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Bandera del siglo XIX con el lema carlista

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El Debate de las Ideas

Las aportaciones de Balmes al constitucionalismo español del s. XIX

El constitucionalismo del siglo XIX, Cádiz aparte, presenta, según Sánchez Agesta, una base común que se inaugura en 1834 con el Estatuto Real y se mantiene prácticamente todo el siglo, salvo durante el Sexenio revolucionario (1868-1874). Establece un Estado monárquico, representativo, de Derecho y centralizado. Este constitucionalismo es obra del liberalismo moderado, con transacciones con el mundo progresista o conservador, según el momento.

En la etapa isabelina van a aflorar tensiones entre las distintas ramas del liberalismo, sobre todo durante la vigencia de la Constitución de 1837 y en la elaboración de la de 1845. En ese periodo, la constitución fue constantemente infringida. Los pronunciamientos y motines amenazaban las instituciones y las prerrogativas del Trono; faltaba estabilidad y autoridad.

El Partido Moderado representa el compromiso entre el principio monárquico, que representa la tradición y el orden, y el representativo, exponente de la libertad y la apertura a los nuevos intereses sociales, como dirá Marcuello. Pero el moderantismo cuenta, además de la corriente mayoritaria central, con otras dos a su izquierda y derecha: los puritanos piden un acercamiento al progresismo, los conservadores al carlismo. Esta última tendencia tendrá en Jaime Balmes al verdadero cerebro.

Balmes fue uno de los más destacados publicistas del siglo, aunque sus aportaciones alcanzan apenas una década, por su temprana muerte en 1848, justo antes de estallar la revolución en Francia. Entiende como pocos el papel de la opinión pública en los sistemas políticos contemporáneos y crea varios periódicos con los que trata de influir en la política para reforzar los principios monárquico y de orden.

Merecen destacarse tres aportaciones de Balmes en el campo constitucional, en particular, a la forma de estado y de gobierno. Primera: en 1840 publica Consideraciones políticas sobre la situación de España en plena crisis política. El objetivo que persigue es reforzar la Corona y tener un gobierno fuerte, para lo cual aboga por una regencia en manos de una persona de estirpe real. En épocas de crisis, después de las revoluciones, con instituciones débiles, dirá, «los hombres han de guiar las instituciones.»

Por ello se muestra crítico con el liberalismo de raigambre francesa que mira con desconfianza el poder, no respeta las jerarquías antiguas y da importancia a la libertad individual, pero se olvida de asegurar el orden público. Él se centra, en cambio, en el poder del Trono, no en sus límites. Esto ya se discutía en su tiempo y tras 1848 más. Sostendrá: «desenvuélvase la Constitución en un sentido monárquico; y no se olvide que sin trono no tendríamos poder, sin poder no hay orden, sin orden no hay obediencia a las leyes, y sin obediencia a las leyes no hay libertad, porque la verdadera libertad consiste en ser esclavo de la ley.»

Segunda: Balmes interviene activamente en los debates constitucionales de 1844 y 1845. Tras el abrazo de Vergara (1839) y el final de la guerra carlista, su prioridad es la integración de las bases sociales del carlismo y de la línea dinástica carlista en la Monarquía isabelina y en el gobierno, yendo más allá de la «mera transacción militar». Balmes aboga por el retorno al principio monárquico que enlaza con la forma de gobierno del Estatuto Real de 1834 y con el modelo de carta otorgada; por circunscribir el poder de las Cortes a la intervención en el proceso legislativo, cuya iniciativa corresponde en monopolio a la Corona; y por permitir la legislación por Real Decreto en casos de urgencia. Se manifiesta contra la fórmula «el Rey reina, pero no gobierna» (Thiers), contra el Poder neutro o moderador del Rey (Constant) y contra lo que califica como «Rey autómata», lo cual lleva a la parlamentarización de la monarquía, que, en su opinión, acaba con la supremacía de un solo poder, el del Parlamento. Reclama un «Trono verdad», esto es, que el Rey tenga «un pensamiento de gobierno» independiente de las Cortes y el gobierno. Pero Narváez, Martínez de la Rosa y la mayoría de las Cortes optan por el «justo medio», que está en la base de la Constitución de 1845.

Tercera: propone el matrimonio entre Isabel II y el conde de Montemolín, con un doble objetivo: la fusión dinástica de las dos ramas borbónicas y, políticamente, el fortalecimiento del poder Real. Pero la corriente mayoritaria del moderantismo lo rechaza, por considerar que la plena incorporación del carlismo al gobierno ya no era necesaria para frenar la revolución y más bien podía tener un efecto desestabilizador para la propia Monarquía y poner en peligro el edificio liberal.

Hay en sus propuestas una visión integradora de la comunidad política y de la constitución como manifestación de un amplio y sólido acuerdo no solo político sino también social y como instrumento de conciliación. Asimismo, aboga por un constitucionalismo monárquico conservador, respetuoso con el Estado de derecho, que presenta a la Corona como eje del sistema. La calificación como «conservador autoritario» puede tener sentido respecto a sus concretas propuestas de la reforma constitucional, pero para las otras aportaciones parece inadecuada.

El programa constitucional de Balmes se asienta sobre un método de análisis, que no parte ni de teorías abstractas ni de la mera preservación del pasado, sino de la adaptación a la realidad social existente. Por ello defiende que el poder, los partidos y la constitución han de reflejar y responder a dicha realidad social. De lo contrario, serán efímeros y no podrán influir en la situación política. Las constituciones son valoradas por su cumplimiento real, no por su perfección abstracta. Al no tener en cuenta este hecho, «las épocas de constitución han pasado como un meteoro… pero la Constitución ha desaparecido en breve».

La suya es una aproximación pragmática a lo que ocurre. No cabe la vuelta al absolutismo ni al poder de los viejos estamentos sino estar abiertos al «espíritu del tiempo», sin arrinconar el pasado. Aboga por el gradualismo que no se produjo en la Constitución de 1812, cuando se optó por una revolución, alejada de la realidad social.

Frente a la imitación del liberalismo doctrinario y el gobierno representativo de otros países, reivindica la continuidad/adaptación de la tradición constitucional hispana. De este modo, Balmes, como antes Jovellanos y después Cánovas, y su contemporáneo Donoso Cortés, identifica en la Constitución interna o histórica la verdadera constitución, que la constitución escrita codifica. Tal constitución (hoy diríamos material) la forman la Monarquía y la religión católica, las cuales son «como los dos polos en torno de los cuales debe girar la nación española». En lo institucional, el Monarca es soberano, pero no absoluto, y ve limitado su poder por las Cortes bicamerales. Esta es la base de la monarquía limitada, que Balmes apoya frente a la monarquía constitucional.

Para Balmes lo importante es la adecuación del documento escrito a la realidad de la nación y a su historia. Ve la Ley Fundamental, como la Constitución británica, «como un árbol antiguo, que tiene ya en el suelo asiento anchuroso y raíces profundas y dilatadas; robusta entonces por sí misma, venerable por su antigüedad, nutrida con el jugo del propio terreno». Frente a ella, una «constitución reciente» se presenta como débil y es incapaz de inspirar en los pueblos la veneración de la primera, más si había nacido ya entre la discordia.

Estamos ante un concepto histórico y sociológico –más que político- de constitución, no racional-normativo, el cual constituye la base y a su vez el límite de su idea constitucional, cuya superación no se produciría hasta el siglo XX.

A lo largo del s. XIX y buena parte del s. XX las ideas político-constitucionales de Balmes son invocadas por las distintas corrientes del conservadurismo: la tradicionalista, la católica, la reformista o la liberal, ante contextos y necesidades diferentes. Unos valoran su noción de monarquía templada o fuerte, distinta de la parlamentaria, el principio de autoridad en el Jefe del Estado o el catolicismo como ingrediente constitutivo de la sociedad española, como Pidal y Mon, Menéndez y Pelayo, Vázquez de Mella, Ángel Herrera, José María Gil Robles o Fernández de la Mora, por citar a algunos autores aludidos por González Cuevas en su historia de la derecha española. Fraga en 1981 subraya la necesidad de adecuar la realidad política a la realidad social y el reformismo. Por su parte, Lucas Beltrán sitúa a Balmes en la «tradición centrista catalana», junto a Capmany, Mañé y Flaquer y Cambó, y que echa en falta en la Cataluña de 1976 (y de ahora). Dicha tradición combina catolicismo y liberalismo, servicio a Cataluña y defensa de la unidad de España, espíritu conservador, que pone en valor tradiciones e instituciones vigentes, con necesidad de renovación frente al inmovilismo, y que articula idealismo con sentido pragmático o de la realidad.

Balmes, más allá de sus propuestas constitucionales concretas para la situación de su tiempo, invita al constitucionalismo actual, tan alejado de sus postulados teóricos y de aquella realidad, a una mirada abierta de las cuestiones constitucionales con un método realista, basado en los hechos más que en teorías o en la mera voluntad, Y a la política la búsqueda de un espíritu de conciliación y concordia en la comunidad política, en la que la Corona es una institución fundamental garante de la unidad y la estabilidad.

  • Artículo escrito por Josep M.ª Castellà Andreu, Catedrático de Derecho Constitucional, Universidad de Barcelona
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