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Gabriel Albiac

Carta de un viejo catedrático a los últimos huérfanos de Europa

Europa, eso que fue antes de que la UE fuese, Europa ha consumado ese deseo. Huérfanos suyos, somos. Eso no tiene cura

Mayo de 1968 en ParísJacques Marie / AFP

Te recuerdo, querido hermano en la añoranza de aquella Europa que perdimos mucho antes de haber siquiera soñado poseerla. Te recuerdo, llegando a nuestra maloliente Facultad de Filosofía en la Complutense. Bajo el brazo, apretada como un tesoro, tu bella edición en Pléiade de Paul Valéry. Y, en ella, el texto que yo no conocía y que a ti te había dejado en vela y casi noqueado a lo largo de la noche precedente. Dormíamos muy poco en aquel tiempo. Teníamos diecisiete años, había demasiados libros por leer, y nosotros habíamos decidido leerlos todos. Me tradujiste pasajes enteros de aquel La crisis del espíritu del año 1919. En una librería muy especializada, que ahora, por supuesto, ya no existe, me di el lujazo de adquirir la misma edición, la de 1957, en el volumen primero de las Obras Completas. En perezosas tertulias de cafés en torno a la Complutense primero, más tarde, epistolarmente, cuando cada uno andaba allá por donde el destino lo llevó para ganarse discretamente la vida, las palabras de Valéry acababan siempre interfiriendo cualquier exceso de nuestras fantasías legendarias.

El domingo pasado, ya muy tarde, cuando los resultados de las elecciones europeas eran inexorables, eché mano de aquel mismo volumen. Página 988: «Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales». Mueren ellas. Moriste tú, que me diste a leer, por primera vez, ese axioma primordial de nuestras vidas, sin el cual no hubiéramos podido hacer casi ninguna de las apuestas excesivas que fueron lo único que de esas vidas valió la pena. No tengo, desde luego, ya la capacidad física de pasar toda una noche en vela releyendo un libro. Pero fueron, sí, unas cuantas horas. Las que son necesarias para aceptar, después del bofetón indisimulable de los hechos y las urnas, que «toda la tierra visible se ha vuelto ceniza y que esa ceniza significa algo». Y que, sorteando el mundo calcinado, la biblioteca nos deja percibir, «a través del espesor de la historia, los fantasmas de los navíos inmensos que estuvieron cargados con la riqueza del espíritu». Pero no hay ya riqueza.

En el cegador espejismo de mediados los sesenta, tratamos desesperadamente de rastrear los pecios arrumbados de aquellos inmensos barcos cargados de saberes. Y recorrimos Europa, con la devoción con la que pudieron hacerlo los primeros hombres del Renacimiento, un Poggio Bracciolini por ejemplo, a la busca del tesoro de saberes clásicos que clausuradas abadías habían blindado en celestiales bibliotecas, durante siglos inaccesibles. Éramos jóvenes y pobres. Nuestra Europa la construimos con la paciencia del autoestopista y el ascetismo de las noches en salas de espera de ferrocarril, envueltos en zarrapastrosos sacos de camping. Uno salía con dirección prevista. Y acababa por llegar a cualquier sitio. ¡Qué más daba! En cualquier capital europea ibas a dar con los mismos de tu edad, con idéntico espejismo de estar pisando el umbral de un mundo nuevo: de París a Praga, de Londres a Milán o Belgrado, todos hablábamos la misma lengua. Aunque nuestros idiomas fueran disparatadamente babélicos, aunque, bajo las engañosas concordancias generacionales, el germen de la dispersión más loca hubiera debido sernos evidente. No lo era.

La Europa del ayer

Llamábamos Europa al barullo glorioso del Londres de la primera mitad de los sesenta: al rock and roll que, al cabo de más de medio siglo, iba a ser lo único que nos quedase de aquellos años de angélicas esperanzas. A los Beatles, a los Stones, a Burdon y sus primeros Animals. Llamábamos Europa al milagro de una primavera en París, tras la cual nada, en ningún lugar del mundo, pudo volver a ser lo mismo. Al menos, para quienes teníamos 18 años en aquel imprevisto 1968. Los más jóvenes, por supuesto, no lo saben. Puede que incluso lo odien. Pero sus vidas son lo que son hoy, porque hubo aquello. No necesitan ni siquiera leer –ya sé que eso es hoy casi imposible–; les basta con echar una ojeada a los documentales de los años precedentes, para hacerse una idea aproximada de toda la grisura que hubo antes de aquello. Y de toda la intolerancia. De eso se libraron.

Los Beatles en 1963

Pero Europa era infinitamente vulnerable. Tanto cuanto aquel Valéry de 1919 lo había, con tanta inteligencia, sugerido. Por los mismos años que él, Sigmund Freud, desde Viena, venía diseccionado la pulsión suicida que, tras la horrible matanza de las trincheras, pesaba como un espectro sobre la conciencia del Viejo Continente. «Nadie puede decir quién estará muerto mañana o quién vivo en literatura, en filosofía, en estética. Nadie sabe qué ideas ni qué modos de expresión quedarán inscritos sobre la lista de bajas, ni qué novedades serán proclamadas». Hoy, claro está, sabemos esos cuáles de los que Paul Valéry no podía ni sospechar la sombra: los atroces totalitarismos en Alemania, en Rusia, en Italia… Y una nueva guerra, infinitamente más exterminadora que aquella a la que los hombres de entreguerras juzgaron irrepetible. Europa era un Titanic malherido, al cual nadie iba ya a salvar de su deseo de irse a pique. En el salón de baile, la música seguía sonando, pero «la oscilación del navío había sido tan violenta que hasta sus lámparas mejor ancladas cayeron al suelo».

Nosotros, mi querido y ausente amigo, vivimos, de punta a punta, eso que ahora los sociólogos –triste especie– llaman «los treinta gloriosos»: o sea, ese tiempo de ascenso, cultural, como económico, gozoso como estético, que se extiende en toda Europa desde el plan Marshall hasta la primera crisis del petróleo. Los más locos «años veinte», pero en muchísimo más loco aún y muchísimo más divertido, y muchísimo mejor en todo. Tuvimos la suerte de tener 18 en el 68. Pero también la suerte hay que pagarla. Y después de la fiesta –que aquí llegó con un decenio de retraso– fue preciso hacer frente a la resaca. No hay lo uno sin lo otro. A esa resaca seguimos llamando Europa. Aunque ahora su retrato se parezca más a un Lucien Freud que a un lisérgico colocón de Woodstock.

De Europa a la UE

A Europa la ha sustituido la UE. Un invento burocrático admirablemente hábil. La UE proporciona balneario con sueldo apoteósico a aquellos políticos europeos a quienes sus colegas consideran ya «res derelicta», vejestorios que no sirven para nada, pero a los que hay que mantener contentos porque saben demasiado. La UE proporciona sueldos monumentales y exentos de impuestos a varios batallones de jóvenes funcionarios sin función, algunos de los cuales hasta logran convencerse de que están salvando el mundo. Como si no fuera ya lo bastante admirable salvarse opíparamente a sí mismos.

Y esa máquina de oficinistas con caspa de gran lujo y residencia en Bruelas y Estrasburgo ha consumado aquella pulsión de suicidio que Freud y Valéry vaticinaban hace un siglo. La Sibila de Petronio respondía a los mastuerzos que la acosaban, vocingleros: «¿Qué deseas, Sibila?» –«Morir, morir deseo». Europa, eso que fue antes de que la UE fuese, Europa ha consumado ese deseo. Huérfanos suyos, somos. Eso no tiene cura.

Algunos recordamos. Dentro de poco, ya no habrá esos algunos.