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Salvador Sánchez Povedano, Frascuelo

Los diez mandamientos de Frascuelo, el matador inmortal con el que Machado describió a España

Siempre se vanaglorió de una certeza extraordinaria: «¡A todo el que me ha cogido lo he matado!», dijo. Y era verdad

Salvador Sánchez Povedano, alias Frascuelo, granadino de Churriana de la Vega de nacimiento y madrileño de todo lo demás fue siempre mejor porque le tocó rivalizar con Lagartijo, del mismo modo que Lagartijo fue mejor porque estaba Frascuelo. Amigos ambos, se admiraron y se empujaron, como después Joselito y Belmonte y como antes Costillares y Pedro Romero.

Dicen que la primera revolución de toreo la llevaron a cabo él y su némesis, de quien dicen que dijo de él: «Afigúrate tú zi zerá bueno, cuando lo acomparan conmigo». Ya era mayorcito, 25 años (antes había sido trabajador del ferrocarril y papelista-decorador) cuando Cúchares le dio la alternativa. Desde entonces pasó 23 años toreando en loor de multitudes y dando esquinazo a la muerte sobre el ruedo de forma pasmosa luego de sucesivos y gravísimos percances, de tan milagrosa forma que de algún modo casi le obligaron, como a un dios, a escribir sus propios 10 mandamientos del toreo:

Los 10 mandamientos de frascuelo:

  • Amar a Paquiro sobre todas las coletas.
  • No jurar que vas a meterte en el morrillo de los toros para luego no arrimarte nada.
  • Santificar la fiesta española, entendiéndose que santificarla no es tirar el pego.
  • Honrar a la afición que da cuanto se le pide y más de lo que puede.
  • No matar como Rafael el Gallo.
  • No amolar tanto a los toros ni a los espectadores.
  • No hurtar las ingles a las arrancadas de los astados, ni hurtar tantos billetes como se viene haciendo.
  • No decir en los telegramas que tú estuviste colosal y tu compañero desastroso.
  • No desear la cupletista o super-tanguista de tu prójimo.
  • No codiciar el contrato del colega; ni el colchón del zapatero, del hojalatero y del tapicero, cuando el colchón va a la casa de empeños para luego no ver más que huir a los toreros de arriba, de abajo, de la derecha y de la izquierda.

Siempre se vanaglorió de una certeza extraordinaria: «¡A todo el que me ha cogido lo he matado!», dijo. Y era verdad. El famoso escritor taurino Curro Meloja habló de la «vergüenza torera» del matador que nadie superó cuando relató la corrida del «Gran pensamiento» en 1887, donde Peluquero le corneó de gravedad en el vientre y le fracturó tres costillas:

«... Estando así, Salvador se levantó, se fue hacia el bicho, le dio dos o tres pases y le mató de tan soberana estocada, que el animal rodó por la arena antes de que a Frascuelo, ya desvanecido, pudieran recogerle los mozos de la plaza». Las contrariedades de la gran figura se sucedieron desde el principio, en el aprendizaje, lo que aderezó la idea de su inmortalidad torera después de 30 cornadas finales.

Una de ellas sucedió en Chinchón en 1863. Tan mal estaba Salvador que fue acogido por un vecino del pueblo, Florentino Catalán, durante su convalecencia. Pasó en casa de «el tío Tamayo», como le llamaban, casi tres meses hasta su recuperación completa. Cuando Frascuelo se hizo rico y famoso algunos años después, compró unas tierras y un mesón y se los regaló a su cuidador.

Se retiró en 1890 y en 1898, cuando se preparaba para volver a torear en Madrid, enfermó de pulmonía después de beber un vaso de agua demasiado fría. Lo que nunca consiguieron los toros lo hizo el asta de la enfermedad que le hirió de muerte desde dentro, no desde fuera, acabando su vida una semana después, en lenta agonía, de la infección en aquella «España de charanga y pandereta,/ cerrado y sacristía,/ devota de Frascuelo y de María...» de la que escribió Machado.

Antes del desgraciado final, era tan grande su fama que, cuando pasaban en tren por Torrelodones (donde se retiró el torero) Alfonso XII y su hermana la Infanta Isabel «La Chata», siempre paraban a saludarle.