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08 de septiembre de 2024

Josef Pieper

Josef PieperCEU

El Debate de las Ideas

El cofre del tesoro: las memorias de Pieper

Son textos escritos durante diferentes momentos de la vida de Pieper y, por ello mismo, aunque hay una sola voz narrativa, con su propia e inconfundible personalidad, los enfoques diversos

El célebre filósofo Josef Pieper (1904-1997) publicó a lo largo de su vida tres libros de memorias. El primero, Lo que aún nadie sabía, recoge los años que van desde 1904 a 1945. A continuación, en Todavía no acabó el día, Pieper pasa revista a su vida entre 1945 y 1964. Por último, Una historia sin final, transcurre entre 1964 y 1984. Traducidos al español, han sido publicados recientemente por Ediciones Cristiandad en un solo tomo, que agrupa los tres libros originales bajo el título Escritos autobiográficos.

Son textos escritos durante diferentes momentos de la vida de Pieper y, por ello mismo, aunque hay una sola voz narrativa, con su propia e inconfundible personalidad, los enfoques diversos. Hay periodos en los que la vida universitaria y cultural alemana cobra gran protagonismo, con abundante detalle, en otros son los viajes que Pieper hace a lo largo y ancho del mundo los que adquieren mayor protagonismo, Por último, la deriva de la Iglesia, especialmente en Alemania, durante el posconcilio, ocupa no pocas de las páginas del periodo final.

Rescatamos aquí algunos de sus más jugosos pasajes:

[Durante un encuentro en Rothenfels, en agosto de 1924, tras una conferencia de Romano Guardini titulada «Sobre el espíritu clásico»] De golpe pude poner también en palabras claras lo que vislumbraba confusamente: “Todo deber ser se funda en el ser; el bien es lo conforme a la realidad. Quien quiere conocer y hacer el bien, tiene que dirigir su mirada al mundo objetivo del ser, no a la propia «intención», ni a la «conciencia», ni a los «valores», ni a «ideales» y «modelos» establecidos por uno mismo. Tiene que prescindir de su propio acto y mirar a la realidad.

[Tras un debate entre Ernst Cassirer y Martin Heidegger] Lo que me sorprendió, y también me chocó en Heidegger, en ese entonces de apenas cuarenta años y ya con los destellos de la primera fama, fue su abierta hosquedad, su disgusto transformado en espectáculo y la absolutamente notoria ausencia de cualquier clase de humor.

Nunca se me pasó por la cabeza ver en Adolf Hitler al Anticristo en persona; me parecía que no tenía suficiente estatura para eso. Pero ante lo que sucedía frente a mis ojos, se me hacía cada vez más comprensible que el último periodo de la historia humana, en lugar de estar caracterizado por la victoria de la razón o del bien, podría tener posiblemente la forma de un pseudo-orden mantenido mediante un ejercicio del poder en el que todo lo puramente técnico funcionaría sin contratiempos, pero que sería simultáneamente la encarnación de la extrema injusticia.

[A raíz de una visita a Toledo en 1952] Pocas veces hemos vivido un día de fiesta que reuniera de manera tan visiblemente convincente todos los elementos de lo festivo como ese día toledano del Corpus: la ciudad entera era un único salón de fiestas con sus calles rebosantes de tiendas y las fachadas de las casas adornadas con tapices; los matorrales de romeros y de lavanda que cubrían el adoquín de las calles hacían correr su aroma con tanta más fuerza cuanto más circulaba la gente por ellas.

[Durante el Congreso Mundial del Mouvement International des Intellectuels Catholiques, organizado por Pax Romana en Canadá el año 1952] A mí me designaron chairman de una sección que debía ocuparse del problema «Universidad e investigación de la verdad»… al final, los dos secretarios que tenía asignados, jesuitas los dos, me pusieron delante un texto, evidentemente ya redactado con anterioridad, que bien poco tenía que ver con la discusión que habíamos tenido realmente, pero que debía presentarse, sin embargo, como resultado de nuestro trabajo en la conferencia general de cierre del congreso. Hubo una protesta tan decidida que la prefabricada «resolución» desapareció bien pronto en el portafolio de su redactor.

[En 1962] La Unión de Bibliotecas norteamericana había montado una exposición especial sobre el rol de la computadora para el mundo de los libros bajo el lema «Ya nada será olvidado». El asunto me interesaba, naturalmente, y no pude contenerme de preguntar qué habría de esperar si pidiera a la Sra. Computadora un índice bibliográfico sobre el tema de «la fiesta». ¡Le mencionaría tres mil, o quizás hasta diez mil títulos! Por supuesto, no conseguí que estos tecnócratas comprendieran que eso no me serviría para nada, porque no sería siquiera capaz de verificar qué escritos me serían útiles y cuáles no, y que en el fondo tendría que emplear, igual que antes, mi propio olfato.

En la constitución conciliar sobre la liturgia, se lee: «la Iglesia considera el canto gregoriano como el canto propio de la liturgia romana». ¿Pero dónde se lo puede aún escuchar y cantar realmente?… Al oír los cantos que antaño todo el mundo conocía, no sin dolor y vergüenza se da cuenta uno de la superficialidad con que el cristianismo católico ha echado por la borda esos tesoros inconmensurables y quizás los haya perdido ya de manera irrecuperable.

hay además otro aspecto, pocas veces mencionado, que es necesario considerar. Me refiero al carácter irrevocablemente sagrado de la lengua litúrgica. Sacralidad significa una diferenciación y un ser distinto en comparación con la llana normalidad, que con toda razón determina la cotidianidad de los hombres. Sacralidad significa expresamente una delimitación frente a la trivialidad habitual de la vida diaria…. En la liturgia, la palabra no es un mero medio de comprensión, sino «al mismo tiempo mysterium». Es por lo tanto no solo una falta de gusto, sino un disparate opuesto a la esencia de la liturgia, saludar al comenzar la celebración de la misa a gente que al ingresar en una iglesia se ha persignado con agua bendita y venerado al Santísimo con una genuflexión, entrando así en «otro» ámbito del mundo, un ámbito «sagrado», deseándole «muy buenas tardes» o, como una locutora de televisión, dándole un «cordial saludo».

En ningún país europeo, además de España, sería imaginable un monumento como el Valle de los Caídos, con el que el régimen de Franco erigió un muy respetable memorial, admirable en su concepción… más decisiva que la perfección técnica me parece la idea que materializa. Por más cálculo político que haya entrado en juego, sigue siendo un grandioso pensamiento, impregnado del espíritu de reconciliación, que estén enterrados allí los caídos durante la guerra civil, cualquiera sea el lado en el que hubieran peleado, bajo una cruz que domina ampliamente el paisaje, cerca de las imágenes de todas las vírgenes propias de España y bajo la custodia de monjes benedictinos. Cuando en mi primera visita, sin previo aviso por así decirlo, oí entonar a esos niños que entraban en larga procesión ante los monjes, el requiem aeternam en gregoriano, que no había vuelto a oír desde hacía casi diez años, en la misa de exequias para nuestro hijo Thomas, olvidé y rechacé al instante todo dilema político.

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