Del Día de la Tauromaquia al día de Feijóo con brindis de Perera y con permiso de De Justo
Un gallego en Las Ventas es casi como un americano en París. Y ese fue el efecto: suave como el baile de Gene Kelly. Humilde, ligero, simpático, incluso encantador en su poca afición apoyada en el bastón de Gonzalo Caballero
Era el día de Feijóo en Las Ventas. Había dicho que iría y allí se plantó «por la libertad y la cultura». Fue un poco como si viniera Mr, Marshall, esa sensación tan española. Casi se podía oír: «Americanos, os recibimos con alegría/olé mi mare, olé mi suegra y olé mi tía», mientras el líder del Partido Popular hacía su entrada a la plaza en loor de taurinos. No era baladí el asunto: la Plaza de Toros más importante del mundo convertida en el centro de la españolidad más orgullosa.
Un gallego en Las Ventas es casi como un americano en París. Y ese fue el efecto: suave como el baile de Gene Kelly. Humilde, ligero, simpático, incluso encantador en su poca afición apoyada en el bastón de Gonzalo Caballero, el matador sentado a su izquierda que le contó los detalles de la Fiesta. Desde el principio pareció que había elegido el jefe de la Oposición un día perfecto no precisamente para el pez plátano, sino para ir a los toros. A portagayola recibió Perera al primero y casi también a Feijóo.
La impresión tuvo que ser buena porque lo fue para todos los tendidos. Y estuvo bien el extremeño, sacando olés de los fuertes, de los corales, como también De Justo, que salió arrollador con el capote, garboso, brioso. La lidia fue casi perfecta, debió de decirle Caballero al protagonista de la tarde, pero en la muleta dejó de serlo. Aún aguardaba el brindis que le tenía reservado Perera en el cuarto de la tarde. Todo el público en pie, hasta los del 6 al otro lado, por ver si oían lo que le decía Miguel Ángel. Le agradeció, subido al estribo, que estuviera allí para apoyar la tauromaquia, y luego se bajó y le lanzó la montera de espaldas.
Honor sublime que reflejaban los rostros arrobados a su alrededor y que se correspondió con una faena seria, de mérito e inteligencia a la que el presidente de la plaza negó la oreja de forma incomprensible, ante el lógico y esperado enfado de la concurrencia que se lo hizo notar a la autoridad (¿sería del PSOE?) hasta que el feo se olvidó con una vuelta al ruedo tan serena y despaciosa como había sido el tercio anterior.
Entonces fue cuando llegó lo mejor en el ruedo. El público taurino es tan fantástico como los niños, capaz y capaces y de pasar de la risa al llanto en un instante. Los tendidos pasaron de abuchear al picador de De Justo a aplaudirle por una actuación sobresaliente de la que nadie supo ver el preludio. La impaciencia también es cosa de niños taurinos, así que Emilio de Justo se fue otra vez a brindar a los medios haciendo aspavientos como de allá voy. La emoción ya no cesó y es posible que a Feijóo le llegara también, incluso sin la ayuda de los asesores.
No era difícil emocionarse con los muletazos del cacereño al que le pasaban silbando los pitones y nada más pasar se le volvían como aprovechando que no se le veían cuando el torero doblaba la tela. En una de esas le cogió y hubo susto. Caída regulera y luego atacado y atropellado en el suelo. Por suerte no hubo herida, y ya deszapatillado comprendió que tenía que echarle la muleta hacia fuera para que el toro se diese un garbeo y entrase despejado al trapo con una profundidad de vértigo.
Además de por los vestidos y por el tiempo que puede arruinarla, una corrida puede ser como una boda también por la comida. Pero esta vez ni las bandejas se movían. Un ¡Viva España! a destiempo despistó al matador. «Cállate g...» gritaron varios al unísono. Había jaleo en todas partes. Una mujer mantenía un airado monólogo indescifrable por los territorios del 7 con timbre de villa, charlatanería en los tendidos y emoción en la arena. Menú completo para Feijóo, que observó la cumbre del toreo alcanzada por De Justo, roto, vendido, maestro de la genuflexión en todos los tercios, como un penitente que hizo el silencio impresionante apuntando con su espada hasta el estoconazo que fue mejor que ganar unas elecciones.