Epicuro, el griego que puso en jaque a Dios
El problema del mal ha sido uno de los argumentos más utilizados para poner en duda la divinidad
A la muerte de Aristóteles surgieron en Grecia multitud de escuelas filosóficas que, de una u otra forma, se centraron en la búsqueda de la felicidad. Este periodo nos dejó figuras como Diógenes y corrientes como el estoicismo, tan de moda en nuestros días.
El primero de ellos, a medio camino entre la realidad y la leyenda, consideraba que la plenitud se podía alcanzar viviendo al margen de las convenciones sociales, pobre y libre de cualquier atadura. Los estoicos, por su parte, defienden el autocontrol y la serenidad como vía. Al margen de unos y otros surge la propuesta de Epicuro de Samos, hombre que puso el foco en el placer.
A grandes rasgos, el epicureísmo apuesta por huir del sufrimiento y establecer el placer como fin natural de nuestras elecciones. En uno de los escasos fragmentos del filósofo que han llegado a nuestros días se advierte que la clave está en «calcular» a sabiendas de que «todo placer es por naturaleza un bien, pero no todo placer ha de ser aceptado» en caso de que de él se siga «una molestia mayor».
Epicuro señala que el camino hacia la felicidad deja a su espalda el dolor y también el temor a la influencia de cualquier divinidad. Es en este punto en el que se establece la famosa paradoja que ha conseguido poner en jaque a Dios durante siglos.
Como ha ocurrido muchas otras veces a lo largo de la historia, la autoría de esta argumentación se atribuye al filósofo de Samos, pero la fuente original no se conserva. Sin embargo, ya los primeros pensadores cristianos centraron buena parte de sus esfuerzos intelectuales en responder al hombre que dudó de que Dios, o la divinidad, fuese omnipotente y bueno.
Aunque la formulación puede presentarse con algunas variaciones, en líneas generales se establece del siguiente modo y tiene como punto central la existencia del mal en el mundo:
«¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?»
Aunque a lo largo de los siglos también se ha entendido así, más que un argumento contra la propia existencia de Dios, la paradoja de Epicuro establece la duda sobre su bondad o su capacidad de influencia en el mundo. Más de 2.000 años después no es extraño seguir escuchando opiniones que van por el mismo camino y que se preguntan por la divinidad cuando suceden hechos terribles. La frase «¿cómo Dios permite esto?» resume y simplifica a la perfección esta idea.
El problema del mal inaugurado con Epicuro ha sido uno de los pilares más comunes de la historia para negar la existencia de Dios. Así, ya los primeros pensadores cristianos trataron de buscar una solución racional a la cuestiones planteada por el filósofo griego (una paradoja expuesta antes de Cristo y, por lo tanto, ajena a la propia religión cristiana).
De entre todas las respuestas, algunas incluso contradictorias entre sí, podemos centrarnos en la de san Agustín, figura fundamental de la patrística. La suya pivota en un concepto esencial para entender la filosofía cristiana: el libre albedrío.
En primer lugar, Agustín de Hipona afronta el problema del mal distinguiendo dos tipos: el moral y el físico. Podemos entender el mal físico como el dolor, la enfermedad o la propia muerte. Para el santo, este mal es la ausencia de bien y, por lo tanto, no tiene existencia propia. Así, el mal implica un «no ser» y a Dios solo se le atribuye la creación del «ser», por lo que no se puede decir que provenga de Él.
Después, el mal moral, algo ejercido por los seres humanos y, en consecuencia, responsabilidad suya. Aparece aquí el libre albedrío. Dios ofrece a los hombres la posibilidad de elegir y pone por encima esa libertad a las consecuencias que puedan derivar de ella. «Si el hombre careciese del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse que el bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y en premiar las buenas acciones?», explicará el propio san Agustín.