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libertad

Lu Tolstova

¿Libertad para qué?

La sociedad de nuestro tiempo, indiscutiblemente exitosa a la hora de conquistar la libertad, se revela incapaz de definir su contenido

Se dice que cuando Fernando de los Ríos viajó a la Unión Soviética se entrevistó con Lenin y le preguntó cuándo iba a permitir la libertad de sus ciudadanos. Lenin contestó con otra pregunta: ¿libertad para qué? Esta interrogación, que es intolerable y escalofriante cuando viene desde el poder, no lo es, sin embargo, cuando se trata de preguntarnos por la forma de conducir la propia vida. Queremos libertad, pero ¿acaso basta una libertad vacía de contenido? Queremos libertad, pero ¿para qué la queremos? La sociedad de nuestro tiempo, indiscutiblemente exitosa a la hora de conquistar la libertad, se revela incapaz de definir su contenido, su telos, su orientación hacia el bien individual y el bien común. En lo personal, los actos se juzgan buenos por el mero hecho de ser libres. En la sociedad, las decisiones de la comunidad política, si son mayoritarias, pretenden quedar excluidas de todo juicio moral. Así, se torna pertinente, aunque en un modo muy distinto al que pretendió su formulador, hacernos la pregunta de Lenin: ¿libertad para qué?

En este breve ensayo pretendo exponer dos ideas –no las únicas posibles– para dotar a la libertad de un contenido que la oriente hacia algo que la haga superarse a sí misma y, de este modo, completarse. La primera es la nobleza de espíritu, término que ha puesto en boga Rob Rimen y ha sido desarrollado por Enrique García-Máiquez en su artículo La olvidada idea de la nobleza de espíritu. La segunda, la ejemplaridad, tratada largamente por Javier Gomá en su tetralogía y en otros ensayos breves. Así, para ser auténticamente libres deberemos tender, al menos, a ser nobles y ejemplares.

Nótese que la expresión utilizada es «tender a ser» y no «ser». Hacia el ideal nos orientamos, pero, precisamente porque se trata de un ideal, no podemos fundirnos con él: podemos tratar de ser nobles, pero no ser nobles; podemos tratar de ser ejemplares, pero no ser ejemplares. Sin embargo, lo auténticamente sorprendente es que, aun cuando fundirse con el ideal no es viable, en tender al ideal está cumplirlo en su máxima expresión posible, porque los ideales no son de este mundo: ser noble y ejemplar, aquí, es tender a ser noble y ejemplar. Aquí debemos conformarnos con la imperfección de la realidad, o, mejor dicho, con la maravillosa imperfección de la realidad. En ella encontraremos verdad, bien y belleza, pero no la Verdad, el Bien y la Belleza.

En este sentido, no deja de ser revelador que en las definiciones de libertad de Santo Tomás de Aquino y San Agustín de Hipona aparezca siempre un para: libertad para la excelencia –Santo Tomás de Aquino– y libertad para el fin propio del hombre (el Bien Supremo que es Dios) –San Agustín de Hipona–. Esto nos confirma en lo anterior: no somos ni excelentes ni buenos, pero somos libres para tender a ser excelentes y buenos. Y, además, nos recuerda que la libertad cobra su auténtico valor cuando no se agota en sí misma, sino que orienta la vida hacia algo. En nuestro tiempo, Ratzinger ha vuelto a incidir sobre ello afirmando que cabe un entendimiento superficial y egoísta de la libertad y señalando que ésta debe ser considerada al servicio de la humanidad, que no cabe libertad sin sacrificio y renuncia.

Se ha dicho que la filosofía de nuestro tiempo, frente a la de épocas pretéritas (baste recordar el párrafo anterior), claudica porque es meramente descriptiva y carece de todo elemento prescriptivo. Nos dice lo que existe, lo que todos vemos y percibimos: sociedades líquidas, rápidas y carentes de elementos permanentes, de anclajes sólidos. Sin embargo, abdica de elevar a esa sociedad hacia algo mejor: belleza, verdad o bien. El relativismo moral de nuestro tiempo acaba en la terrible paradoja de ver lo que le desagrada con escándalo, pero, al carecer de verdades conforme a las que orientar la vida, se muestra impotente e incapaz de ofrecer salidas. Si no hay bien, si no hay verdad, si no hay belleza, ¿a dónde debemos ir? ¿hacia dónde debemos orientar nuestras acciones? ¿en base a qué nos desagrada lo existente?

II

La noción de nobleza se identifica naturalmente con la de privilegio. García-Máiquez revela que, etimológica e históricamente, el significado de privilegio dista mucho de ser ventaja o prebenda. Antes al contrario, privilegio es norma privada, la que obliga a un individuo o a un grupo. De esta afirmación se derivan, por lo pronto, dos consecuencias. En primer lugar, que la nobleza no otorga a quien la posea prerrogativas, sino obligaciones. En segundo lugar, que ser noble consiste en dictarse a uno mismo reglas de conducta, reglas que siempre deben ir más allá que a lo que obligue la comunidad política.

Desde el momento en que aparece el término obligación la libertad se orienta a lo que esa obligación prescribe y, por tanto, la libertad se limita, se autolimita, dotándose, de este modo, de contenido. Quien ha definido un actuar noble para sí limita su libertad para proceder contra esa prescripción en el futuro. Enunciémoslo a modo de norma: si hoy soy capaz de afirmar que X acción es intrínsecamente mala o buena, mañana deberé abstenerme de o estaré obligado a hacer esa acción, aunque entonces me parezca justificada o injustificada. Recordemos a este respecto un formidable pasaje en el que Antígona e Ismene, hijas del desgraciado Edipo, conversan sobre la cuestión. Dice Antígona: «aunque ahora quisieras ayudarme, ya no lo pediría: tu ayuda no sería de mi agrado; en fin, reflexiona sobre tus convicciones: yo voy a enterrarle, y, en habiendo yo así obrado bien, que venga la muerte: amiga yaceré con él, con un amigo, convicta de un delito piadoso; por más tiempo debe mi conducta agradar a los de abajo que a los de aquí, pues mi descanso entre ellos ha de durar siempre. En cuanto a ti, si es lo que crees, deshonra lo que los dioses honran». A lo que contesta Ismene: «en cuanto a mí, yo no quiero hacer nada deshonroso, pero de natural me faltan fuerzas para desafiar a los ciudadanos». Sentencia Antígona: «bien, tú te escudas en este pretexto, pero yo me voy a cubrir de tierra a mi hermano amadísimo hasta darle sepultura».

Asimismo, entendemos la nobleza como una serie de prescripciones personales no impuestas por nadie más que por uno mismo. Cumplir con las normas de la comunidad, como nos revela el Critón platónico, nos eleva por encima del individuo convirtiéndonos en ciudadanos. Sin embargo, la nobleza obliga a más: ya no sólo hay que obedecer a la comunidad, sino, lo que es más difícil, hay que obedecerse a uno mismo. A quien contraviene la Ley política le juzga un juez del Estado y recibe el reproche pasajero de la comunidad. En este caso, la justicia se presenta con una venda en los ojos. A quien contraviene la regla autoimpuesta le juzga el tribunal de su conciencia y recibe el reproche eterno de quien no se obedeció a sí mismo. En este caso, la justicia no tiene venda en los ojos, todo lo ve y hasta lo más profundo llega.

La nobleza de la que se ha hablado es de espíritu, y a esa nobleza puede aspirar cualquiera. La cita de Vázquez de Mella que recoge García-Máiquez es difícilmente superable: «no importa que los caballeros sean mendigos, con tal de que los mendigos sean caballeros». La idea de nobleza expuesta no se desliga de la idea de bondad y, a decir de San Agustín, «no podríamos decir que una cosa es mejor que otra si no hubiera sido grabado en nosotros una comprensión fundamental de lo bueno». Por eso, todos somos capaces de la bondad y, a través de la bondad, de la nobleza, que trata de ordenar la propia vida en función de las prescripciones de lo bueno.

Termino la reflexión sobre la nobleza de espíritu volviendo al punto de partida: la libertad. Se ha dicho que ser noble de espíritu es comportarse de acuerdo con las propias prescripciones, pero es esencial que la prescripción que uno se impone a sí mismo sea impuesta libremente. ¿No es reveladora a este respecto la afirmación de Ratzinger de que existe una renovada concepción de la esencia del catolicismo que despliega la fe desde el fondo de la libertad y como principio de la libertad? ¿No lo es más que afirme que la aversión casi traumática de muchas personas contra lo que consideran «catolicismo preconciliar» descansa en el encuentro de la fe como una carga? Debemos tomar conciencia de que la orientación de una acción hacia el bien debe partir del reconocimiento de ese bien en uno mismo.

III

Por su parte, el concepto de la ejemplaridad remite de una forma mucho más intensa que el de la nobleza al otro. Uno es ejemplo o contraejemplo para otro, para alguien, del mismo modo que uno recibe ejemplos o contraejemplos de otro, de alguien. La ejemplaridad no nos pone en relación con conceptos ideales –verdad, bien, belleza–, sino con personas de carne y hueso cuyo ejemplo tratamos de imitar. La experiencia del ejemplo de alguien va siempre acompañada del deseo de imitar ese ejemplo. Ejemplo y otredad son indisociables hasta el punto de que sólo cabe juzgar la ejemplaridad de la propia conducta adoptando el punto de vista del otro, alternando.

El hecho de que la ejemplaridad esté siempre referida a otras personas tiene como consecuencia que el proceder de uno genera en el resto una imagen. Esta imagen se configura paulatinamente a lo largo de la vida y, sólo con la muerte, afirma Gomá, legamos la imagen de nuestra vida definitivamente completada. Esa imagen no tiene por qué ser fácticamente recordada, pero sí debe ser digna de ser recordada.

Una vida ejemplar es asimismo aquélla en la que se goza de la serena satisfacción del deber cumplido. Aunque suene tautológico, uno se comporta ejemplarmente cuando cumple con su deber y cumple con su deber cuando se comporta ejemplarmente. El comportamiento de uno ha sido ejemplar cuando al mirarlo retrospectivamente se tiene la certeza de haber cumplido con el propio deber de tal modo que, si ese comportamiento hubiera sido observado en otra persona, hubiera tratado de imitarla.

Igualmente, debemos tomar conciencia de que somos tanto receptores de ejemplos como emisores de ejemplo. En tanto que receptores de ejemplos debemos cuidar quiénes constituyen nuestros ejemplos. Así pues, el contraejemplo debe hacernos actuar contrariamente a él, pero ¿cuántas veces no se alivia el propio mal proceder amparándose en el previo mal proceder de otros? De otra parte, en tanto que emisores de ejemplos, debemos comportarnos ejemplarmente porque tenemos un impacto en los otros y, en palabras de Lévinas, porque tenemos una responsabilidad absoluta con ellos.

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