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Portada del libro 'La envidia igualitaria'

Portada del libro 'La envidia igualitaria'

El Debate de las Ideas

Un español a contrapelo del vicio nacional

A la hora de las presentaciones, la de Gonzalo Fernández de la Mora responde a un canon más o menos previsible. Se suele pensar en el autor de El crepúsculo de las ideologías o en el teórico del Estado de obras, se recuerda al eficaz ministro de Franco o al diputado díscolo de Alianza Popular que votó (por razones casándricas y no inmovilistas) contra la Constitución de 1978. Incluso algunos reconocen al autor de Los errores del cambio o se fijan en esa rareza bibliográfica titulada Los teóricos izquierdistas de la democracia orgánica. Pero pocos se acuerdan del hombre a quien debemos La envidia igualitaria. Libro magistral, como acabamos de escuchar en boca de Don Dalmacio Negro. Sí, conviene repetirlo: libro magistral. Una obra que, por sí sola, ya justificaría toda una biografía cuando biografía de un pensador se trata.

Lejos de lo que podría pensarse, la preocupación por el estudio de la envidia y su proyección en el espacio político se injerta armónicamente en el conjunto de la obra y pensamiento de Fernández de la Mora. La confirmación de este juicio se encuentra explícitamente formulado en Río arriba. Allí el diplomático español confiesa: «Creo que La envidia igualitaria se inserta muy sistemáticamente en mi concepción del mundo y, concretamente, de la convivencia humana. La consistencia interna es la imprescindible condición de todo pensamiento digno de tal nombre. Algunos críticos escribieron que ese es mi mejor libro; pero el que yo ahora salvaría de un auto de fe es el inédito El hombre en desazón". Su declarada preferencia por estas dos obras en el conjunto de su vasta contribución intelectual revela que nos encontramos ante un pensador político de vuelo filosófico y, más concretamente, muy interesado en hacer despegar su reflexión política a partir de un punto de apoyo antropológico. En efecto, Fernández de la Mora es un pensador de lo político a partir de los trascendentales antropológicos. Porque las grandes verdades políticas suelen brotar del manantial antropológico. Ya nos recuerda Carl Schmitt en El concepto de lo político que se puede someter a examen la antropología subyacente a todas las teorías políticas y del Estado, y clasificarlas según que consciente o inconscientemente partan de un “hombre bueno por naturaleza o malo por naturaleza». Y es que, concluye el jurista alemán, «en un mundo bueno de hombres buenos domina naturalmente sólo la paz, la seguridad y la armonía de todos con todos; los sacerdotes y los teólogos son aquí tan superfluos como los políticos y hombres de Estado». Quien fuera ministro de obras públicas entre 1970 y 1974 tampoco creía en ese mundo bueno de hombres buenos. Su inteligencia desenmascaradora supo situarse más allá del prejuicio utópico, pues su perspectiva o atalaya era antropológicamente privilegiada, como demuestra la obra que nos proponemos comentar en este artículo.

La idea de la envidia igualitaria partió, según rememora nuestro autor, de una conferencia en Bilbao en la que defendió que el marxismo y el izquierdismo en general tienen un origen más emocional que racional, y que ese factor desencadenante es el resentimiento. Se percibe en esta posición inicial la larga sombra de una figura casi maldita en la historia de la sociología y que el profesor González Cuevas, biógrafo de Fernández de la Mora, ha destacado en su intervención: el gran Vilfredo Pareto. Raymond Aron, que lo consideraba con toda justicia uno de los clásicos de la sociología junto a Comte, Durkheim, Weber, Tocqueville o Marx, apunta que, para el teórico italiano del elitismo político, «el hombre es un ser irrazonable y razonador. Aunque raramente se comporta de manera lógica, siempre pretende hacer creer a sus semejantes que lo hace". Esta es precisamente la estructura subyacente en la lógica antropológica operativa detrás del funcionamiento de la envidia igualitaria. En sintonía con el lenguaje y la perspectiva de Pareto, a quien algunos, conscientes del potencial desmitificador de su enfoque, llegaron a considerar el Marx de la burguesía, Fernández de la Mora reconoce en la envidia a un “residuo». Un residuo es, según Pareto, algo así como la manifestación de un sentimiento. Al pasar por el filtro de la razón, este sentimiento, más inconfesable que casi ningún otro, pues ofende nuestro orgullo en la comparación con nuestros semejantes, se transfigura, en especial en el terreno de la comunicación social. Cuando no se puede reprimir en razón de su potencia ingobernable, cosa que sucede a menudo, la envidia se transmuta en igualitarismo, una «derivación» en el vocabulario de Pareto, es decir, algo así como un talismán legitimador para encubrirla con el manto de una ideología justificativa. Fernández de la Mora, pensador racionalizante y enemigo de Estados ideales y ciudades en las nubes, se enfrentó, al igual que Pareto, a una pasión irracional integrándola en el logos de su teoría social.

Es la envidia un sentimiento doblemente clandestino. Clandestino en la interioridad profunda de la psicología del envidioso. Pero clandestino también por el ocultamiento o metamorfosis en el discurso público, que esconde el peso de la envidia mediante tácticas encubridoras, pretextos oportunistas y disfraces sociales de todo tipo. «La humanidad – afirma Fernández de la Mora- ha reaccionado ante la envidia con mucha mayor ignorancia y ocultación que ante el sexo». La historia de la envidia es así la historia de lo no dicho porque la clandestinidad del sentimiento se traslada al espacio teórico: «¿Si las acciones no-lógicas tienen tanta importancia cómo es posible que los hombres eminentes que han estudiado las sociedades humanas no se hayan dado cuenta?», se preguntaba Pareto. Esta estupefacción es solidaria del interés teórico del pensador español. Puesto que los residuos emocionales e irracionales mutan en derivaciones ideológicas, la magnitud de la influencia real de la envidia debe ser rastreada con la astucia y perspicacia de quien se atreve a ver más allá de las apariencias. Nuestro autor no teme exagerar al sentenciar que «la envidia se ha convertido en el factor decisivo de las confrontaciones políticas contemporáneas, con raras excepciones como la de los Estados Unidos de América donde la emulación ha prevalecido sobre la envidia. Si se prescinde del sentimiento de envidia, la historia resultaría inexplicable desde la Revolución de 1789 y, sobre todo, desde el Manifiesto comunista de 1848».

Por otro lado, la envidia no es únicamente una afición de aventureros en el estudio de la piscología insondable. Es uno de los factores (quizá el decisivo) en la determinación concreta de la selección elitista, y este es, bien es sabido, asunto central, estratégico, para el teórico de la trascendentalidad de la oligarquía como forma de gobierno. El aire de familia con Pareto alcanza así (y aquí) su punto culminante. Porque la envidia favorece la selección inversa mientras que la emulación creadora decanta la buena selección de la clase dirigente. El prestigio social de los mejores permea en todas las capas sociales y termina por declinarse en el tablero político. Como «la igualdad es la promesa paradisíaca para los envidiosos», los ideólogos con ansias de poder, animados por proyectos de subversión antijerárquica, la explotan a su antojo. «El igualitarismo es el opio de los envidiosos y los demagogos son los incitadores interesados de su consumición masiva».

Conviene recordar que la división política es resultado de la ley de hierro de la oligarquía, que se coloca una vez más en el centro de la hermenéutica política. En efecto, «los gobernados no están políticamente enfrentados entre sí por la naturaleza misma del hecho social, sino porque la clase política se ocupa esforzadamente en dividirlos». Así, la visión marxista de una presunta lucha de clases es un invento de la clase política para dividir e imperar. «No es que unas cuantas abejas quieran separarse de la colmena; es que cada reina requiere su propio enjambre». En este sentido, la envidia igualitaria comporta una ventaja competitiva en relación con la emulación creadora: acentúa la división que conviene a la facción de la clase política que aspira a desalojar a la elite gobernante. La envidia se vuelve así el combustible, el aglutinante político que permite la alianza de los envidiosos contra los presuntamente privilegiados y señalados por la derivación ideológica igualitaria. Así logró sustituir originariamente la clase burguesa a los monarcas hereditarios y a la aristocracia de sangre. La rueda de la envidia igualitaria no ha dejado de girar desde entonces.

«La derecha y la izquierda, ¿se comportan de modo distinto ante la envidia?», se pregunta Fernández de la Mora. Enuncia para responder una paradoja significativa: la izquierda, el sector político que menos padece la envidia interna, es el que más apela a la envidia como motivación política, mientras que la derecha, que proscribe la envidia social, es la que más la sufre entre sus propias elites. Lo demuestran las memorias de los políticos conservadores, en donde se detecta que «los más zaheridos no son los adversarios, sino los correligionarios». La derecha no explota la envidia colectiva, en primer lugar, porque sus partidarios se consideran miembros del grupo de los envidiados. Esta es la razón práctica. La teórica consiste en la toma de consciencia del efecto social siempre negativo de la envidia. En cambio, la receta habitual de la izquierda es el tópico igualitario que se traduce en la oferta electoral de «satisfacer a los envidiosos con el mal de muchos». Los revolucionarios siempre descubren en la envidia el sentimiento útil para sus proyectos de demolición social.

¿Qué pensaba Fernández de la Mora del efecto de la envidia entre nuestros compatriotas? Aunque la psicología de los pueblos, «saber impreciso», es un recurso teórico contra el que cualquier prevención es poca porque se nutre de generalizaciones arriesgadas y a veces caricaturescas, el pensador español formula un juicio severo, incluso inmisericorde, sobre el asunto. «A diferencia de otros, como el norteamericano, el español es un hombre muy inclinado a dolerse de la felicidad ajena». El estudio de esta tendencia casi congénita de nuestro carácter nacional (que se presenta con abundantes referencias que parten desde los juicios del andalusí Ibn Hazm en el siglo X, hasta Menéndez Pidal y Marañón, pasando por Gracián, la vida del Cid y Montesquieu) dibuja un panorama ciertamente desolador, en particular porque, como ya hemos comentado, la envidia siempre termina traduciéndose en clave política inclinando el tablero en el sentido de una pésima selección elitista. «La fuerza de la envidia igualitaria contribuye a explicar la resistencia del español a la disciplina, la tendencia a nivelar o difuminar los rangos, y un cierto aplebeyamiento formal de los estratos superiores». Muestra como ejemplos el «tuteo casi universal», la renuncia a dirigirse a las personas por sus grados y títulos o la campechanía de la aristocracia española que también contaminó a la realeza. No se trata siempre de manifestaciones de la envidia sino más bien de expresiones de temor ante la envidia ajena y formas más o menos sutiles de evitar las cornadas de nuestro vicio nacional. «Larga sería la lista de tipismos y peculiaridades hispánicas que responden al acoso masivo de la igualitaria envidia».

Según su criterio no es la pobreza la causa local de la envidiopatía hispánica, aunque ciertamente la escasez predisponga, por la riqueza ajena, a la tristeza. Tampoco lo es una excesiva carga de infelicidad por la distancia entre lo deseado y lo poseído, pues el español no anhela demasiadas cosas, más bien al revés. Para el español el problema no es el tener, sino el «ser más». Este deseo metafísico, por decirlo en la terminología de René Girard, aunque atributo general del ser humano como también destacaba nuestro autor en el epílogo de El hombre en desazón, alcanza en el español medio cumbres patéticas. «El vacío felicitario de los hispanos es más interior y personal que circunstancial y patrimonial y, por eso, es más profundo y duradero, y más insufrible. La envidia del español no la explica tanto la pobreza cuanto el orgullo (…). Es pues, una envidia singularmente radical y correosa». La consecuencia política de esta predisposición vital resulta históricamente trágica porque el temperamental orgullo del español le conduce, generalmente, a la ingratitud y «un pueblo ingrato suele padecer los gobernantes que se merece, o sea, los que se sirven de él en vez de servirle». Esto explica también una conciencia histórica errónea que, apoyada en un sentimiento de culpabilidad, se plasma en un desprecio al pasado compartido. Sentimiento que siempre deviene en incapacidad colectiva para afrontar los retos del futuro. Nuestros grandes gobernantes (Fernando el Católico, Cisneros o Carlos V) han sufrido, sentencia Fernández de la Mora, esta injusticia histórica por parte de quienes más deberían estar agradecidos.

No obstante, como quedó sugerido, el problema esencial de la envidia hispánica, como el de toda envidia, es el de su precipitado político en forma de selección inversa de las elites. «La envidia no solo mueve a la ingratitud hacia los mejores, sino a la apología de las medianías y aun de los peores». Esta característica de la convivencia hispánica revela a la envidia como grave dolencia espiritual de nuestro pueblo, porque «el protagonismo de la Historia corresponde a las minorías y no a las multitudes». Sin embargo, este factor también está detrás de los giros más inesperados y felices de nuestra historia. Así, «el pueblo que asistió a la llamada farsa de Ávila en uno de los periodos más sombríos de la existencia nacional era el mismo que, poco después, culminaba la reconquista y emprendía la gesta americana. Lo que había cambiado era la clase dirigente». La conclusión salta a la vista: «No se han producido bruscas mutaciones genéticas en el pueblo español; ha habido un buen o mal método para seleccionar a la clase dirigente». La envidia, como vicio hispánico dominante, ha inclinado la balanza selectiva en el sentido de la infrautilización de las aristocracias nacionales. Así, para este agudo escrutador del alma nacional no es difícil la previsión de los ciclos hispánicos: «El pasado español se divide en ascensionales momentos de emulación, como el siglo XVI, y en decadentes periodos de envidia, como el siglo XIX». La disyuntiva entre envidia igualitaria y emulación creadora adquiere en nuestra piel de toro tintes colectivos dramáticos. Los mejores momentos de nuestra historia se producen cuando nuestros mejores proponen a los españoles un ideal nacional asociado a un orden jerárquico. No cabe otro colofón: «En la España orgullosa e individualista» la envidia igualitaria es «el mal político supremo». «Combatirlo no es cuestión de higiene, sino de supervivencia». Tarea ciertamente titánica, esta higiene moral colectiva no resulta, empero, una misión utópica. El filósofo español, en una vena conforme a su visión razonalista, no olvida que la envidia se padece por miopía mental, fruto de un análisis equivocado, hijo de «juicios hipotéticos, inverosímiles o falsos» y de «unas deducciones incorrectas». «Un análisis riguroso del correlato mental de la envidia la desmonta radicalmente». Por eso, «una pedagogía inteligente puede curarla, incluso en España».

En un texto publicado por la Academia de Ciencias Morales y Políticas se preguntaba Dalmacio Negro en tono retórico: «¿Se equivocó Fernández de la Mora?». No, no lo hizo. Con el paso de los años, toda la morralla constitucionalista y la hueca palabrería de las últimas décadas desaparecerá. De hecho, ya parece no quedar de ellas sino el eco de los dogmas, la espuma de las modas y la censura inoperante de los tabús periclitados. En cambio, obras como La envidia igualitaria perdurarán. El creador de una obra tan singular encarna de modo ejemplar aquello que el sociólogo francés Jules Monnerot llamó «la política con conocimiento de causa». En efecto, la confección de tan majestuosa cima del soplo nacional solo puede traer causa de un conocimiento al alcance de unas pocas y excelsas inteligencias.

Como lectores de esta obra sin parangón nos asalta el asombro y el pasmo, pues somos compatriotas del intelecto que está detrás de sus páginas. ¿Realmente vino de España este meteorito que por fortuna aterrizó en nuestra piel de toro? Y es que, como escribía Jerónimo Molina con motivo de su centenario, "en realidad, interesa también, muchísimo, saber de dónde viene –de qué país y de qué mundo– ese tipo humano estadísticamente posible, pero poco probable ya en España desde hace tiempo, comprometido [solo] con la verdad y con el decoro”. Ya sea hijo del linaje o del azar, nos importa ciertamente conocer de qué España desciende esta anomalía estadística, este percentil hispánico superior, toda vez que sentimos la apremiante necesidad de volver a habitar en ella, aun a riesgo de vivir como expatriados de nuestra época. En compañía de Gonzalo Fernández de la Mora y de unos pocos espíritus selectos ciertamente resulta más fácil recordar algo esencial y hoy casi inconcebible. Sí, la inteligencia política española compareció, no pasó de largo, dejó su sello y su testimonio en el siglo XX.

Se ha dicho que la derecha ha regresado. Eso parece. Pero esta fecha, la del centenario del nacimiento de este genio geométrico que imprimió en nuestra lengua la nobleza de la letra filosófica, quizá nos impone advertir que solo de la mano de pensadores como el autor de La envidia igualitaria será fértil ese regreso. Fue el hombre que vio más allá de sus compatriotas, el hombre que vio más allá de sus contemporáneos. En lontananza, vio quizá a un español «bajo un más frondoso y fecundo árbol de sabiduría».

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