, su trascendencia literaria… Una vida legendaria de casi un siglo a la que el lector se asoma con pudor, pero también gran curiosidad.
«Desde que me nombró estrella de su particular esfera celeste, mi rutinaria vida se transformó en un espacio inesperado, en un ámbito nunca imaginado por donde transitar con la levedad que me concedía mi condición sideral por los cielos líricos de un poeta requerido por todos, insaciable de vida, de sensaciones, de perturbadora inquietud, atrevido y delicado a la vez, demasiado joven para ser tan viejo y demasiado viejo para ser tan joven, una conjunción armónica de encendida vehemencia y amor cortés, que me había convertido en el centro de su apasionado universo amoroso. Nunca me he sentido más amada en la intimidad», desvela quien es también licenciada en Filosofía y Letras y escritora ella misma de numerosos libros y publicaciones.
En Mi vida con Alberti. Para algo llegaste, Altair (publicado en la editorial Berenice), María Asunción Mateo narra, a lo largo de 352 páginas, Mateo narra desde que conoció a su «gran amor», 44 años mayor, en abril de 1983 en Baeza durante un homenaje a Antonio Machado, hasta sus encuentros clandestinos con el poeta en Madrid o la campaña difamatoria que considera que le hicieron una serie de poetas cuando Alberti falleció.
En este libro hay pocas teclas que no toque, desde el follón con las fundaciones que llevan el nombre del poeta («Ahora ya me he reunido con la Consejería de Cultura de la Junta y ya estamos haciendo planes») a los problemas familiares, de las largas noches de amor clandestino en el piso de la calle Princesa del poeta a la boda con apenas cuatro amigos en El Puerto, de su pasión por la poesía y la justicia a la verdadera relación que mantuvo con sus amigos y compañeros de lucha intelectual y política, como Buñuel, Dámaso Alonso, Pasolini, Picasso o Neruda, entre otros. Y de todo ello ha hablado en primicia con El Debate.
–Dicen que este libro es un ajuste de cuentas, pero ¿es a la vez una carta de amor, salpicada de versos? «Nunca se vio una estrella a pie por los caminos...».
–Eso me dicen, entre otros, mis hijos. «Has sido una persona muy afortunada, has conocido un gran amor». Me echo a reír, por las cosas tan horribles que he tenido que vivir, por lo que me han hecho pasar, y eso sin conocerme. Pero es verdad que me reiteran que un amor como el nuestro no es tan habitual. Qué pena me da escuchar eso...
–Está claro que quiere «quitarles las máscaras a estos pinochos de pacotilla», como reivindica, pero dice buscar la elegancia en su defensa y profesar un respeto y una admiración por el hombre que le atravesó la vida. ¿No hay rencor?
–No es rencor lo que me mueve. Es una necesidad de justicia. Para mí este proceso ha sido, sin darme cuenta, como si hubiera ido al psiquiatra. Ha sido una liberación, porque después de estar 23 años aguantando las salvajadas más grandes, acerca de mí, acerca de Rafael e incluso acerca de su obra (no han respeto nada), cuando empecé a escribir el libro me pasé cinco meses encerrada. Lloraba, reía, recordaba y escribía sin parar. Y pensaba... ¡estoy loca!
–Todos esos años de silencio, de dolor, en los que cita a Matilde Urrutia, última mujer de Pablo Neruda, o cuando la comparaban con María Kodama, viuda de Borges, se rompen ahora. ¿Hay un motivo para hablar dos décadas después?
–El 2 de junio de 2021 me cayó una carpeta encima llena de recuerdos, con la inscripción «Altair y Aldebarán». Ahí encontré una hoja donde me pide con seriedad casi notarial su deseo de divulgar en voz alta la inmensa felicidad que nos unió durante casi veinte años y que ha trastornado completamente mi silencio. Porque yo me negaba a escribir «libros de viudas» y pensaba que mi vida no tenía ningún interés. ¿A quién le importaba? Con sinceridad absoluta digo: yo nunca, nunca he querido hablar. Pero aunque no creo en lo sobrenatural, creo que aquel día Rafael me tiró la carpeta en la cabeza para que la encontrara.
–¿Le ha dado fuerza también el momento que estamos viviendo?
–Por supuesto, las cosas han cambiado mucho. Pero a mí nadie me ha defendido. Todo son casualidades, pero quizás este libro tenía que salir ahora, en este momento en que la opinión pública está tan conmocionada, especialmente con el mundo del deporte tras el caso Rubiales. Hay mucho machismo todavía, pero también en el mundo de la cultura, no nos equivoquemos. Hay una misoginia total. A mí llevan persiguiéndome 23 años, y siguen, y no hay nadie que les tape la boca. Y tienen cargos a nivel político. ¿Es normal que una persona que representa a España en la cultura en todo el mundo sea capaz de decir las barbaridades que ha dicho no sólo de mí, sino de quien él considera su maestro? Todos los nombres están escritos en el libro, ¡porque ellos han firmado artículos y dado conferencias!
–Además de la misoginia, de quien la llamaba «adefesio» o «bruja» o la reducía a «una de tantas esporádicas acompañantes», ¿hay una falta de respeto hacia la propia persona de Alberti, una infantilización de su figura?
–Absoluta. Su nombre representa, como muy pocos, la literatura española en el mundo. Rafael está escrito en letras de oro en la historia de la poesía española y universal. Esa falta de respeto hacia su figura, hacia su generosidad, ese no dejar que él elija y que lleve su vida como quiera, que se case conmigo o con Marilyn Monroe si viviera y quisiera... ¡Qué vergüenza! Por no hablar de la sarta de mentiras que se han inventado, como que cobré una herencia de tres millones de pesetas, cuando vivo de mi pensión y no me da ni para pagar el recibo de la luz.
Hay machismo en el mundo del deporte, pero también en el de la cultura, no nos equivoquemos
–Estos «viudos eméritos», como los llama, más allá de las faltas de respeto, ¿cometieron actos y vertieron palabras que podrían acabar en los tribunales?
–Calumnias, mentiras, atentados contra el derecho al honor y la intimidad... Lo tengo todo guardado, como puede verse en el libro. Además, parece que Rafael, por tener 90 años, estaba idiotizado. Pero qué falta total de respeto. Y nadie ha comprobado nunca nada, porque en aquella época daba recitales en México, Cuba y Chile, y recitaba de memoria a Góngora y Lope, además de tener una claridad mental absoluta. Y lo más importante: ninguno de los «viudos» vio a Rafael desde que nos casamos. ¿Cómo sabían cómo era su relación conmigo o en qué estado se encontraba?
–Habla de los que califica «viudos eméritos», como Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, y su primo, Luisito Muñoz, además de otros destacados nombres de la cultura que la atacaron sin piedad. ¿Se creían con total impunidad?
–Sí, y la han tenido, durante años. Han publicado lo que han querido, les han dado premios y puestos de poder, y eminentes periódicos que se dicen objetivos les han dado voz. Y nadie ha dicho nada. Incluso en el caso de que Rafael hubiera perdido el juicio, ¿acaso no tenía derecho él a hacerse viejo? ¿Por qué en este país es una vergüenza envejecer? Lo que es una vergüenza es hacer lo que los viudos hacen con la cultura: como no seas amigo, no te dan un premio; y si no eres una chica guapa y consientes ciertas actitudes... no tienes sitio cerca de ellos. Hay tantas cosas que sé y no he querido contar...
–¿Cómo ha podido aguantar tanto, y sin defenderse?
–Por amor. Por el amor hacia Rafael y el suyo hacia mí. Es lo único que me ha mantenido viva. No me quería levantar de la cama, ni salir a la calle, ni saber nada del mundo. Cómo se podían decir tantas barbaridades de un ser como Rafael, un poeta genial y un ser tan maravilloso como persona, tan generoso, tan bueno, tan tierno... Es una persona difícil de encontrar. Yo estaba enamoradísima de él, y sigo estándolo. No me he vuelto a tomar un café con un señor desde hace 23 años, no he podido rehacer mi vida.
Estaba enamoradísima de Rafael, y sigo estándolo. No he podido rehacer mi vida
–Un amor de los que ya no se estilan.
–El amor no se busca, se encuentra. Yo de hecho iba buscando a Dámaso Alonso, y apareció aquella maravilla de melena blanca... Quería hablar con Dámaso, que era para mí la luz de la erudición, y acabé conociendo a Rafael. Y compartí con él los mejores años de su vida, y eso no me lo han perdonado. Él decía: «El ser feliz no es un pecado. Hoy mi vida es más azul que nunca». Por otro lado, yo siento un respeto reverencial hacia la figura de María Teresa León y hacia las mujeres que han pasado por la vida de Rafael. No me he metido con nadie. No he reñido ni con [Luis García] Montero, ni con Benjamín Prado, ni con nadie de la familia; todo ha sido soterrado. Ha sido envidia, envidia, envidia. Te doy mi palabra. Pero además es que yo puedo demostrar todo. ¡Lo han dejado todo por escrito! ¡Han escrito que hice de él «un pelele y moneda de cambio»! Qué insulto para él, y qué insulto para mí, que parece que llegué con la ropa interior en la mano.
–Incluso si así hubiera sido, ¿por qué esa inquina contra la mujer que Alberti, su maestro, escogió como compañera?
–Por envidia. También digo en el libro que espero que a ellos no les toque perder a la persona que aman. Y no quiero entrar en la vida privada de nadie, pero hay quien va de viudo leyendo poemas y llorando con la amante al lado. Y su mujer se murió sabiendo que él se la pegaba con otras... Pero a mí eso me da igual. Lo que yo me pregunto es, incluso aunque yo hubiera sido mala persona, ¿a quién le importaba, si hacía feliz a Rafael? Pero no le querían, sólo querían salir en la foto. A veces pienso si todo esto realmente me ha ocurrido a mí...
–Ya cuando se conocieron, aunque lo llevaron con discreción, levantaron habladurías. ¿Cómo fueron aquellos primeros encuentros?
–La primera vez que nos vimos fue en Baeza, en el mismo lugar donde Antonio Machado había impartido clases de francés en su instituto, en un homenaje a su figura. Era abril de 1983. Él me miro y me dijo: «¿Y tú quién eres?». Yo me quedé helada. Le dije que era una profesora de Valencia, y me dijo: «¿Te quedas aquí? Pues mañana nos vemos», con su acento gaditano. Yo iba con mi vaquerito, mi pelo rizado de permanente y mi camiseta a cuadros, deslumbrada ante esa persona, ese autor que yo estaba explicando en clase a mis alumnos del instituto de Valencia en el que ejercía como profesora. ¡Para mí era haberme encontrado con Quevedo, con Garcilaso, con Góngora! Me quedé muy impresionada. No puedo ni quiero borrar esas imágenes; me vienen flashes y pienso: «Qué maravilla, qué bonito, ¿cómo se puede ser tan feliz?».
Cuando conocí a Alberti, me quedé muy impresionada. ¡Para mí era haberme encontrado con Quevedo, con Garcilaso, con Góngora!
–¿Cómo se transforma ese primer acercamiento en ese amor huracanado, en ese vendaval, en estar «pensativa de Alberti entre las flores»?
–Me di cuenta de que no podía vivir sin Rafael. Fue un amor muy adolescente, aunque tardamos mucho realmente en quedar, ¡no es como ahora, que la gente se va enseguida a la cama! El homenaje a Machado fue en abril y yo no tuve una relación con él hasta octubre. Me mandaba poemas, me hacía dibujos, me llamaba a todas horas (era muy impaciente), me nombró Altair, su estrella...
–Aquel piso de la Torre de Madrid, en la calle Princesa, la Plaza de España, los paseos, las cenas con amigos... ¿Cómo fue para usted combinar una admiración reverencial con el inicio de esa relación?
–¡Yo no podía vivir pensando que desayunaba cada mañana con un genio! Rafael era un ser absolutamente normal y sencillo. Iba a comprar la fruta, iba a la tintorería. La gente más grande es la gente más sencilla, y Dámaso Alonso era exactamente igual, como Gabriel Celaya y Rosa Chacel, y todos a los que conocí. Pero la primera vez que fui al Museo del Prado con él, que había salvado Las Meninas junto a María Teresa [León, su primera mujer, con quien evacuó el museo por orden de Manuel Azaña cuando comenzó la Guerra Civil], por poco me mareo. Había veces que me abrumaba, pero luego nos pasábamos el día juntos en el apartamento, como dos pipiolos. Cuando recuerdo lo nerviosa que subía aquellos diecisiete pisos, la emoción que me embargaba al saber que volvería a verle, cuando recibía una carta con «URGENTE» escrito en rojo (porque nuestro amor era así, urgente)... Fueron años maravillosos.
–En el texto intercala sus vivencias y recuerdos con versos de Alberti, como si él le diera la razón y aprobara sus palabras, como si la acompañara en el relato.
–No te voy a decir que me sé su obra de memoria, pero... casi. Según vamos hablando, me vienen sus versos. Hablamos del museo y pienso: «¡El Museo del Prado! ¡Dios mío! Yo tenía / pinares en los ojos y alta mar todavía / con un dolor de playas de amor en un costado»... Toda mi vida lo he leído. Además, él hablaba recitando. Comíamos sopa y recitaba poemas. Yo dormía y me susurraba: «Hermosas damas, si la pasión ciega / no os arma de desdén, no os arma de ira / ¿quién con piedad al andaluz no mira / y quién al andaluz su favor niega?». Para otra quizá no, pero para mí era demasiado: soy una letraherida, soy sensible y estaba enamorada. Rafael se fue apoderando de mi corazón, de mis sentimientos, de todo. Llegó un momento en que yo no podía resistir no ver a Rafael. Quien lo conocía lo sabía: tenía un aura, algo magnético; no sé si era toda esa vida legendaria que llevaba dentro, o su forma de mirar... ¡Él llevaba un siglo dentro! Hablaba de «Pablo» y se refería a Pablo Neruda; me contaba anécdotas de Miguel Hernández. Era gran amigo de Pablo Picasso. Me reveló cuánto lloró la muerte de Federico García Lorca. El día del Museo del Prado, cuando llegué a casa de mi amiga María Pilar vomité toda la comida, de la impresión. No podía digerirlo todo.
–Y llegó la boda, algo que se detalla también en el libro, con sus percances y problemas.
–Yo saqué mis oposiciones estando de novia de Rafael. Si yo me hubiera aprovechado de él, ¿me habría estado levantando a estudiar de madrugada? ¿O si hubiera tenido planeado desde el principio casarme con él? Además, lo mantuvimos en secreto ocho años. Yo vivía en Valencia con mis hijos y venía a verle a Madrid. Tenía mi vida, mi trabajo, mi dinero y mi inteligencia, y eso no se perdona. A veces me pregunto cómo he podido con tanto. Cuando por fin nos casamos y pudimos estar juntos, vino lo peor; hasta entonces no se habían atrevido. Las cosas pequeñas que yo le señalaba a Rafael él las reducía a «vanidades» de sus supuestos aprendices. Ahora mismo miro el jardín, estos árboles que él miraba, y me sigo emocionando. Los últimos meses de su vida estábamos en este jardín, miraba el cielo y los árboles, y decía: «¿Y por qué tengo que dejar yo de ver tanta belleza?».
–Esa forma que tenía de mirar Alberti, ¿la tenía también en lo personal? ¿Es posible separar al hombre poeta del hombre mortal?
–No, él era siempre el mismo. No había dicotomía. Además, él siempre hablaba de sí diciendo: «Porque yo soy un poeta que...». Era poeta por entero, sin cursilería, en el más amplio y magnífico sentido de la palabra. Tenía una concepción del mundo, de la belleza... Llovía y decía: «Qué maravilla, cómo cae el agua y lava la tierra». Si soplaba el espantoso viento de Levante, decía: «Este viento que nos está dando en la cabeza a los gaditanos desde hace 3.000 años...». Y salía el sol y recitaba a Machado: «Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron –soy de la raza mora, vieja amiga del Sol–, que todo lo ganaron y todo lo perdieron». Tenía hambre de vida. Ponía el despertador para ver las estrellas. ¿Eso lo hace un hombre de 90 años?
Alberti era poeta por entero, sin cursilería, en el más amplio y magnífico sentido de la palabra
–¿Cómo llevaba usted su celebridad?
–No me afectaba mucho. Además, le admiraba tanto... Pero salir a la calle con él era una locura. Una vez fuimos al cine a ver El Gatopardo, porque él no podía concebir que yo no la hubiera visto, y me la lio cogiéndome de la mano y abrazándome... Yo le daba manotazos. ¡Imagínate a Rafael Alberti en la cola de un cine en Madrid! Hacía poco que había vuelto del exilio, había protagonizado aquella imagen histórica con La Pasionaria en Las Cortes, y estaba en todas partes: salía todos los días en televisión, en prensa... No había nadie que no lo conociera.
–Imagino lo que sería escucharle hablar de Machado, de Lorca, de Pasolini, de Picasso...
–Contaba sobre todo cosas buenas. Era una persona como yo nunca vi; demasiado generoso con la gente. A Lorca lo quiso mucho, y al resto de la Generación del 27. Pero es que Lorca era muy adorado, no sólo por cómo escribía, sino por su forma de ser, diferente a todos y excepcional. Como dijo Jorge Guillén, «cuando estás con Federico, no hace ni frío ni calor. Hace Federico». Cuando lo mataron, sintieron todos una gran sombra. Rafael nunca lo olvidó: cuando llovía, decía: «Qué día más triste en Granada».
–En el libro relata también cómo cree que fue la «heredera» de problemas y dinámicas que no tenían que ver con usted, sino que fueron previas a su llegada.
–En algunas yo ni siquiera había nacido. Nos llevábamos 42 años... Su hija nació antes que yo. Por respeto a Rafael, y por respeto a María Teresa, no me he ensañado más; él mismo tuvo que escribir una nota, que aparece en el libro, defendiéndose de su hija Aitana. Es un texto durísimo. Yo no tengo nada más que añadir.
–Y ahora, ¿teme las represalias, que puedan verter más odio?
–No me ha llegado ningún eco de nadie. Dirán que escribo muy mal, que no tengo ni idea, que digo mentiras... Ellos solos se desprestigian. Pensaban que ya no iba a abrir la boca porque en 23 años no lo he hecho. Quizá creían que estaba arrugada en una silla de ruedas, pero están muy equivocados: estoy más fuerte que nunca, y eso que voy a cumplir 80 años. Pero el silencio protege el intercambio de premios y honores... Y quien da los premios (que ya están dados), un señor colocado a dedo, tiene un cerco numantino a su alrededor. Los tentáculos del periódico El País, las editoriales (¡no ha sido nada fácil publicar este libro!), los advenedizos... tienen a todo el mundo asustado. Pero ahora que estamos hablando, espero que salgan muchas cosas a la luz.
–¿Cómo ha afectado toda esta doble cara, esta hipocresía que señala, a su visión de la izquierda?
–Estos son socialistas de salón. Por supuesto que yo estoy defraudada con determinada izquierda, y por descontado que no me han apoyado en nada. Muchos se han creído a estos tipos, que han contado lo que han querido, y me han desilusionado mucho, igual que a Rafael le defraudaron en su momento. Pero él se mantuvo fiel a sus ideas, y lo demostró, entre otras cosas, donando todo lo que tenía, gratis, sin quedarse ni un duro, y viviendo de su trabajo. Hay una frase de Rafael que me conmueve: «Un carnet de partido no es un carné de conducta». Es lo más sabio que ha dicho.
Estos son socialistas de salón. Por supuesto que yo estoy defraudada con determinada izquierda, y por descontado que no me han apoyado en nada
–Si pudiera escoger, entre la miríada de versos que le dedicó, uno solo, ¿cuál sería?
–«Sabes tanto de mí, que yo mismo quisiera / repetir con tus labios mi propia poesía». Cuando me escribió ese poema, ya no era el amor loco y apasionado de Altair, sino que mezcla todo: me designa especialista en su obra, me muestra respeto, me da mi lugar. Pero eso, claro, tampoco me lo han perdonado.