El Debate de las Ideas
El matrimonio como privilegio
La superioridad funcional de la familia estable —medida desde los beneficios para los hijos— es tan evidente que no necesitaría demostración: dos es más que uno; en una pareja casada, el marido y la mujer suman sus ingresos, energía emocional, tiempo y habilidades respectivas en la crianza de sus hijos
En el año 1975 nacieron en España 670.000 niños; en 2023, aunque la población había pasado de 35 a 47 millones, vinieron al mundo 322.000, menos de la mitad. Pero hoy no vamos a hablar del hundimiento de la natalidad, sino de si beneficia o no a los (últimos) niños que sus padres estén casados. En la numerosa cohorte del 75, solo un 2 % de los nuevos españolitos nacieron fuera del matrimonio; en la escuálida de 2023, el porcentaje fue del 51 %. Esta explosión de lo que antes se llamaba 'ilegitimidad' no suscita el menor debate: si acaso, se la celebra más o menos explícitamente como un síntoma de modernidad.
En Estados Unidos, el porcentaje de nacimientos fuera del matrimonio subió desde un 5 % en 1960 a un 47 % en 2019, evolución parecida a la de España y casi todo Occidente. Pero allí sí hay científicos sociales que consideran esto un grave problema. El libro de Melissa S. Kearney The Two-Parent Privilege (que tiene un subtítulo militante: How Americans Stopped Getting Married and Started Falling Behind) comienza reivindicando la legitimidad de un debate sobre la cuestión. Pues también en Estados Unidos —aunque no tanto como en España— se van instalando falacias como que ponderar las ventajas (en lo que se refiere a los resultados para los hijos) de determinadas formas de familia implicaría «juzgar las decisiones de la gente sobre sus propias vidas», o que demostrar los beneficios que gozan los niños que se crían con padres casados equivale a «culpar a la víctima» (las madres solteras, por ejemplo).
La originalidad del libro de Kearney —profesora de Economía en la Universidad de Maryland— estriba en que enfoca la cuestión desde una óptica «izquierdista» de preocupación por la desigualdad social. En Estados Unidos se habla mucho de «dualización social», de «América de dos velocidades», pero casi todos omiten el factor que más contribuye a la creciente disparidad de oportunidades. Ese factor es, precisamente, el aumento de los nacimientos fuera del matrimonio. Pues los hijos de parejas casadas van a gozar desde el principio de ventajas decisivas (el «privilegio de tener padre y madre»), que a su vez transmitirán a sus descendientes (los hijos de madres solas o parejas efímeras tenderán estadísticamente a repetir esa pauta en su propia conducta familiar cuando sean adultos).
La superioridad funcional de la familia estable —medida desde los beneficios para los hijos— es tan evidente que no necesitaría demostración: dos es más que uno; en una pareja casada, el marido y la mujer suman sus ingresos, energía emocional, tiempo y habilidades respectivas en la crianza de sus hijos. La ventaja que ello supone es estadísticamente mensurable: los hijos de madres solteras y de parejas efímeras o recompuestas tendrán una probabilidad claramente inferior de completar estudios superiores, conseguir un empleo, tener buenos ingresos y formar a su vez una familia estable cuando sean adultos. Y el riesgo de incurrir en delincuencia juvenil, embarazos adolescentes, drogadicción, trastornos emocionales, etc., será superior. En el libro encontrarán los números y las referencias a estudios que confirman esto.
Si la ventaja comparativa de la familia estable estriba en «dos mejor que uno», ¿no resultará indiferente el dato de que padre y madre estén o no casados? No, no es indiferente, y Kearney tiene el valor de afirmarlo. La pareja de hecho es mucho más volátil que el matrimonio: la probabilidad de que el niño goce de la presencia de su padre y su madre hasta la mayoría de edad es menor si estos no están casados. El matrimonio implica un compromiso explícito —jurídica y, a veces, religiosamente consagrado— que se traduce estadísticamente en una mayor implicación parental. Por ejemplo, el American Time Use Survey de 2019 mostraba que un padre casado pasa un promedio de 30 horas semanales con sus hijos, de las cuales 8 se dedican a actividades explícitamente formativas (jugar, leer, llevarlos a actividades, hacer deberes con ellos); en un padre no casado, los promedios son respectivamente de 23’8 y 5’9 horas.
En lo que se refiere a las familias «reconstituidas» (uno de los progenitores —habitualmente la madre— unido con un nuevo compañero sentimental), los resultados educativos son también peores que los de las formadas por los dos progenitores biológicos. «Las madrastras [stepmothers] generalmente no invierten tanto [esfuerzo y dinero] en la salud de sus hijastros como las madres biológicas, incluso después de ajustar por renta familiar y otras características relevantes», afirma Kearney basándose en el estudio de Anne Case y Christina Paxson «Mothers and Others: Who Invests in Children’s Health», publicado en el Journal of Health Economics. Por otra parte, el divorcio daña emocional y psicológicamente a los niños, como demuestra el estudio de Marcia J. Carlson «Family Structure, Father Involvement, and Adolescent Behavioral Outcomes», publicado en el Journal of Marriage and Family.
Ahora bien, la volatilidad familiar —y sus consecuencias negativas para los niños— no afecta por igual a todas las clases sociales. Kearney analiza bien la evolución reciente de la nupcialidad: hubo una primera fase en los 60 y 70, vinculada a la revolución sexual y a la incorporación masiva de la mujer al mercado laboral, que afectó en medida similar a todas las clases. Desde 1980, sin embargo, las tasas de nupcialidad del estrato con educación universitaria e ingresos altos se mantienen relativamente estables, mientras que siguen desplomándose entre los trabajadores manuales. El porcentaje de personas con estudios universitarios (four-year college) de entre 30 y 50 años de edad que estaban casadas en 1960 era del 87 %; en 1984 había caído al 75 %, y en 2020 se mantenía en un saludable 72 %: o sea, los pudientes siguen casándose y el porcentaje de hijos nacidos fuera del matrimonio es muy bajo entre ellos. Entre los que solo tienen el bachillerato, en cambio, el porcentaje de casados era del 88 % en 1960, del 76 % en 1984 y del 56 % en 2020; entre los que no completaron siquiera el high school, 82 %, 67 % y 54 % respectivamente. Como resultado de esas tendencias, mientras que el 84 % de los niños de clase acomodada (llamando así a los que tienen padres con título universitario) se estaba criando en 2020 con sus padres casados, en la media-baja (solo high school) el porcentaje había caído al 60 %, y en la baja (sin high school) al 57 %.
Hay, pues, un creciente sesgo de clase en la desestructuración familiar: a la ventaja que supone criarse en un hogar con más ingresos, los niños de clase alta añaden la de gozar de un entorno parental más estable. Existe también, por cierto, un sesgo racial: el porcentaje de niños que se crían con padres casados es de un 88 % entre los asiáticos, de un 77 % entre los blancos no hispanos, de un 63 % entre los hispanos y de un 38 % entre los negros. La verdadera causa del «problema negro» no es el racismo, sino la desestructuración familiar.
¿Por qué los pobres se casan menos que los ricos? Hay una contradicción en la obra de Kearney: persigue durante muchas páginas la pista socioeconómica, para terminar reconociendo que no son factores económicos los que pueden explicar la volatilidad familiar.
En efecto, la clase obrera estadounidense ha sufrido desde 1980 el doble impacto de la economía del conocimiento (que reduce el valor de mercado del trabajo manual), de la robotización y de la globalización. La brecha salarial entre titulados universitarios y no titulados ha ido ampliándose: el promedio de ingresos reales (descontada inflación) de los primeros pasó de los 60.000 dólares anuales en 1980 a los 84.000 en 2019, mientras el de los que solo terminaron high school permanecía estancado en unos 48.000 y el de los que no tienen ni el bachillerato se congelaba en unos 33.000. China ingresó en 2000 en la Organización Mundial de Comercio; desde entonces, Estados Unidos comenzó a importar muchos productos que antes eran fabricados en el propio país, pues en Asia se podían conseguir a un precio muy inferior. En 2019, los economistas Autor, Dorn y Hanson publicaron el estudio «When Work Disappears: Manufacturing Decline and the Falling Marriage-Market Value of Men», que constataba un descenso de la nupcialidad y la natalidad en las zonas más castigadas por la desindustrialización.
William Julius Wilson acuñó en 1987 el concepto de «marriageable men pool index», el número de hombres —en una determinada área geográfica y generación— elegibles para el matrimonio. La explicación socioeconómica del hundimiento de la nupcialidad es que el estancamiento de los ingresos de los trabajadores manuales y la deslocalización a Asia de mucho trabajo manufacturero ha deprimido ese índice en muchas zonas (el Rust Belt desindustrializado o el mundo rural dislocado de la Hillbilly Elegy de J.D. Vance). Se da la circunstancia, además, de que los ingresos femeninos no han sufrido —tampoco entre trabajadoras manuales— el estancamiento de los masculinos: la «brecha salarial» entre sexos se reduce. Kearney cita encuestas que mostrarían que muchas madres solteras no se han casado, no porque no crean en el matrimonio, sino porque el padre de sus hijos no les parecía fiable como esposo. Un hombre desempleado o con salarios bajos —sostiene la teoría— no es un marido apetecible.
Creo que la teoría socioeconómica sobre la nupcialidad —que la gente no se casa porque los salarios son bajos— no es verosímil. Los ingresos reales (o sea, medidos por poder de compra) de los obreros pueden llevar medio siglo estancados; pero, ¿acaso fueron más altos en 1960, 1920 o 1880, cuando casi todo el mundo se casaba? «Contigo pan y cebolla»: durante milenios la gente se casó y tuvo hijos con independencia de que hubiera escasez, hambrunas o guerras (o sea, circunstancias mucho peores que el relativo estancamiento actual). La causa principal del eclipse del matrimonio ha de ser moral-cultural, no económica.
La propia Kearney termina reconociendo esto. Si la adversidad económica fuese la causa de la desnupcialización, una mejora rápida del contexto económico debería traer una explosión de bodas. De hecho, eso ocurrió en alguna ocasión: durante el «boom del carbón» de los 1970s en la zona minera de los Apalaches se observó, en efecto, un incremento de la nupcialidad, seguido de una nueva caída al agotarse el boom. Ahora bien, en los años 2000 se derramó un nuevo maná sobre otras zonas de Estados Unidos: el boom del fracking. De nuevo se multiplicaron las oportunidades de empleo y subieron los salarios de los trabajadores. Pero esta vez la bonanza económica no se tradujo en más anillos de boda, ni descendió el índice de nacimientos fuera del matrimonio o el de ruptura familiar. ¿Por qué no? «Es posible que las normas sociales sobre paternidad y matrimonio hubieran cambiado, de tal forma que los hombres y mujeres no sentían ya la necesidad o el deseo de casarse, aunque el hombre tuviera un empleo bien pagado y la pareja hubiese engendrado un hijo» (p. 93).
En generaciones anteriores —incluso todavía en la del «coal boom» de los 70/80 —aún existía el ideal (la «forma social», diría Joseph Raz) del matrimonio: casarse era lo esperable, lo correcto, lo deseable, aunque la decisión se pudiera postergar por circunstancias diversas, incluidas las económicas; en la actual, el ideal se ha desvanecido: el matrimonio parece una formalidad caduca. La consolidación de este cambio cultural es una malísima noticia para los niños, por las razones que se explican en el resto del libro. Y una sociedad en la que hombres y mujeres son ya incapaces de comprometerse para toda la vida quizás no merece sobrevivir