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Miguel Pérez Pichel
Miguel Pérez Pichel

La fealdad en el arte ha llegado para quedarse y la solución no es volver al dórico, jónico y corintio

¿Podemos comparar las fugas de Bach, las óperas de Mozart, las sinfonías de Beethoven o los caprichos de Paganini con los Sex Pistols?

Actualizada 04:30

Un momento de la ceremonia de clausura de los Juegos de París 2024

Un momento de la ceremonia de clausura de los Juegos de París 2024EFE

Históricamente, la búsqueda de la belleza ha sido un objetivo inherente a la naturaleza humana. Alcanzar la belleza había sido (el pretérito pluscuamperfecto es adrede) el fin del arte, pero también de la filosofía o, incluso, de la religión.

De la religión, porque la búsqueda de la belleza es la búsqueda de la verdad, y ¿qué es la Verdad, sino Dios Creador? —«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», anunciaría Jesús de Nazaret, como recoge el Evangelio según San Juan—. De esa sencilla ecuación procede la plasmación de la belleza en el arte.

¿Por qué nos parecen bellas las primeras expresiones artísticas en las cuevas prehistóricas —Altamira, por poner un ejemplo— pese a su tosquedad? Ni siquiera eran pinturas con finalidad artística o decorativa, sino con fines religiosos o rituales. Pero nos resultan bellas —más allá de su valor arqueológico— porque son la expresión de la búsqueda de la verdad por parte del hombre prehistórico.

Incluso las ciencias pueden ser bellas en su búsqueda de la verdad, y es que en la verdad pueden confluir, cuando son honestas, arte, ciencia, filosofía y religión. El mismo Papa Francisco afirmó que «tanto la ciencia como la fe, para un creyente, tienen la misma matriz en la Verdad absoluta de Dios».

En ese sentido, ¿es bella la teoría de la relatividad general formulada por un ateo como era Einstein, o la hipótesis del átomo primigenio (el Big Bang) propuesta por el sacerdote católico Georges Lemaître? Evidentemente que sí.

En honor a la belleza y a la verdad explotó el arte en todo su esplendor y en todas sus expresiones —escultura, pintura, arquitectura, literatura— en la Antigüedad greco-latina, se volvió mística hasta alcanzar el cielo en la Edad Media, miró al hombre en el Renacimiento —¿es el David de Miguel Ángel la mayor obra de arte de la historia?—, inició su camino hacia nuevas propuestas en el barroco, abrió las puertas la modernidad (gran paradoja) en el neoclasicismo y romanticismo y se entregó de lleno a las vanguardias a finales del siglo XIX y a lo largo del XX.

Porque, incluso las propuestas más extremas del cubismo de Picasso, del expresionismo abstracto de Pollock, del desgarrador surrealismo de Francis Bacon son de una belleza incomparable, porque lo que reside tras esa obsesión por la vanguardia no es otra cosa que la verdad.

¿Podemos comparar las fugas de Bach, las óperas de Mozart, las sinfonías de Beethoven o los caprichos de Paganini con Led Zeppelin, Nirvana, los Ramones o los Sex Pistols?

Será un debate que causará más de un resquemor en los puristas, pero lo cierto es que sí se pueden comparar, porque, a su manera y a pesar de su nihilismo estético, el punk de los Sex Pistols tiene el mismo objetivo que Mozart: la búsqueda de la belleza.

El drama de nuestro tiempo es que la humanidad —o al menos una gran parte de ella, arrastrada por parte de sus élites— ha renunciado, en gran medida, a la búsqueda de la verdad y, por lo tanto, de la belleza.

¿Por qué la inauguración y clausura de los Juegos Olímpicos de París de este verano han resultado un auténtico monumento al despropósito y a la fealdad? Porque eran espectáculos completamente vacíos, no tenían ningún objetivo, más allá de humillar a los cristianos con una parodia queer de la Última Cena de Da Vinci.

Es el nihilismo aplicado al arte como sustituto de la verdad. ¿El resultado?: un adefesio absurdo, perfectamente simbolizado por el diablo dorado sobre el que pivotó la ceremonia de clausura de los Juegos y que nadie sabe muy bien qué era ni para qué lo incluyeron en la ceremonia.

Un resultado que se promueve, sin embargo, desde las élites que dominan la política y la cultura, sobre todo en el ámbito occidental, pues resulta útil para el aborregamiento de las masas y, por lo tanto, su control y manipulación para perpetuar sus privilegios y su poder.

Hay reductos que todavía resisten y, de vez en cuando, el mundo se sorprende con alguna expresión artística sobresaliente que ilumina, aunque sea brevemente, los intelectos abotargados. Pero, en general, la fealdad en el arte ha llegado para quedarse, al menos, por un tiempo.

En ese sentido, se ha creado un falso debate entre modernidad y tradición, entre vanguardia y clasicismo.

Como reacción al despropósito de las expresiones artísticas —y de otros ámbitos de la expresión cultural y civilizacional— se reclama una vuelta a los criterios clásicos que permitieron construir el Partenón, el Coliseo o las catedrales góticas.

Sin embargo, las veces que se ha tratado de repetir en el siglo XXI los parámetros clásicos que en el siglo I eran modernos han dado como resultado un desastre kitsch que poco ayuda a solucionar el problema. Véase, por ejemplo, la construcción neoclásica del centro administrativo de Skopje, capital de Macedonia del Norte.

Para que el arte, la cultura y, en definitiva, la civilización humana, recuperen su sentido y su dirección correcta, solo se necesita recuperar la belleza, la verdad, como objetivo, y luego la creatividad humana dará como resultado nuevas obras maestras sin necesidad de volver al dórico, jónico y corintio.

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