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Anecdotario de escritores-Fernando Bonete Vizcaino

Juan Rulfo y su tío Celerino

Rulfo no resolvió el interrogante de su sequía literaria, generando a su vez otros peores que trajeron de cabeza a los críticos y periodistas durante al menos cinco años: ¿quién era el tío Celerino? ¿Existió siquiera?

Juan Rulfo

Hay escritores que han escrito decenas de libros y cuyo recuerdo y nombre desaparecerán con el tiempo. Luego hay otros cuya obra completa no llega a las mil páginas y han pasado a la historia. Fue el caso de Kafka, el de John Kennedy Toole, y también el del mexicano Juan Rulfo.

La obra del escritor, guionista y fotógrafo en lo que a ficción se refiere –sin contar unos relatos difíciles de reunir– se reduce, y queda feo utilizar este verbo para la grandeza de un obra que permite desentrañar los más hondos e inquietantes enigmas acerca de la condición humana, a tres novelas, y breves: El llano en llamas (1953), Pedro Páramo (1955) y El gallo de oro (1980).

Ya se ve que entre la publicación de la segunda y de la tercera hay una diferencia de 25 años, si bien El gallo de oro fue escrita, en realidad, en la década de los cincuenta, y solo editada en 1980. Quiere decirse que a partir de 1955 y hasta el día de su muerte en 1986, Juan Rulfo no escribió literatura destinada a ser publicada –cine sí–. ¿Por qué? Se lo estuvieron preguntando durante años y harto por la insistencia llegó por fin la respuesta. Fue en 1974, en un encuentro con estudiantes de la Universidad Central de Venezuela que sembró más incógnitas de las que resolvió:

"Yo tenía un tío que se llamaba Celerino. Un borracho. Y siempre que íbamos del pueblo a su casa o de su casa al rancho que tenía él, me iba platicando historias. Y no sólo iba a titular los cuentos de El llano en llamas como los Cuentos del tío Celerino, sino que dejé de escribir el día que se murió. Por eso me preguntan mucho por qué no escribo: pues porque se me murió el tío Celerino que era el que me platicaba todo… Pero era muy mentiroso. Todo lo que me dijo eran puras mentiras, y, entonces, naturalmente, lo que escribí eran puras mentiras. Algunas de las cosas que me platicó él fueron precisamente sobre la guerra de los Cristeros, el bandolerismo, la miseria que él había vivido… Pero no era tan pobre el tío Celerino.

Él, debido a que era un hombre respetable, según dijo el arzobispo de allá por su rumbo, fue nombrado para confirmar niños, de pueblo en pueblo. Porque ésas eran tierras peligrosas y los sacerdotes tenían miedo de ir por allí. Yo le acompañaba muchas veces al tío Celerino. A cada lugar donde llegábamos había que confirmar a un niño y luego cobraba por confirmarlo. Toda esa historia no la he escrito, pero algún día quizá lo haga. Es interesante cómo nos fuimos rancheando, de pueblo en pueblo, confirmando criaturas, dándoles la bendición de Dios y esas cosas, ¿no? Y él era ateo, además".

El remedio fue peor que la enfermedad. Como veremos, Rulfo no resolvió el interrogante de su sequía literaria, generando a su vez otros peores que trajeron de cabeza a los críticos y periodistas durante al menos cinco años: ¿quién era el tío Celerino? ¿Existió siquiera? En 1979, en una entrevista con el periodista Ernesto González Bermejo se aclaró casi todo:

En Caracas estuve en la Universidad Central de Venezuela ante mil quinientos estudiantes con la condición de que hicieran preguntas previas. Y lo que respondí fue una serie de mentiras. Inventé que había un personaje que me contaba a mí los cuentos y que yo los escribía y que cuando ese personaje se murió yo dejé de escribir cuentos porque ya no tenía quién me los contara.

Se inventó la figura de Celerino, vale, pero quizá sí tuvo un confidente… Dicen fuentes cercanas al escritor que pudo ser Justa Cisneros, sirvienta de la familia, o su tío Luis Pérez Rulfo, si nos empeñamos en que fuera su tío. Nunca lo sabremos con certeza, y por eso convendría adherirse a las palabras de su hijo Juan Carlos: «El tío Celerino es México y la realidad que él vivía».

En cuanto a la razón por la que dejó de escribir para publicar, quizá fue todo mucho más prosaico de lo que esperamos: obsesión por el perfeccionamiento que acaba en frustración; miedo a defraudar tras la excelencia alcanzada con Pedro Páramo... Su mujer siempre dijo que Rulfo pasaba toda la noche escribiendo y que por la mañana aparecía todo roto.