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01 de julio de 2024

Montaje de Yolanda Díaz, Santiago Abascal, Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo

Montaje de Yolanda Díaz, Santiago Abascal, Pedro Sánchez y Alberto Núñez FeijóoPaula Andrade

El Debate de las Ideas

Democracia y progreso, dos mitos de la Modernidad en la España de partidos

Habermas apunta que la crítica neoconservadora de la posmodernidad es errada cuando se desentiende del proyecto moderno que los ilustrados encarnan

Pensar el arte y lo estético permite revisar nuestros presupuestos filosóficos y sus implicaciones políticas. Por ello, en el texto La modernidad, un proyecto inacabado, Habermas nos obliga a reflexionar en torno al proyecto de la modernidad ilustrada y, trasladado a la política, comprender análogamente los problemas que ha engendrado la Ilustración. Entre estos problemas se encuentran dos mitos que reflejan algunas paradojas y falacias de esa modernidad ilustrada. A saber, los mitos de la democracia y el progreso. En España estos dos mitos son utilizados de forma incorrecta, adrede o por ignorancia, alejando el foco de los problemas políticos fundamentales –la libertad política, la representatividad, etc.– y centrándolo hacia cortinas de humo que no permiten cambiar el estado de las cosas.

En su texto, Habermas apunta que la crítica neoconservadora de la posmodernidad es errada cuando se desentiende del proyecto moderno que los ilustrados encarnan. Además, asocia los problemas de la posmodernidad a la vertiente capitalista de la modernidad. Pero en ello se equivoca, pues el subjetivismo posmoderno exacerbado es heredero de la modernidad antropocéntrica, en la que el sujeto se encuentra cerrado sobre sí mismo –ya sea por la vía racionalista o empirista– y se erige con pretensión de absoluto. Por otra parte, asimismo, el optimismo ingenuo del que peca toda concepción progresista ya se ha visto contrariado por la disonancia entre progreso material –científico, técnico– y progreso moral –sea personal o social– que expusieron las monstruosas guerras del s. XX.

En una traslación, los modernos preceptos de la crítica, la autonomía y la especialización que Habermas reivindica como ilustrado pilar, no son sino la legitimación de una disociación entre moral y política. Igual que en el ámbito estético la modernidad ilustrada ha llevado a comprender el arte como autónomo –que encuentra en sí mismo su propio fin; es decir, el arte por el arte, no por la verdad o la belleza–, sucede también una traslación análoga en la política. La modernidad ilustrada se construye desde una serie de sesgos e inexactitudes históricas, que denuestan la tradición por defecto, sustituyen el saber por el cientificismo o esconden en su positivismo un fervor por los dogmas seculares. No se pueden comprender ni la Edad Moderna ni nuestra realidad contemporánea si se cree que los supuestos éxitos de cierto tiempo histórico nacen de la voluntad los ilustrados.

Los derechos del hombre no son ni invención ni fruto de una declaración, igual que la sociedad tampoco nace de un contrato social. En términos históricos, las declaraciones pudieron ser desarrollo o reflejo de una concepción –la de persona– previamente afirmada por el cristianismo y con antecedentes intelectuales e históricos. Por ejemplo, la doctrina de los derechos naturales de los escolásticos y el desarrollo del Derecho de gentes, o el Derecho de asilo en la cristiandad como pre-derecho fundamental. Así, igual que la modernidad en el plano metafísico y epistemológico sustituye el Absoluto, bien por la razón, bien por la voluntad –es decir, el hombre sustituye a Dios por sí mismo–, en el plano político también provoca una traslación semejante. La política no es ya algo que obedece a la razón y que requiere de una voluntad adecuada al discernimiento de lo bueno y lo justo –que se alcanza por medio de la virtud–. Al contrario, la política queda reducida al ejercicio de una voluntad que utiliza la razón exclusivamente para legitimarse, justificarse o complacerse. En este sentido, el contractualismo sea rousseauniano, lockeano o hobbesiano, siempre acaba justificando un nuevo absoluto, el Estado; demostrando que, acabando con las monarquías, los ilustrados no pretendían acabar verdaderamente con el absolutismo, sino sustituirlo. Pues, propiamente, el Estado absoluto –absuelto de la Justicia, de un Derecho independiente o alternativo a aquel que produce el mismo Estado– es en lo que consiste el proyecto ilustrado.

El progreso político se comprende como proceso hacia un fin, inevitable o no. Esta idea de progreso, sin embargo, es propia de la ciencia –hipotética-deductiva, en la que hay avances, descubrimientos, etc.–, no de la política. Pues, si bien se puede interpretar cierto progreso hacia un fin presupuesto, el enfoque positivista o exclusivamente normativo, que acompaña frecuentemente a la idea de progresismo político, lleva de forma lamentable a confundir legalidad con moralidad. Atribuyendo, además, veracidad –de acuerdo con la justicia– en proposiciones que no lo son necesariamente. Por ejemplo, ocurre así cuando se afirma que el progreso –sea lo que sea eso– depende de la democracia, o también, que ser más democrático es progresar más. En términos técnicos- científicos, entendemos que pueda hablarse de progreso, sin embargo, en términos políticos, ¿cómo se mide? ¿Depende el progreso de una sociedad de la consolidación arbitraria y subjetiva del Derecho, concibiendo democracia como el reflejo de ese arbitrio y voluntad? ¿Se mide el progreso en función de cuán democrático sea un Estado? ¿Qué es entonces esa democracia? ¿Todo cuanto realiza una democracia en sí misma es Derecho por el mero hecho de así desearlo o imponerlo? ¿Guarda entonces relación el Derecho con los principios universales de la Justicia?

La modernidad ilustrada refleja la paradoja –o imposibilidad– de la democracia material, que bien explica Dalmacio Negro. La democracia material como poder de todos o la mayoría, es algo imposible cuando se comprende que siempre quien manda es un oligarca que se constituye desde una oligarquía –o simplemente una oligarquía, cuyos miembros se comportan normalmente de forma anárquica–. La igualdad material es imposible porque siempre hay gobernantes y gobernados; y por ende una desigualdad elemental. En este sentido, tan solo puede haber igualdad formal y cierta representatividad. Las modernas ideas de soberanía nacional o popular no son sino la justificación abstracta de la subordinación de una clase sobre otra, de unas personas sobre otras. Entonces, siendo que todo poder es oligárquico, pues requiere de otros para mantenerse, la virtud en política residiría, entre otras cosas, en reconocer la naturaleza humana y prevenirnos de ella – evitar el abuso en el ejercicio del poder–. La democracia, pues, no sería el mejor sistema, sino, en todo caso, uno entre otros o el menos malo. La democracia solo tiene sentido si incluye una representatividad concreta, no transubstanciada en una soberanía tan abstracta como inalcanzable. La representatividad, de este modo, no es sino un mecanismo corrector que permite la variedad, la alternancia, etc. Pero que, de hecho, constata también que siempre gobiernan algunos y no todos.

Así, la democracia es propiamente una oligarquía. Aunque formalmente proponga una igualdad, se constituye desde una desigualdad material insalvable en el momento en que existen gobernantes y gobernados. Ahora bien, esto no es necesariamente negativo, simplemente existe, es y difícilmente puede ser de otro modo. Por tanto, que la democracia no sea sino una oligarquía refleja precisamente aquello que las doctrinas del progresismo y el democratismo ideológico pretenden ocultar. No todos pueden tener el poder, la soberanía popular o nacional, en cierto modo, son una quimera. La ventaja de la democracia, no como ideología –reduccionismo o totalización de un concepto; en el caso de la democracia, de la igualdad— sino como una forma de gobierno, permite la alternancia o los contrapesos en el poder. Sin embargo, aunque pueden darse, estos no operan necesariamente en una democracia. Más bien, la mayoría de las denominadas democracias, como la española, no lo son sino en apariencia. Pues no hay propiamente representatividad, tampoco igualdad formal, independencia o contrapeso en los poderes, etc.

La idea de democracia, igual que la idea de progreso, incurre en el problema del consenso. A saber, que democracia y progreso son lo consensuado, lo establecido o lo que se impone. No obstante, si por mucho que todos consensuáramos la veracidad de la existencia de los unicornios ello no implicaría su existencia real, tampoco el normativismo, el positivismo jurídico, o la democracia en sí misma, implica necesaria relación con el Bien o la Justicia. Más bien, con frecuencia, la democracia incurre en los mismos problemas que cualquier otra forma de gobierno, si es que no los fomenta. Esto es, la proliferación de los idiotas políticos –del griego idiotes, el que solo se ocupa de sí mismo– que no saben como tal, sino que cuanto saben es exclusivamente para sí mismos, pues no encuentran en la política mayor fin que saciar su propio interés o adecuar el mundo a su propia medida. Hannah Arendt, en torno a la banalidad de mal, o lo que reflejan los idiotas políticos y su actuar, permite comprender en cierto modo la relación entre el mal y la estupidez. Sobre A. Eichmann dice Arendt que «siempre decía lo mismo con las mismas palabras. Cuanto más lo escuchábamos, más nos dábamos cuenta de que su incapacidad para expresarse estaba íntimamente ligada a su incapacidad para pensar, en particular para pensar desde el punto de vista de los demás».

En un inicio, la secularizada modernidad rinde culto a la diosa razón. Actualmente, como péndulo que oscila de un extremo a otro, la posmodernidad practica una religión que observa la emoción o el sentimiento. En ambos casos, se trata de un culto al hombre, –al antrhopos– ídolo moderno y sujeto vuelto sobre sí mismo, ya sea en su vertiente racionalista o emotivista. Por ello, de nuevo, Habermas erra al pensar que el problema radica en que no se ha completado el legado de la Ilustración. Pues, paradójicamente, ese legado no es sino, a la vez, un aparente extremo opuesto que envuelve la otra cara de una misma moneda. La modernidad conduce a los problemas de la idealización de la democracia y a la utilización vacua de la categoría de progreso. En realidad, con ello tan solo se está designando lo presente, existente o impuesto por cierta voluntad. El mito de la democracia, además, se construye sobre un optimismo ingenuo o equivocado. A saber, el deseo o la realización de una democracia perfecta que realmente no puede ser cumplida. No se puede erradicar la corrupción por completo, ni tampoco mantener el poder de forma indefinida. La modernidad, en su confianza en el progreso, asume un cierto milenarismo que poco o nada tiene que ver con la realidad.

La oligarquía de la partidocracia española es fiel reflejo de esa idiotez política que no permite ver los verdaderos retos, problemas y necesidades de la comunidad. Los partidos políticos son o están llenos de idiotas, porque en lugar de buscar el bien de su comunidad buscan la pervivencia de sus partidos –problemas de representatividad, ley electoral, pensiones, deuda pública y un largo etc.–. Así, el problema de España es que no comprende verdaderamente en qué consiste no solo la democracia, sino también la política misma. Una política desentendida de la virtud, o de cualquier praxis que implique un compromiso vital y existencial, está abocada a reducirse a una lucha de intereses contrapuestos. La idiotez política queda representada en un Estado de partidos que, en tanto que no obedece a un principio de representatividad, aboca a toda una comunidad a la voluntad arbitraria de representantes que no representan –pues no han sido elegidos, sino refrendados– y que buscan, como dicho, exclusivamente su propio bien.

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