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08 de septiembre de 2024

Recién nacido

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El Debate de las Ideas

¿Por qué ya no tenemos hijos?

Las causas del hundimiento de la natalidad en las sociedades más ricas de la Historia no son económicas sino morales y culturales

Desde hace algunos años crece, afortunadamente, el número de personas preocupadas por la supervivencia de España. Pero si les preguntamos qué tipo de desaparición del país están temiendo, encontraremos que la inmensa mayoría se refieren al peligro separatista, o bien a una gradual entrega de soberanía a un impreciso «globalismo». Poquísimos tienen presente la muerte nacional más literal: que España se desvanezca por extinción física de los españoles.

Y, sin embargo, el envejecimiento de la población conducente a medio plazo a la insostenibilidad socio-económica y a largo a la simple desaparición (o, quizás, sustitución por gentes de otros continentes) es, no ya una posibilidad, sino un proceso bastante adelantado. La tasa de fecundidad española cayó por debajo del reemplazo generacional ya en 1981; desde entonces, ha continuado hundiéndose –con un breve e insuficiente repunte en los primeros años del siglo– hasta los abisales 1’15 hijos por mujer que tenemos hoy. En la actualidad hay en España 3’5 millones menos personas en la franja de 20 a 39 años de edad (la etapa en que se tienen hijos) que hace solo dos décadas; no es que esos veinteañeros y treintañeros hayan muerto, es que no llegaron a ser engendrados. La pirámide de edades exhibe ya una pavorosa dentellada en su mitad inferior. Somos un país de cuarentones y cincuentones (los tramos etarios más numerosos de nuestra pirámide) que pronto lo será de sexagenerios y septuagenarios. No sabemos quién sostendrá a esa enorme masa de jubilados. No lo harán los inmigrantes, por las razones que explica Alejandro Macarrón en el otro artículo.

Según algunos demógrafos, ya no habría solución. Son los que hablan de la «low fertility trap», un umbral matemático –según algunos, los 1’5 hijos/mujer– por debajo del cual se genera una inercia ya imparable de reducción del número de mujeres en edad fértil. Wolfgang Lutz, Vegard Skirbekk y Rita Testa (The Low Fertility Trap Hypothesis: Forces That May Lead to Further Postponement and Fewer Births in Europe) lo explican así: «La distribución por edades de una población ejerce una influencia independiente sobre el número de nacimientos […]; [una influencia] que no depende de la tasa de fecundidad de ese período, sino que es consecuencia de las tasas de fecundidad, mortalidad y migración del pasado. Esta inercia puede ser fuertemente reductora en el caso de un pasado reciente de fecundidad muy baja que haya modificado la estructura de edades de la población hasta tal punto que cada vez menos mujeres llegarán a la edad reproductiva y, por tanto, el número de nacimientos descenderá, incluso en el supuesto hipotético de que la fecundidad per cápita volviese a subir hasta el nivel de reemplazo generacional [2’1]».

Quizás ya no haya solución… o quizás sí. Un pueblo con sentido de la dignidad no debe desaparecer sin luchar antes por su supervivencia. Luchamos contra el invasor musulmán o el francés; ¿no lo haremos contra el espectro del suicidio demográfico? La recuperación de una tasa de fecundidad superior al reemplazo generacional –que compense las largas décadas de infranatalidad– debería ser la primera prioridad nacional.

Pero estamos lejísimos de esa gran movilización por la salvación demográfica. El CIS pregunta regularmente a los españoles acerca de los que consideran principales problemas del país: la infranatalidad no aparece jamás entre sus inquietudes. Y, entre los pocos que abordan la cuestión, la explicación más socorrida es atribuir la falta de nacimientos al precio de la vivienda, los bajos sueldos o la precariedad laboral.

La excusa socioeconómica es un gran autoengaño. La nuestra es la España más próspera de la Historia. Si no tenemos hijos a causa de la «pobreza», ¿cómo hicieron nuestros padres y abuelos para tener casi el triple –la tasa de fecundidad a mediados de los 60 rozaba los tres hijos por mujer– con una renta varias veces inferior? Si la causa es la precariedad, ¿cómo es que los funcionarios, con puestos vitalicios, tienen tan pocos hijos como los demás? Si nosotros, en el decil de países más ricos del mundo, no podemos permitirnos tener niños, ¿cómo hacen los africanos para tener cuatro o cinco veces más? ¿Qué nivel de renta necesitaríamos para podérnoslo permitir? ¿Quizás el de Luxemburgo, el país más rico de la UE? Pero allí la fecundidad es apenas superior a la nuestra: 1’3 hijos por mujer.

¿O se deberá la dimisión genésica a «la falta de ayudas»? Pero nuestros abuelos engendraban sin necesidad de ellas. Y las tasas de fecundidad de los Estados del Bienestar más dadivosos del mundo (escandinavos, Alemania, Austria…) son solo ligeramente superiores a la nuestra, quedándose todas muy por debajo del nivel de reemplazo.

Nos enfrentamos a un hecho sin precedentes en la historia de la humanidad: la renuncia de la especie a perpetuarse. El instinto colectivo de conservación no había fallado nunca: ni en la Europa de la Peste Negra, ni en la de las invasiones bárbaras, ni en ninguna catástrofe de la que haya registros. En plena Guerra Civil, los españoles tenían el doble de hijos que en la actualidad. En plena hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, los europeos seguían reproduciéndose suficientemente (el baby boom comenzó, no después, sino ya durante la guerra).

Las causas del hundimiento de la natalidad en las sociedades más ricas de la Historia no son económicas sino morales y culturales. La cosmovisión implícita en el Occidente excristiano es el individualismo presentista-hedonista: Carpe diem!, agarra el instante, el mañana no existe, debes exprimir la vida aquí y ahora. Añádase a ello la libertad amorosa infinita –legado de 1968– incompatible con lazos conyugales irreversibles. Hipotecarse con vínculos familiares eternos no es buena idea. Los occidentales ya no quieren casarse ni tener hijos; el hundimiento de la nupcialidad (que se ha desplomado un 40 % en 25 años en España) es paralelo al de la natalidad. El individuo-rey es incapaz de comprometerse definitivamente con nadie.

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Pero tomar conciencia de estas causas -morales, que no económico-materiales- implicaría revisar la propia escala de valores y estilo de vida. Es más cómodo desplazar la responsabilidad a chivos expiatorios externos: «la crisis», «la pobreza, “las élites», Soros, «el globalismo»… Mi experiencia como portavoz de Reto Demográfico –del Grupo Parlamentario Vox– en el Congreso de los Diputados resultó desalentadora. Nuestras propuestas sobre medidas de concienciación e incentivación procreativa se estrellaban invariablemente contra un muro de prejuicios. «¡Deje usted en paz a las mujeres!», me repetían los portavoces de la izquierda. Incentivar la natalidad equivalía, para ellos, a desear que las mujeres queden recluidas en el gineceo. Y es que el feminismo, ciertamente, es otra de las causas culturales del hundimiento de la natalidad. Una vez alcanzados sus iniciales objetivos razonables de igualdad de los sexos ante la ley, se convirtió desde Simone de Beauvoir en una ideología tóxica que concebía la maternidad como servidumbre biológica de la mujer. En la maternidad «la individualidad de la hembra es combatida por el interés de la especie: ella aparece [en el embarazo] como poseída por potencias ajenas, alienada», escribió –en El segundo sexo– la madre (con perdón) del feminismo de segunda ola.

El imprescindible renacimiento demográfico resultará inviable si no revisamos el dogma progresista del non-jugdgmentalism, la incuestionabilidad de la «vida privada» (o sea, amoroso-familiar): «Nadie tiene que meterse en la vida de nadie, mientras no lesione derechos de otros»; «lo que cada cual haga en la esfera privada le concierne exclusivamente a él». No, en realidad nos concierne a todos: el resultado público de la yuxtaposición de millones de decisiones privadas de no matrimonio y no reproducción es una sociedad demográficamente insostenible. Y eso no significa que haya que implantar una dictadura natalicia al estilo de El cuento de la criada. Entre la coacción y la indiferencia, existe la vía razonable de la incentivación de lo bueno (y es bueno que se formen familias y nazcan niños, ¿no?). Esa incentivación apenas existe en la actualidad en España. El tratamiento fiscal de la paternidad es apenas favorable. No existe promoción alguna del matrimonio (al contrario, se ha tendido a equiparar el tratamiento legal de la pareja casada con el de la pareja de hecho, más volátil y menos fecunda). En las escuelas y medios de comunicación no se inculcan los valores de paternidad y estabilidad familiar, sino los del feminismo, el individualismo hedonista y la inacabable liberación sexual.

El marco iusfilosófico de un Estado natalista debe ser el «perfeccionismo», es decir, la doctrina según la cual el Derecho y el Estado pueden jugar un papel en la promoción del bien moral: no mediante su imposición coactiva (pues no hay mérito moral en hacer lo que a uno le imponen), pero sí mediante su popularización e incentivación. El Estado moralmente neutral no existe: a través de sus leyes y políticas, los gobernantes siempre están enviando mensajes morales de aprobación o desaprobación. Por ejemplo, un Derecho de familia que permita el divorcio unilateral sin causa grave está trivializando el matrimonio y enseñando que el valor supremo es la libertad amorosa individual, no la unidad familiar; un Derecho que proteja fuertemente el vínculo está enviando el mensaje contrario. Un Derecho que penalice el aborto está transmitiendo el mensaje antropológico-moral de que todo ser humano, con independencia de su tamaño o grado de vulnerabilidad, es sagrado; uno que permite el aborto libre está enseñando que la dignidad humana no es intrínseca, sino dependiente de las capacidades poseídas (por cierto, uno de cada cinco embarazos termina en España en aborto: su legalización es uno de los factores que más ha contribuido a nuestro suicidio demográfico). «La ley enseña», el Estado contribuye a conformar una u otra atmósfera moral.

O un renacimiento moral-familiar-demográfico que nos saque del hoyo o un lento descenso hacia la pobreza y la africanización de Europa. Es el dilema que tendremos que resolver en las próximas décadas.

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