El Debate de las Ideas
Cuando el mal es explícito
Durante la Modernidad, el mal hizo esfuerzos para disfrazarse de causas nobles con el fin de seducir al gran público
Tolkien decía que «[e]l Mal no puede crear nada nuevo, solo corromper o arruinar lo que las fuerzas del Bien han inventado o construido». No obstante, el mal sí puede ser estratégico o manipulador.
Durante la Modernidad, el mal hizo esfuerzos para disfrazarse de causas nobles con el fin de seducir al gran público. Con las dosis propias de hipocresía y ceguera que siempre acompañan al mal, este no tuvo más alternativa que ser seductor, por no decir manipulador. Junto con las atrocidades de la Vendée, de la revolución cultural china o de los vuelos de la muerte argentinos, ondearon banderas de justicia social, libertad o igualdad. El hombre moderno tenía cierta conciencia del bien, y el mal se presentaba bajo la forma de atajo liberador de opresiones.
En Cartas del diablo a su sobrino, C.S. Lewis decía que «la ruta más segura al infierno es gradual». Individualismo, relativismo y desacralización han cimentado esta ruta hasta el día de hoy. Con la reivindicación del superhombre y el individualismo, nos hemos convencido de que somos, cada uno, el centro del universo. El relativismo nos ha convencido que no existe ni bien, ni mal. Con la muerte de Dios y la desacralización de lo moral, nos hemos convencido de que no hay más allá, y si lo hay, poco le importa cómo nos comportemos. En este contexto, los marcos de nuestra época permiten, en la esfera pública, un mayor margen para el mal.
Reflexionar sobre la realidad y el hombre sin considerar el bien y el mal ha sido una de las preocupaciones filosóficas de nuestro tiempo. ¿Cómo pensamos y jerarquizamos el comportamiento humano, nuestras relaciones y nuestras dependencias sin bien ni mal? Foucault, entre otros, cambia definitivamente nuestras coordenadas Si la moral es simplemente la narrativa de las estructuras de dominación, el poder en un sentido amplio es la variable explicativa del comportamiento humano. Entonces, la pregunta hoy deja de ser ¿cómo ejercemos nuestra libertad? para ser ¿cómo ampliamos nuestra libertad?
En nuestra sociedad actual, la libertad no es aquella autodeterminación de la voluntad hacia al bien, evocada por San Agustín, si no más bien, la ausencia de coacciones, incluidas, por supuesto, las coacciones morales. Volviendo a la inquietud intelectual de nuestro tiempo, la pregunta no trata sobre el buen ejercicio de nuestra libertad, si no sobre cómo superamos las coacciones a nuestra capacidad de decidir, con independencia de la decisión. ¿Habría entonces una forma correcta de ser libre? No. Si puedo gozar, ¿por qué no gozar?
La Modernidad nos prometió un hombre nuevo y liberado de autoridad. Pero romper con nuestras anteriores ataduras y sacudir lejos nuestros yugos no ha derivado en la consecución de la anhelada libertad, ni tampoco en un mundo más justo. Indudablemente, una reflexión sosegada nos permitiría percibir que hay bien y mal, y repensar nuestros actuales paradigmas. Pero en nuestra sociedad huxleyana, estamos demasiado distraídos para detenernos a pensar, demasiado estimulados para reflexionar, demasiado conectados para desconectar. Hoy, incluso ir al váter puede ser divertido.
Tenemos una sociedad que combina con maestría el mito de Narciso y la leyenda de Fausto. Y sin saber ni cómo ni cuando, los santos dejaron de ser nuestros modelos, mientras la exposición de la ostentación y la saciedad de los instintitos se han vuelto virtuosas.
En la esfera pública, el poder, el orgullo o la venganza son variables narrativas válidas y suficientes. Siempre han existido, pero nunca se habían expuesto con tan poco pudor. Es fácil que se nos ocurran fenómenos políticos actuales que usen estos términos. Los intereses geopolíticos son suficientes para justificar la guerra, la venganza suficiente para realizar masacres y la mentira ya no sorprende a nadie. El mal campa en la esfera pública más insolente que nunca. El mal ya no es seductor, no lo necesita.
En nuestro contexto, ¿quién no se siente como Frodo en medio del campo de batalla, cuando parece que toda la Tierra Media está condenada a un inevitable camino de destrucción? Y aquí, vuelvo y termino con Tolkien:
Frodo: No puedo hacer esto, Sam.
Sam: Lo sé. Todo está mal. Por derecho que ni siquiera deberíamos estar aquí. Pero estamos. Es como en las grandes historias, Sr. Frodo. Las que realmente importaban. Estaban llenas de oscuridad y peligro. Y a veces uno no quería saber el final. Porque, ¿cómo podría el final ser feliz? ¿Cómo podría el mundo volver a ser como era cuando tanto mal no había ocurrido? Pero al final, es sólo una cosa pasajera esta sombra. Aún la oscuridad debe pasar. Un nuevo día vendrá. Y cuando el sol brille, brillará más claro. Esas eran las historias que aprendimos. Eso quería decir algo, incluso si éramos demasiado pequeños para entender por qué. Pero creo, señor Frodo, que lo entiendo. Ahora lo entiendo. Los personajes en esas historias tenían un montón de posibilidades de volver atrás, sólo que no lo hicieron. Siguieron su camino. Porque estaban aferrados a algo.
Frodo: ¿A qué estamos aferrados nosotros, Sam?
Sam: A que hay algo bueno en este mundo, señor Frodo… y vale la pena luchar por ello