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La exposición inmersiva 'Sorolla a través de la luz', en el Palacio Real de Madrid

Sorolla en el Metaverso, el futuro de los museos

Una de las muestras dedicadas a Sorolla por el centenario de su fallecimiento, la del Palacio Real, permite entrever hacia donde puede dirigirse el porvenir de la conservación artística

Cruzar el patio de armas del Palacio de Real, en estos días pasados de canícula severa, solo podía justificarse por un motivo, zambullirse después en la acogedora, cristalina limpidez de ese Mediterráneo que el ojo privilegiado de Sorolla supo captar como casi nadie. El reflejo de la luz solar en ese último espacio de encuentro de las aguas otrora inquietantes, portadoras de peligros ancestrales, con la tierra, donde se verifica el aserto de lord Byron («El poder del hombre acaba en la costa»), adquiere en el pintor valenciano una emoción nueva, la de la completa e ideal convivencia en la naturaleza, una visión serena que contrasta con el conocido verso de Yeats: «La asesina inocencia del mar».

Pero no, no se trata aquí tanto de glosar el contenido de la exposición que estos días acoge la regia institución, una de las muchas que se han proyectado este año para conmemorar al autor de Después del baño, como de su propio, efectivo despliegue. De tomar breve nota de una tendencia que parece ya imparable en esta suerte de demostraciones culturales.

Como hemos podido apreciar este mismo año, por ejemplo, a raíz de las muestras también dedicadas a Klimt o hasta Tim Burton, las citas artísticas van camino de convertirse, si no lo han hecho ya, en eventos más allá de la mera exhibición de un grupo de obras de uno o varios creadores determinados, con novedosas características, todo lo discutibles que se quiera, pero que parecen haber llegado para quedarse entre nosotros y hasta prosperar.

La libre interacción entre la mirada, y la compañía de referencias culturales que deberían sustentarla, con la obra expuesta se acompaña desde ahora de una serie de «recursos técnicos de última generación, pantallas LED y realidad virtual (que) sumergen al visitante en un espectáculo de imágenes en movimiento y sonidos que amplían e intensifican el efecto sensorial de la pintura», según indica la publicidad dedicada a esta reciente muestra de Sorolla, prolongada hasta finales del mes próximo. En este caso, esos anunciados «recursos técnicos» se desdoblan en una suerte de prólogo y epílogo que circundan el meollo de la cuestión: la posibilidad de disfrutar de hasta veinticuatro cuadros, algunos provenientes de colecciones particulares, que poco o nunca se habían exhibido ante el gran público, del pintor levantino.

Como antesala al propio disfrute de las telas, el visitante es invitado a sentarse en varios de los bancos disponibles, o permanecer de pie si lo prefiere, en una primera sala en la que es asaltado por datos biográficos y detalles curiosos sobre el pintor y sus circunstancias: informaciones que complementan la biografía con explicaciones acerca del contexto histórico en el que se desplegó su talento creador y las ciudades que de algún modo obraron algún tipo de influencia sobre él, como Nueva York, responsable en buena medida de su fama mundial. No falta la música, junto a los rascacielos que definen el reconocible imaginario de la Gran Manzana se escucha, como en el Manhattan de Woody Allen, la encantadora Rhapsody in blue de Gershwin.

Vivimos tiempos apresurados, no restan horas ya para cultivar los espíritus, para realizar ese esfuerzo imprescindible que exige la comprensión de un libro adornado con ideas más que balbuceos, una composición bien armada, una película que se salga de los cauces limitados del mainstream… Oscar Wilde aseguraba que no es la obra la que debe descender hasta nosotros, si no uno mismo el que debe asegurarse previamente los utensilios para realizar ese viaje de ascensión, casi siempre fatigoso, pero transformador, gratificante, hacia la montaña mágica del talento humano. ¿Quién sigue hoy al autor de El retrato de Dorian Gray?

Tiempos apresurados

La educación, que debería ocuparse de llenar ese vacío, ha arrojado la toalla: los programas curriculares solo parecen conceder tiempo ya al utilitarismo de la técnica: el Arte o la filosofía han sido desterrados por una sociedad que desprecia el sentido crítico como anatema que debe combatirse con firmeza. Por eso, quizá, esta primera etapa en el desarrollo de la muestra pictórica puede resultar edificante o simplemente justificada. Ya no bastaría con reunir una serie de lienzos o esculturas, el mismo museo, con su efecto multiplicador (en Europa se inaugura casi un centro de arte al día: cada cinco años aumenta un 10 % la existencia de estos recintos en el mundo) hace suyo el empeño de reemplazar a la escuela, aportando esos conocimientos previos indispensables para luego establecer un diálogo propicio con el creador y su obra. En realidad, trabajan por su propia supervivencia.

Superado este primer tramo, el visitante puede ya despojarse de toda vestidura y arrojarse directamente en ese trueno de mar azul que despliega «el esplendor griego de las costas de Levante (…) todo ese lujo de espumas y transparencias, de brisa y de flores, toda esa algarabía incomparable de mujeres, niños», en palabras de Juan Ramón Jiménez. Cualquiera podría quedarse allí, prendado de la Arcadia mediterránea que Sorolla ayudó a descubrir, sumergiéndose durante horas en la adoración de esa belleza salpicada de espuma blanca, compendio ideal de sol, viento y mar.

Pero aún queda por «experimentar» el tercio final del paseo. El verdadero «espectáculo», tal como se anuncia en los textos promocionales, se reserva para la conclusión, la traca que inspira el auténtico goce, la «experiencia» que resulta casi más indispensable que el verdadero conocimiento, el contacto directo con un talento superior .

Como se promueve estos días, es preciso «intensificar el efecto sensorial de la pintura», como si por si sola no fuese capaz de elevarnos a través de lo que hemos percibido con el único fundamental en estos casos, la vista, en contacto con la obra de un artista genial. Para este trance se nos proporcionan unas gafas de «realidad aumentada» o «virtual», bajo la advertencia de que su uso podría proporcionarnos mareos: el riesgo ante lo desconocido, el peligro inesperado ante algo tan aparentemente inocuo como una exposición de estampas sobre la vida cerca del mar, no hace más que aumentar la emoción, o eso se pretende. Nos adentramos en el territorio desconocido de lo que algunos proclaman ya como el futuro del entretenimiento, el Metaverso.

Las pantallas amplían la experiencia estética de los cuadros de Joaquín Sorolla, según la exposición del Palacio Real

Aquí conviene dejar claras dos cosas: si bien la visita virtual al estudio de Sorolla no aporta gran cosa al común aprecio de su obra (por el camino hay que esquivar algunos objetos que parecen lanzados a propósito contra el paseante, lo mismo que este verano sucedía en el tan comentado Parsifal de Bayreuth), en cambio, es fácilmente comprensible que, en cuanto la tecnología resulte más accesible, las gafas bajen de precio, y por ahí… El futuro del entretenimiento entre las nuevas generaciones pasa inevitablemente por su adscripción a este nuevo territorio que convierte a los videojuegos (más influyentes hoy que el cine entre los jóvenes y con unas posibilidades de crecimiento infinitas) en una experiencia más inmersiva, auténtica, atractiva y perdurable.

Si el desarrollo del Metaverso coincidiera, por ejemplo, con una nueva pandemia que obligase a otros encierros, habría personas que sin duda se quedarían a vivir, atrapadas ya para siempre, en esa suerte de mundos paralelos que se ofrecen como un ansiolítico en tres dimensiones, un escape confortable frente a las desventuras y miserias de la vulgar realidad cotidiana. Si con el momento inicial del recorrido, las explicaciones acerca de la vida del artista, los museos podrían hacerse un favor al contribuir a la educación de sus visitantes, con este último paso estarían promoviendo seguramente su última posibilidad de ser.

Cuando la vida transcurra definitivamente entre esas realidades alternativas (para lo que no falta mucho), quizá todavía queden algunas personas dispuestas a visitar la nueva sucursal del Guggenheim en el Metaverso, con una réplica de todas las colecciones distribuidas entre sus distintos museos físicos, que podrá visitarse en monopatín, sorteando flechas al mismo tiempo, mientras de reojo se logra atisbar alguna de las creaciones de Rauschenberg (ahí no hay mucho que ver, la verdad).