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Fernando Bonete Vizcaino
Anecdotario de escritores

Molière no encuentra quien le entierre

Nadie quería brindarle la extremaunción ni la inhumación. El objeto de tamaña inmisericordia fue una de sus obras cumbre, el Tartufo

Luis XIV invita a Molière a compartir su cena (1863) de Gérôme

El 17 de febrero de 1673, el dramaturgo, actor y empresario Jean-Baptiste Poquelin «Molière» representaba a Orgón en la última escena de El enfermo imaginario cuando, presa de las convulsiones debidas a su maltrecho estado de salud, es trasladado a su casa de la calle Richelieu. Allí expiró. Casi se puede decir aquello de que murió sobre el escenario. Sin embargo, en una manifestación más aunque póstuma de lo que fue su vida, no encontró descanso hasta cuatro días después de muerto.

Nadie quería brindarle ni la extremaunción ni la inhumación supuestamente correspondiente. Los sacerdotes de su parroquia se negaron. El arzobispo de París se negó. Su mujer Armanda Béjart hubo de suplicar al rey Luis XIV, quien, en una manifestación más del papel mediador que le tocó representar entre el director de teatro y ciertos sectores de la Iglesia mal avenidos hacia cualquier burla dirigida a los tipos morales execrables –los falsos devotos–, logró que fuera enterrado en campo santo el 21 de febrero, aunque de noche y con discreción.

¿Por qué tardaron tanto en darle digna sepultura? El objeto de tamaña inmisericordia fue una de sus obras cumbre, el Tartufo.

Molière probó ante la corte reunida en Versalles, en 1664, una versión inacabada de la obra para tantear los ánimos. La reacción fue inmediata: la reina madre, Ana de Austria; el arzobispo de París, Hardouin de Péréfixe de Beaumont; y el presidente del Parlamento, Guillaume de Lamoignon solicitaron al rey prohibirla, y el Tartufo estuvo condenado cinco días después de su estreno, durante casi cinco años, a ser representado en fiestas privadas, nunca en público, bajo pena de excomunión.

Aunque pueda parecer lo contrario, Luis XIV estaba de parte del dramaturgo. Prueba de ello fue el nombramiento de Molière como titular de la sala de teatro del Palacio Real, la pensión anual de 6.000 libras que le asignó, y el propio nombre de su compañía, nada menos que «La Compañía del Rey». Sin embargo, las relaciones Iglesia-Estado en aquella Francia finisecular –como en todas las Francias finiseculares, véase lo que ocurrió un siglo después– eran extremadamente delicadas, y los equilibrios de poder debían garantizarse con concesiones «mediáticas».

No es que Molière fuera anticlerical; tampoco era el más católico de su tiempo. En la teoría era creyente; en la práctica, solo con sus pecados y un poco a su manera –los escenarios, las amantes, ya se sabe, el mundo del teatro–. Pero era sensible a la fe: bautizó a sus hijos, fue padrino de otros, mandó llamar a un sacerdote en sus últimos momentos.

Sea como fuere, tal y como comprobamos con Flaubert –otro francés y otra obra censurada– lo prohibido incrementa la atracción, y para cuando se estrenó el Tartufo en febrero de 1669 la obra fue un éxito apabullante, batiendo récords de taquilla durante meses. Se siguió representando con Luis XV, en la Francia de la Revolución –cambiando la figura del rey por la ley–, con Napoleón, en la Restauración, y aun más de cuatrocientos años después.