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Hay diferencias importantes entre leer un libro y escucharlo

Hay diferencias importantes entre leer un libro y escucharlo

¿Para qué leer un libro si puedes escucharlo?

Las grandes editoriales apuestan cada vez más por el audiolibro como forma de difundir sus títulos. ¿Es equivalente escuchar un libro a leerlo?

El gran Orson Welles revolucionó Estados Unidos al radiar en la CBS la novela de HG Wells La guerra de los mundos.

La pasión de la interpretación del cineasta, la impecable producción de la CBS y una pizca de mala leche, llevaron a una parte importante de la población estadounidense a creer que el país estaba siendo invadida por un ejército de extraterrestres provenientes de Marte.

La anécdota muestra el enrome poder de la literatura en la radio y se puede apuntar como un antecedente directo de la gran moda del momento actual: el audiolibro.

Hay que aclarar que, aunque pueda citarse como antecedente, lo que hizo Welles con La guerra de los mundos no es un audiolibro, es una adaptación cinematográfica de una novela. La diferencia quizás sea de matiz, pero es fundamental.

Con todo, se puede considerar a Orson Welles como un pionero del audiolibro del mismo modo en que Da Vinci lo fue de la aeronáutica.

En cualquier caso, los audiolibros están de moda. Las grandes editoriales apuestan cada vez más por ofrecer sus títulos en este formato como complemento a las versiones en papel y libro digital.

Penguin Random House España, grupo editorial pionero en este ámbito en nuestro país, lleva acumulada una inversión de 17 millones de euros para ofrecer al público más de 6.000 títulos de su fondo editorial en audiolibro, de los cuales ha publicado más de cuatro millones de copias.

Sin embargo, es inevitable plantearse la pregunta: ¿son los audiolibos libros de verdad? ¿Para qué tomarse el esfuerzo de leer 500 páginas si puedes escuchar la novela tranquilamente mientras vas en el metro, tiendes la colada o sales a correr?

Desde el año 2014, cuando Penguin sacó sus primeros 17 títulos en audiolibro, el formato ha evolucionado, se ha perfeccionado y se ha hecho más atractivo.

Con una producción casi cinematográfica, los audiolibros no son simplemente la voz de una locutora leyendo la última novela de Pérez-Reverte.

Se trata de un producto en el que cada vez se le da más importancia a la interpretación, a los efectos de sonido y a la música.

Sin embargo, el audiolibro no es un libro, y escuchar una novela no puede equipararse al ejercicio de la lectura.

La experiencia del audiolibro se parece más a los viejos seriales radiofónicos, heridos de muerte con la aparición de la televisión. El audiolibro puede también asemejarse a la versión cinematográfica de un libro.

¿Puede sustituirse la lectura de El Señor de los Anillos o de El Conde de Montecristo por la visualización de su versión cinematográfica? Evidentemente, no.

Y, del mismo modo, escuchar un audiolibro es un ejercicio que puede ser muy satisfactorio –hay algunos que son, indudablemente, una maravilla de escuchar–, pero en ningún caso sustituyen a la lectura de la novela.

Es decir, escuchar el audiolibro de El Quijote no convalida por la lectura de la obra maestra de las letras universales firmada por Miguel de Cervantes.

El audiolibro puede ser una manera idónea para acercar la literatura a personas que no tienen el hábito de lectura. O para que las personas invidentes puedan disfrutar de una buena novela, casos estos en los que el formato de audiolibro hace una labor loable e insustituible.

Incluso un lector voraz puede disfrutar de los audiolibros, donde una gran novela puede convertirse en una nueva experiencia, totalmente distinta a la de la lectura, que permite gozar de la historia de forma inmersiva con una interpretación brillante, una banda sonora vibrante y unos efectos de sonido espectaculares.

Sin embargo, presentar el audiolibro como un formato de lectura es, además de erróneo, falaz, y solo sirve para engañar al lector.

Y aquí es donde reside el problema: el gran éxito del audiolibro no se debe al valor del producto en sí mismo, sino que se debe a que se presentan los audiolibros como productos iguales a los libros, sustitutivos del libro.

El efecto no es en absoluto una sorpresa: en una sociedad donde no se fomenta el esfuerzo, donde prima la inmediatez, la prisa y el consumo de usar y tirar, muchos lectores han optado por escuchar los libros en vez de leerlos. En definitiva, un engaño.

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