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Klaus Mäkelä y la Orquesta de París, 9 de Septiembre de 2022

Klaus Mäkelä y la Orquesta de París, 9 de Septiembre de 2022

El edadismo llega a la dirección de orquestas

El finés Klaus Mäkelä suma a los 28 años la titularidad de hasta cuatro de los más importantes conjuntos del mundo, el último, la Sinfónica de Chicago

Cuando en 2015 Gustavo Dudamel dirigió La Bohème de Puccini, por primera vez, no lo hizo en el Teatro Teresa Carreño de Caracas. Aquel debut con una de las obras maestras de todo el repertorio operístico se produjo en La Scala de Milán, nada menos. Durante los primeros ensayos de orquesta en el Piermarini, al alzarse el telón justo para iniciar el segundo acto, el entonces aún joven director venezolano levantó su cabeza de la partitura y contemplando el enorme trasiego de personas sobre el escenario se interrogó en voz alta: «¿Y en este punto hay siempre tanta gente?».

La anécdota me la refirió, en su momento, una de las sopranos protagonistas de esa misma producción, por lo que no pongo en duda que aquello ocurriese así (más allá de los dardos, afilados como certero estilete, que a menudo suelen dispensarse privadamente los miembros de una profesión en la que, como decía la gran Magda Olivero, «lo único bueno sólo suele ocurrir en escena» ). Si Dudamel no conocía la producción de Franco Zeffirelli que Karajan ya había estrenado en La Scala, en 1967 (cuarenta años antes), es aquí lo de menos. Lo auténticamente relevante resulta que, a un director de orquesta de 34 años, sin apenas bagaje lírico, se le confiara el debut en una de las principales obras del gran Puccini, precisamente en La Scala, pese a no haberla rodado antes en otros lugares para no pensar que, en ese caso concreto, la casa se estaba comenzando por el tejado.

Desde luego, eso en tiempos de Herbert von Karajan, o del legendario Victor de Sabata, uno de los más recordados directores musicales del coliseo milanés (allí grabó la «Tosca» con Maria Callas considerada como la mejor grabación operística del siglo XX), no era lo habitual.

En otros tiempos, se exigía experiencia

A veces llegar a actuar en uno de estos templos era una cuestión de suerte (como casi tantas veces ocurre en la vida), pero el afortunado tenía que haber acreditado antes un currículo, una cierta experiencia contrastable que solía haberse forjado cual legionario en humildes plazas. Es cierto que el propio Karajan dirigió con 29 años Tristán e Isolda en la Ópera de Viena, pero solo después de haberse trabajado un sólido repertorio en destinos menores como el Stadtheater de Ulm, donde debió ocuparse durante varios años de numerosas representaciones hasta convertirse, más adelante, en el responsable del Teatro de Aquisgrán, para proseguir su entrenamiento.

Karajan dirigió con 29 años Tristán e Isolda en la Ópera de Viena

Lo habitual era pasar un periodo de galeras, que en algunas ocasiones podía dilatarse más de la cuenta, y luego si la flauta sonaba ya, entonces sí, en determinadas oportunidades se producía el ansiado ascenso a la primera división casi siempre por méritos propios, con los deberes ya hechos.

Klaus Mäkelä, el aclamado nuevo prodigio

En cambio, en los últimos tiempos, quizá por influencia del edadismo, se asiste al encumbramiento, a veces de un modo decididamente prematuro, de ciertas figuras cada vez más jóvenes entre los directores de orquesta, dispuestas a copar las principales posiciones de orquestas que, en el pasado, habían confiado sus destinos a personalidades más asentadas. La moda quizá comenzase con Dudamel o incluso antes, a partir del «descubrimiento» de Daniel Harding, encumbrado como un extraordinario bruckneriano de veinte años cuando aún vivía Stanislaw Skrowaczewski, cuyas proverbiales versiones del organista de San Florián poseían una hondura jamás ni imaginada por el entonces (aún ahora, después de muerto, Skro podría dispensarle algunas lecciones a través de sus discos) pipiolo británico.

Pero la tendencia parece haber prosperado, y estos días cobra particular relevancia en la figura del aclamado finés Klaus Mäkelä, que a sus 28 años va acumulando cargos casi como Koldo, el orondo y sapientísimo colaborador del otrora ministro Ábalos. Ni siquiera ha llegado a la treintena y ya ostenta hasta cuatro relevantes titularidades: la Filarmónica de Oslo –que dicho así parece una cosa del montón, pero posee un extraordinario prestigio desde los tiempos allí del gran Mariss Jansons–; la Orquesta de París, que ha resucitado coincidiendo con la inauguración de la flamante Philarmonie, el nuevo auditorio de la capital gala; la Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam, para algunos la mejor del mundo, y ahora acaba de heredar de Riccardo Muti la Sinfónica de Chicago, cuyo mito se labró bajo la férrea guía, sobre todo, del «halcón» Fritz Reiner, un auténtico alquimista del sonido, y luego de sir Georg Solti, al que muchos añoraban en la ciudad ventosa hasta el desembarco allí del maestro italiano.

El controvertido relevo de Riccardo Muti

Cumplidos los 80, y pese a estar bien activo y como siempre hecho un pincel, a Muti le llegó el tiempo del adiós. Su salida de Chicago (aunque seguirá vinculado a la orquesta, colaborando en futuros conciertos), se celebró con la Misa solemnis de Beethoven. El napolitano nunca con anterioridad en su prestigiosa carrera había dirigido una de las obras más trascendentes surgidas del genio beethoveniano.

En varias entrevistas, durante esos días, declaró que habían tenido que transcurrir casi 50 años de estudio profundo de la partitura para «atreverse» finalmente con ella. El problema no era técnico (Muti describió muy bien, en un discurso pleno de ironía y humor que aún circula por las redes, lo poquito que se precisa para hacer que una orquesta suene), sino todo lo demás, lo auténticamente relevante: dar sentido a lo que ocurre entre una nota y la siguiente, desvelar el poder oculto de lo inefable.

Muti estaba lanzándole otro de esos dardos (este envenado) a su heredero en el trono norteamericano

En realidad, lo que ahora descubrimos es que Muti estaba lanzándole otro de esos dardos (este envenado) a su heredero en el trono norteamericano (Chicago encabeza allí el top de las orquestas). Algo se venía intuyendo ya: los responsables de su conjunto no le habían pedido consejo, pero él alertaba enigmáticamente contra los experimentos juveniles, esos directores que se agitan como juncos, poniendo cara de extravío, sin la debida madurez y consistencia.

Mäkelä, de 28 años, había «osado» dirigir la Missa solemnis, pese a su bisoñez, con otro de los conjuntos de su vistosa colección (hay quien prefiere juntar Ferraris), la Filarmónica de Oslo. No hay que ser un lince para entender que Muti, que durante sus primeros años pasó mucho tiempo en Florencia, ciudad de Maquiavelo, estaba enviándole un directo recado a su adorada Chicago Symphony con aquellas afirmaciones.

¿Es para tanto la aclamada figura de la dirección?

¿Estará preparado Mäkelä para asumir tantos y tan variados retos importantes? Lo normal será que vaya desprendiéndose de los puestos menos vistosos, aunque dividir el tiempo entre París, Chicago y Amsterdam, para un joven sofisticado, atractivo y con posibles, resultará sin duda una elección complicada (sin desdeñar Oslo). Y en todos estos sitios parecen estar encantados con él, sobre todo por una cuestión fundamental: su creciente fama representa un imán para la taquilla, y hoy la tarea fundamental de cualquier orquesta es lograr que los huecos que se observan en las salas (todavía atribuidos a la Covid, un mantra ya insostenible) puedan volver a cubrirse cuanto antes por el bien de todos (pero mayormente de quienes aún no hayan descubierto la gran música).

Sobre las virtudes del mozo, ¿es tan fiero el león como lo pintan? Personalmente, he decir que me resulta un poco cargante, desde luego se le ven las costuras de largo. Posee un discurso bien articulado, parece culto (aunque no creo que, como Karajan, prescribiera a la soprano protagonista de La Bohème la lectura de La montaña mágica) y se apoya en referencias oportunas (últimamente se confiesa fan del histórico Otto Klemperer).

Además se ve a leguas que se ha trabajado la cuidada pose en el espejo, tras horas y horas de ensayos, aunque él atribuye todos los méritos sobre su estilo a los consejos que recibió, en su día, durante las clases de Jorma Panula, el infatigable creador del «milagro finés», la enorme y cualificada cantera de buenos directores surgidos en ese país.

Toda voluntad que se obstina continuamente en alcanzar y hacer posible lo imposible, logra en el arte y en la vida un irresistible poderStefan ZweigEscritor y biógrafo

A mí, personalmente, me resulta en ocasiones demasiado afectado, epidérmico (aunque pretenda lo contrario, a ratos parece fingido) y algo empalagoso (como su celebrada «Patética» de Chaicovski con las huestes parisinas). Pero estoy dispuesto a dar mi brazo a torcer en cualquier momento. Sobre todo porque el tiempo cura los excesos de juventud, y a él, desde luego no le faltan mimbres de partida para cuajar en un excelente músico, cuando domine un poco ese ego que tanto alimentan sus aduladores y se consagre por entero a aquello que decía Stefan Zweig a propósito de Toscanini (aunque a él no le guste el director italiano, otra razón más para ganarse la condena eterna de Muti): «Toda voluntad que se obstina continuamente en alcanzar y hacer posible lo imposible, logra en el arte y en la vida un irresistible poder». Otra clase de poder.

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