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Los artistas y sus locurasMario de las Heras

Gauguin y el ansia de vivir como un animal

El pintor francés vivió siempre en la confluencia de los dos océanos entre los que se hallaba, nunca mejor dicho: el Pacífico y el otro

Madrid Actualizada 04:30

El pintor Paul Gauguin en 1891

Cuando se habla de Paul Gauguin suele venirse a la memoria el nombre de Vincent van Gogh, ambos durante un tiempo compañeros del viaje eterno por el mundo del primero y por su mente del segundo. La imagen que se representa es casi la de dos trogloditas artistas viviendo en vez de en la Prehistoria en la bohemia.

Hay una metáfora de dos artistas golpeándose con pinceles con forma de maza en la dureza vital de la capital francesa, tan plena de arte como de penuria para los artistas. Una mezcla romántica que en el caso del francés fue solo una estancia, incapaz de permanecer, siempre huyendo en busca de una naturaleza distinta a la humana.

El arte «marino mercante»

Gauguin llegó a Francia después de pasar su infancia en Lima, quizá el choque, y en la adolescencia, entre la naturaleza y su abanico de color y la grisura de los cielos y de las fachadas. El color lo buscó siempre en sus adentros cuando decidió hacerse pintor para siempre después de haber sido marino mercante (símbolo de la huida) o agente de bolsa: la confluencia de los dos océanos entre los que se hallaba, nunca mejor dicho: el Pacífico y el otro.

Gauguin siempre quiso encontrar su propia Lima conformada por una experiencia poco amable. Su fracaso como ciudadano en la pérdida de su trabajo normal le dirige a la pintura como ocupación salvaje, libre. El arte como huida. El arte marino mercante. Gauguin quería ser un salvaje, un animal, y en el ínterin fue un viajero desde su infancia y juventud construida entre distintos mundos.

No es de extrañar la querencia de libertad sin rumbo. Fue en Arlés, uno de sus destinos, donde convivió con Van Gogh y fue testigo de cómo este se cortó la oreja. Gauguin contó en sus memorias que tras discutir con el holandés este le persiguió con una navaja de afeitar y después terminó por cortarse él mismo la oreja. Unos estudios posteriores dicen que fue Gauguin quien le cortó el apéndice y que el autor de La noche estrellada terminó la faena con la citada navaja.

Nunca más volvieron a verse porque después del suceso Gauguin se marchó, dicen que para huir de la responsabilidad del ataque que Van Gogh ocultó. Otra huida. Otro salvajismo. Llegó a decir que vivir no era necesario, «pero navegar sí». Navegando llegó a Tahití donde encontró su mundo perdido que tampoco le encantó a pesar de sus pinturas famosas. Pero era casi el animal soñado que pintaba y que volvió a París y obtuvo algún reconocimiento insuficiente con sus obras exóticas, lejanas.

La grisura parisina le hizo escapar de nuevo de su jaula. Volvió a Tahití para no volver y para ser definitivamente un animal salvaje, libre (libérrimo, más bien), malencarado, pobre, sucio y un pintor inmortal.