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567 españoles han cambiado su apellido a «Gartzia»

Los 567 españoles que han cambiado su apellido de «García» a «Gartzia»

Muchos españoles deciden cambiar su nombre o apellido según la nacionalidad, pero no es recíproco para todo

Nada menos que 567 ciudadanos españoles han optado por llamarse «Gartzia», en vez de «García». Tomo el dato del reciente libro Medir las palabras (ed. Espasa, 2024), del catedrático y académico Pedro Álvarez de Miranda, que comenta: «Al parecer, millares de ciudadanos del País Vasco han acudido y acuden a los Registros Civiles para ‘euskaldunizar’ sus apellidos».

Algo semejante sucede ahora en Cataluña. Señalo sólo un caso curioso: uno de los líderes independentistas se ha tenido que contentar con cambiar la tilde, poniendo acento grave a su apellido, que quizá les suene: «Sànchez» (sic).

Un cambio sin causa

Los cambios lingüísticos los hacen los pueblos, no las Academias. La mayoría de las veces, esos cambios son espontáneos, no tienen una causa clara. En algunos casos, sin embargo, obedecen a criterios ideológicos que es fácil identificar. Señalo algunos.

Por mucho que se haya repetido, hay que volver a referirse a los topónimos. Los españoles no decimos que vamos a «London, Bordeaux, Köln, Antwerpen, Cape Town, Den Haag, Aachen, Great Britain, United States» por la sencilla razón de que existen sinónimos tradicionales bien arraigados: «Londres, Burdeos, Colonia, Amberes, Ciudad del Cabo, La Haya, Aquisgrán, Gran Bretaña, Estados Unidos».

Sin embargo, hablando en castellano, no seguimos ese mismo criterio cuando hablamos de «Lleida» y «Á Coruña». Se llega incluso al rótulo repetitivo «A Á Coruña». Se pregunta con ironía Pedro Álvarez de Miranda si habrá que cambiar el nombre de una calle madrileña cercana a la Castellana para llamarla «Ourense» y si habrá que llamar «ourensanos» a los nacidos en esa provincia gallega.

Cuando Mariano Rajoy dejó de ser Presidente del Gobierno, nos enteramos de que volvía a su casa de «Sangenjo». Algunos consideraron que ésta era una denominación intolerable, nacida en el franquismo: ¡había que decir «Sanxenxo»! Resulta que ya doña Emilia Pardo Bazán, en 1886, escribía «Sangenjo». Y Álvarez de Miranda ha localizado esa misma denominación en un libro del año 1747, un poco antes de Franco…

Hablando en español, nos referimos a la «Asamblea Nacional» y a la «Gendarmería» francesa (no a la «Assemblée Nationale» ni a la «Gendarmerie»). También, al «Primer Ministro» inglés y a la «Cámara de los Comunes» (no al «Prime Minister» ni a la «House of Commons»).

Sin embargo, como demostración de buena voluntad, hablamos de «la Generalitat», «el Estatut», «los Mossos d’Escuadra», «el procés», «el Govern»… Lo curioso es que no funciona así la reciprocidad. Hablando en catalán, los políticos catalanes se refieren al «Govern d’Espanya», no al «Gobierno de España».

No hay reciprocidad

Todos conocemos ese invento del «lenguaje inclusivo», utilizado escrupulosamente por nuestros políticos. La «jurista de reconocido prestigio» Carmen Calvo, que ahora ha ascendido nada menos que a Presidenta del Consejo de Estado, cuando era Vicepresidenta del Gobierno y Ministra de Igualdad pidió a la Real Academia Española un informe para cambiar el lenguaje de nuestra Constitución en ese sentido. El informe, suscrito íntegramente por todos los académicos (hombres y mujeres, por supuesto) le aclaraba algo que cualquier estudiante de lengua española debe saber: en castellano, la forma masculina incluye a hombres y mujeres. El lenguaje inclusivo es innecesario y redundante; en una Constitución, conduciría, según Pedro Álvarez de Miranda, a «una farragosidad grotesca».

Lo he comprobado al leer (¡tengo mérito!) la Constitución bolivariana de Venezuela, que sigue fielmente este postulado. Cito un par de ejemplos. Menciona a los sujetos de derechos y deberes: «Venezolano o venezolana, ciudadano o ciudadana, extranjero o extranjera, hijo o hija, electores y electoras, candidatos y candidatas, detenido o detenida, reo o rea, encubridores y encubridoras, pintores y pintoras, escritores y escritoras, compositores y compositoras, científicos y científicas, creadores y creadoras, autores y autoras».

Señala pormenorizadamente la Constitución los cargos a los que pueden optar: «Presidente o presidenta, vicepresidente o vicepresidenta, magistrado o magistrada, procurador o procuradora, defensor o defensora, diputado o diputada, gobernador o gobernadora, juez o jueza, concejales y concejalas, administradores y administradoras, dueños y dueñas, directores y directoras, fiscales o fiscalas»...

Imaginen lo que supone leer algo escrito así, a lo largo de 350 artículos y 18 disposiciones transitorias…

Éste parece ser el ideal de nuestros políticos seudoprogresistas; el más reciente, Ábalos, en su comparecencia en el Congreso: la emoción del momento no le impidió dedicar sus últimas palabras «a los magníficos diputados, a las magníficas diputadas que conforman el Grupo Parlamentario Socialista». No sé si todos ellos han apreciado ese adjetivo y el uso del lenguaje inclusivo.

Vuelvo al comienzo, a los 567 españoles que han elegido cambiar su apellido para llamarse «Gartzia». No es la primera vez, en la historia universal, que ocurren casos parecidos. A los lectores, les será fácil recordar en qué circunstancias históricas se produjeron esos cambios. Y pensar en cómo está España…