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01 de julio de 2024

Michael Polanyi

Michael Polanyi

El Debate de las Ideas

Diagnosticando el desastre

En opinión de Polanyi, destruimos Europa porque quedamos fascinados por una ciencia pervertida. Su poder crítico alimentó nuestra indignación, arrastrándonos hacia el nihilismo moral y político

¿Por qué destruimos Europa? Es el llamativo título elegido por Michael Polanyi para un ensayo de 1970 que repasa las conflagraciones que consumieron Europa entre 1914 y 1945. (El ensayo puede encontrarse en Society, Economics & Philosophy, un volumen póstumo de artículos seleccionados de Polanyi). La respuesta breve es ésta: «un feroz escepticismo moral inflamado por la indignación moral».

El escepticismo surge del impulso crítico del pensamiento moderno. Ya en el siglo XVII los filósofos juzgaban irracionales los modos de pensamiento y las pautas de vida heredados. Descartes comparó el saber tradicional de su época con una ciudad medieval, con sus callejuelas retorcidas y sus casas construidas aquí y allá sin un plan coherente. Reformarla era imposible. Era mejor arrasar la ciudad y empezar de nuevo, esta vez construyendo de acuerdo con la razón.

La hostilidad al statu quo aumentó en los siglos XVIII y XIX. Rousseau consideraba la sociedad de la que era contemporáneo como una mezquina conspiración contra nuestra humanidad. Jeremy Bentham formuló la filosofía del utilitarismo, que considera inadecuadas todas las leyes, tradiciones y costumbres existentes. Todo debe ser demolido y reconstruido de acuerdo con una única máxima moral, el mayor bien para el mayor número.

Esto es lo que Polanyi entiende por un «feroz escepticismo moral»: todo lo que heredamos es culpable hasta que se demuestre su inocencia ante el tribunal de la intachable naturaleza, la razón pura y la ciencia objetiva. Polanyi señala una característica permanente de este enfoque: concede prestigio moral a la indignación, la protesta y la revolución. La sociedad es un pozo negro de irracionalidad e injusticia. Ninguna acción está fuera de lugar siempre que elimine los graves males que acechan a la sociedad.

Durante los siglos XVIII y XIX la indignación moral estuvo al servicio de una visión optimista del futuro. Los reformadores pasaron de la crítica mordaz al statu quo a los relatos esperanzados sobre la nueva sociedad que la razón y la ciencia iban a alumbrar. Una vez liberados de la ignorancia y la superstición, los mejores impulsos de nuestra naturaleza iban a tomar el control. El pasado podría estar lleno de crueldad y oscuridad, pero el futuro traería dulzura y luz.

Polanyi fue profesor de química, disciplina que le hizo plenamente consciente de la forma en que la ciencia puede moldear nuestra imaginación metafísica. Las explicaciones científicas son reduccionistas. Se basan en la suposición de que las fuerzas motrices del universo son impersonales e indiferentes a las preocupaciones humanas sobre el sentido y la moralidad.

En consecuencia, el optimismo racionalista del progresismo decimonónico estaba condenado al fracaso. Los reformistas insistían en que, una vez completada la necesaria demolición de nuestro sistema social, la ciencia serviría como instrumento de reconstrucción social. Pero la ciencia no ofrece sabiduría moral. La ciencia analiza, no guía ni inspira. El positivista francés Auguste Comte lo reconoció y por eso inventó una nueva religión, la Religión de la Humanidad, para ocupar el lugar del cristianismo en su esquema utópico. La razón destruye pero no gobierna, sino que surge una nueva mistificación. En el siglo XX se le dio un nombre no muy bonito: «propaganda».

Polanyi llama a esta dinámica «inversión moral». El celo de la modernidad por la crítica científica destruye las tradiciones morales de Occidente. Estas técnicas críticas desenmascaran fácilmente esas tradiciones que se supone que no tienen justificación alguna, pero eso es todo. Lo que no pueden hacer es crear nuevos fundamentos. En el vacío resultante surge una pseudociencia moralista.

Karl Marx ofrece un ejemplo particularmente claro. Su cientificismo reduccionista es completo. Mientras escribía su biografía, Isaiah Berlin se dedicó a investigar los manuscritos de Marx. Berlin observó que el filósofo comunista escribía en los manifiestos socialistas de su época tachando enérgicamente las referencias a los derechos y las declaraciones que apelaban a los principios de justicia. En los márgenes escribía feroces comentarios denunciando estos términos morales como ideología burguesa.

La hostilidad al lenguaje moral surgió del reduccionismo cientifista de Marx. Como estipula en el prefacio de Contribución a la crítica de la economía política, «no es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino que, por el contrario, es su ser social lo que determina su conciencia». Las condiciones económicas determinan lo que creemos, incluidas nuestras creencias sobre el bien y el mal. A medida que la historia avanza, la verdad moral también cambia de acuerdo a ella.

En sí misma, reducir la moralidad a las condiciones económicas lleva a la conclusión de que no existen verdades trascendentes por las que juzgar ésta o cualquier otra sociedad. Marx resuelve el problema del relativismo presumiendo de haber descubierto una ciencia objetiva de la historia. Esta ciencia pretende poder demostrar el triunfo inevitable del proletariado y la inauguración del fin de la historia, que colmaría los anhelos de nuestra humanidad. De este modo, el marxismo no condena el capitalismo por motivos morales sino que dice estar al servicio de la necesidad «objetiva» de derrocar el capitalismo para dar paso a la verdad «objetiva» del comunismo. Como observa Polanyi, «una ideología así satisface simultáneamente las exigencias de objetividad científica y los ideales de justicia social al interpretar al hombre y la historia en términos de poder y beneficio, al tiempo que inyecta en esta realidad materialista la pasión mesiánica por una sociedad libre y justa». La «ciencia» de la crítica destruye todos los principios morales e ideales políticos vigentes. Su lugar es ocupado por nuevos imperativos. Pero estos no son morales, sino «científicos». Expresan las «leyes de la historia», tan implacablemente inamovibles como la ley de la gravedad.

El resultado es el nihilismo moral. Escépticos acerca de la justicia de la situación actual, los «progresistas» no dan cuartel al statu quo. Debe ser destruido sin contemplaciones. Quienes detentan el poder en el orden burgués no hacen más que enmascarar sus privilegios hablando de «ideales». Los agentes del cambio, por lo tanto, deben tener las ideas claras. Deben ejercer el poder para destruir al poder. Polanyi señala que tal actitud proporciona una «justificación moral de la violencia como el único modo honesto de acción política». Lenin nunca disimuló esta lógica. En una ocasión afirmó: «La moral es lo que sirve para destruir la vieja sociedad explotadora». Crímenes, asesinatos en masa, torturas… son medios justificados por las exigencias de la «necesidad histórica».

Polanyi señala que el nazismo se diferenciaba del comunismo a la hora de establecer cuál es la fuerza motriz de la historia. En lugar de buscarla en las relaciones económicas, el nazismo brota de una filosofía neorromántica de «sangre y tierra». Pero el resultado es similar. Al igual que los comunistas, los nazis se burlaban de los principios liberales por considerarlos débiles y corrompidos, y abrazaban la violencia como el modo justo de rechazar los preceptos morales que limitan la acción humana. La inmoralidad se convierte así en una moral superior. (Nietzsche se expresa a menudo de este modo). La transgresión dio origen a «lo nuevo», el anhelado futuro que haría realidad la grandeza interior del individuo (Nietzsche e innumerables artistas bohemios y aspirantes a individualistas), o de la humanidad (comunismo), o del pueblo alemán (nazismo).

La palabra «nihilismo» puede tener distintos significados. En un sentido filosófico estricto denota la negación de la existencia real: el mundo se funda en el caos, el sinsentido y el vacío. En un sentido moral y político, el «nihilismo» se refiere a una mentalidad que no se limita a rechazar todas las normas y valores como falsos y sin fundamento, sino que pretende destruir su papel e influencia en la sociedad. En contraste con el escepticismo y el epicureísmo antiguos, que aconsejaban una aceptación serena de lo que nos rodea, el nihilismo moral y político provoca una inclinación a mostrarse airados y resueltos a aniquilar. Así, el surrealista francés de principios del siglo XX, André Breton describió su movimiento (que se hace eco del radicalismo ruso del siglo anterior) del modo siguiente: «Estábamos poseídos por una voluntad de subversión total».

En opinión de Polanyi, destruimos Europa porque quedamos fascinados por una ciencia pervertida. Su poder crítico alimentó nuestra indignación, arrastrándonos hacia el nihilismo moral y político. Nos engañamos a nosotros mismos imaginando una ciencia salvadora (el comunismo) o una misión purificadora (el nazismo y otros movimientos). La esperanza se transmutó en creencia en una «necesidad» redentora inmune al examen crítico: la Historia, el Pueblo, la Sangre, la Voluntad. Pero no puede haber ciencia salvadora. Ni tampoco hay misiones purificadoras. Los hombres pecadores sólo pueden ser sujetados por la disciplina moral. La sociedad sólo puede gobernarse humanamente mediante juicios morales sopesados. Al haber aniquilado el pasado, que es el manantial de la sabiduría, Occidente no sólo perdió sus defensas contra los bárbaros internos. Peor aún, generó nuevos y tremendamente destructivos bárbaros, «bohemios armados», como los llama Polanyi. Armados de indignación moral e imbuidos de una urgencia que no tolera restricciones morales, provocaron cataclismos y desastres.

El hecho de que estemos volviendo a hacerlo no me deja dormir.

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