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Cuadro de la Revolución liberal

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El Debate de las Ideas

Conservatismo IX: la cuestión económica

Toda clasificación de una doctrina económica queda restringida al mayor o menor grado de liberalismo o intervencionismo estatal

En general, puede decirse que los economistas se dividen en nuestros días en liberales y keynesianos (o socialdemócratas), es decir, entre aquellos que abogan por una menor intervención del Estado y los que, por el contrario, le conceden a éste un protagonismo indiscutible. Sobre esta base, llevadas cada una de estas posiciones a un extremo, y estableciendo una gradación de 0 a 10 en función de la mayor o menor intervención del Estado postulada en economía, es posible clasificar a todos los economistas en algún punto de esta escala. Con esta escala única, ciertamente, no cabe hablar de un modelo económico conservador, pues al hallarse las únicas posiciones posibles en materia económica en función de un mayor o menor intervencionismo estatal, toda clasificación de una doctrina económica queda restringida al mayor o menor grado de liberalismo o intervencionismo estatal profesado. Se podrá objetar, sin duda, que esto es simplificar las cosas en demasía y que existen más criterios clasificatorios de las doctrinas económicas, pero deberá reconocerse también, y al mismo tiempo, que todos ellos son secundarios respecto del anteriormente establecido.

Asumido esto, se trata ahora de entender por qué en esta clasificación carece de sentido hablar de un modelo económico conservador, lo que no será posible sin recordar que el conservatismo nace como respuesta crítica a la Revolución de 1789 y al orden de cosas que se inició con ella. Pero dentro de ese orden de cosas se halla, precisamente, la intervención del Estado en economía o, más propiamente, la intervención del Estado en el entero orden social. Se impone, por tanto, hacer un poco de historia y recordar que lo que se denominó el «Antiguo Régimen» era un precipitado de costumbres, derechos e instituciones que habían ido cristalizando con el tiempo sin un orden o planificación preexistente. En ese abigarrado y poco organizado estado de cosas existía poco espacio para la introducción de mejoras y la extensión del comercio, pues fácilmente, quien quisiera proceder a ello, se encontraba con límites establecidos inmemorialmente difíciles de traspasar. De este modo, uno podía tener el derecho de propiedad de un fundo y encontrarse que sobre ese mismo fundo concurrían una pluralidad de derechos distintos que hacía casi imposible desde todo punto de vista el disfrute y explotación del mismo. Un número sin fin de «manos muertas», censos, foros, usufructos, vinculaciones, mayorazgos, privilegios, estancos, diezmos y servidumbres formaban una maraña de limitaciones a la propiedad cuyo resultado último era una situación de inmovilidad casi insalvable. Limitaciones a las que hay que añadir las procedentes de la existencia de una organización gremial del trabajo con poder para fijar la cantidad y el orden de los oficios y empleos, y el precio de las cosas.

La Revolución liberal consistió, desde este punto de vista, en establecer y perfeccionar un poder central con fuerza suficiente como para destruir ese estado de cosas generado y consolidado por siglos de existencia. Un poder, por cierto, del que la vieja monarquía «absoluta» carecía casi por completo. Ahora bien, hablar de establecer y perfeccionar un poder central lo suficientemente poderoso como para destruir el antiguo orden social es hablar de establecer y perfeccionar el Estado, y no en cualquier versión, sino en su versión más absoluta y omnipotente. Y por eso, y no casualmente, la idea de soberanía alcanzará en la Francia revolucionaria su más acabada expresión al identificarse primero con la nación, luego con el pueblo, para identificarse en última instancia con el Estado. En consecuencia, la Revolución liberal nace ligada al Estado, a su desarrollo y perfeccionamiento y a una legislación capaz de prevalecer sobre cualquier derecho preexistente por muy antiguo y venerable que éste pueda ser. Pero dicho esto, hay que reconocer, como lo reconoció el mismo Marx, que el éxito de la revolución «burguesa» fue absoluto. La liberación de la propiedad y del contrato de trabajo generó un crecimiento de riqueza sin precedentes en la Historia. Por lo que, a nuestro juicio, no reconocer que el liberalismo económico cuando se desarrolla en condiciones de una razonable seguridad jurídica es causa de prosperidad y crecimiento económico es pura ceguera. Pero como ya advirtiera Goethe, toda luz arroja sus sombras, y nadie como el economista austriaco Josef A. Schumpeter ha sabido identificarlas.

El paso de una sociedad fija y estable a una sociedad dinámica y creativa no ha sucedido sin un poderoso cambio de mentalidad. No hace falta ser marxista para comprender que la variación de los modos de concebir la vida en el orden del pensamiento viene acompañada de grandes transformaciones sociales en un proceso único en el que es muy difícil distinguir qué es causa y qué es efecto. Sea como fuere, lo cierto es que Europa se ha sumergido en un proceso de desacralización que aún no terminado. Un proceso en el que todo lo que parecía sólido e inmutable ha dejado de serlo, y donde la realidad parece hacerse líquida con tendencia a tornarse en puramente virtual. En este proceso, el racionalismo filosófico, presente en el origen del liberalismo, se ha transmutado en un utilitarismo desencarnado centrado en una expectativa meramente individualista y egocéntrica de cálculo de goces y costos. Pero sobre esta premisa utilitaria, la opción «racional» está clara, y ésta no puede consistir en otra cosa que en la búsqueda de la maximización del bienestar personal. Porque ¿si no hay nada sagrado, más allá de uno mismo, para qué el sacrificio? Ahora bien, bajo esta premisa, la desintegración general de la familia y la caída radical de las tasas de natalidad están aseguradas. «La baja del tipo de natalidad -señala Schumpeter- me parece uno de los rasgos más significativos de nuestra época. Ya veremos que, incluso desde el punto de vista puramente económico, es de importancia capital tanto como síntoma cuanto como causa de una transformación de los móviles de la actividad económica». Sucede, además, que, con la pérdida del sentido de familia, el homo oeconomicus se inclina igualmente «hacia una actitud espiritual contraria al ahorro y acepta con creciente facilidad las teorías contrarias al ahorro características de una filosofía del corto plazo». La tesis de Schumpeter, en suma, es que la destrucción creadora puesta en marcha por el liberalismo económico es ella misma autodestructiva. Con la perspectiva que da el tiempo, y observando nuestro presente, no parece existir nada de las cosas señaladas por Schumpeter en la década de los cuarenta del pasado siglo que no haya dejado de cumplirse.

Lo que se ha venido en llamar el antiguo régimen se correspondía en gran medida con una estructura ósea que había devenido rígida y con claros síntomas de artrosis. Pero si la Revolución tuvo éxito en acabar con ese esqueleto escaso de sustancia, pues su misma rigidez denotaba su fragilidad, fracasó en generar una nueva estructura capaz de dar fortaleza y consistencia a la sociedad frente a un Estado que se había vuelto todopoderoso. La Revolución le encomendó al Estado, observa Marx, la «misión de romper todos los poderes particulares locales, territoriales, municipales y provinciales, para crear la unidad civil de la nación», pero con una consecuencia seguramente no prevista, o quizá sí, y es esta: que desde ese momento «todo interés común es inmediatamente desvinculado de la sociedad y se le contrapone como interés general y superior arrancándolo de la actividad de los miembros de la sociedad». Observación ésta de Marx que el sociólogo conservador Robert Nisbet no puede dejar de confirmar, y de lamentar: «La historia del Estado en Occidente –señala Nisbet– ha estado caracterizada por la gradual absorción de poderes y responsabilidades radicadas con anterioridad en otras asociaciones por un franco incremento de las relaciones entre la autoridad soberana del Estado y el ciudadano individual». Hasta el punto, dice el sociólogo norteamericano, que «esta lucha entre el poder político central y las autoridades de los grupos sociales no estatales ha sido el más aciago (fateful) de todos los conflictos en la historia de Occidente».

Así, pues, la Revolución liberal tuvo por consecuencia no menos Estado, sino más, pasando de una sociedad vertebrada por un endoesqueleto que no por anquilosado dejaba por ello de cumplir con su función, a un poderoso exoesqueleto –el Estado– constituido ahora en único valedor de la unidad social y política en una sociedad en sí misma invertebrada. Por lo que, visto desde esta perspectiva, el socialismo es el intento de llevar el estatismo del liberalismo hasta sus últimas consecuencias.

Llegados a este punto, y asumiendo que todo este juicio sea certero, toca preguntarse por la propuesta conservadora en lo económico y social. Y la respuesta podría ser más o menos esta: una propuesta conservadora sólo puede consistir en una auténtica revolución que tienda a fortalecer hasta donde sea posible los vínculos sociales y los cuerpos intermedios existentes entre el individuo y el Estado.

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