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Juan Ramón Jiménez pintado por Joaquín Sorolla

Juan Ramón Jiménez pintado por Joaquín Sorolla

Tres poetas para el fin de año

El fin de año siempre resulta incómodo para el fino observador de la realidad, aunque se intente esconder bajo el confeti del cotillón moderado que la pandemia nos obliga a celebrar

Este año se acaba. Concluye. Y en su precipitarse abandonado, como un río hacia la certidumbre infinita del mar, nos pone delante de la memoria las intenciones caducas y las metas, siempre difuminadas e inalcanzables, del deseo humano. De todo lo que recordamos desde hace casi doce meses, nada parece quedar en la memoria, excepto una confusa sensación de gresca verbal y de no haber aprendido mucho más que palabras repetidas, y algún que otro capotazo de distracción al toro de una pandemia, que no termina de morirse.

Por eso, el fin de año siempre resulta incómodo para el fino observador de la realidad, aunque se intente esconder bajo el confeti del cotillón moderado que dicha circunstancia nos obliga a celebrar, un poco sobrellevando el ansia nunca –del todo– satisfecha, y la promesa incansablemente imaginada de una fiesta definitiva.

El corazón de piedra y cielo en Juan Ramón Jiménez

Y sin embargo, este preludio del inevitable fin; este inexorable acabarse de los días sin solución, no puede no dejar escapar el suspiro de una esperanza que se niega a morir y parece reverdecer, casi, en contra de uno mismo. Como Juan Ramón, cuando describe en Piedra y Cielo, un afán innato de identificación con la Belleza y con lo eterno, anhelando escapar del propio límite y de la finitud que todos, de una manera u otra, podemos sentir en este momento.

«¡No estás en ti, belleza innúmera,

que con tu fin me tientas, infinita,

¡estás en mí, que te penetro

hasta el fondo, anhelando, cada instante,

traspasar los nadires más ocultos!

¡Estás en mí, que tengo

en mi pecho la aurora

y en mi espalda el poniente

—quemándome, trasparentándome

en una sola llama—; estás en mí, que te entro

en tu cuerpo mi alma

insaciable y eterna!»

Antonio Machado a la orilla del gran silencio

Del mismo modo, Antonio Machado vislumbrará esta esperanza a la orilla del silencio entre el Infinito y su corazón, todavía vivo, a pesar de las sombras que se proyectan sobre las innumerables y, tantas veces, estériles acciones, incapaces de mitigar el anhelo de una vida nueva y buena, latente en la alegría o el fracaso, y que brota en todas las preguntas insoslayables que el poeta, en su penitencia lírica, se hace por todos nosotros.

«¿Mi corazón se ha dormido?

colmenares de mis sueños,

¿ya no labráis? ¿Está seca

la noria del pensamiento,

los cangilones vacíos,

girando, de sombra llenos?

No, mi corazón no duerme.

Está despierto, despierto.

Ni duerme ni sueña, mira,

los claros ojos abiertos,

señas lejanas y escucha

a orillas del gran silencio.»

La Casa encendida de Luis Rosales

Como broche a estas breves recomendaciones en el precipicio de las últimas horas de diciembre, unos versos del granadino Luis Rosales; poeta nunca suficientemente recordado y reivindicado para la gloria de nuestras letras, cuyo corazón como una Casa encendida, ilumina esa espera de otro mundo que se va perfilando, insinuante, prometedor de tantas cosas buenas; don de días nuevos que nadie puede crear, y que se reciben a pesar de nuestro olvido y de nuestra maldad.

«…Y ahora vamos a hablar, ¿sabéis?, vamos a

hablar,

como si hubiera empezado el deshielo

y ya tuviese circulando la misma sangre en nuestros

corazones,

y todo comenzase, al fin, como sube a los pechos de la

madre la leche cuando la boca la necesita,

y todo hubiese ya empezado en un lugar del mundo,

en un lugar, sin minuciosidades, que Dios debe tener ya

preparado para nosotros,

con un salón de costura y un despacho y unas estanterías

con libros y cuadros, en un lugar donde el tiempo se ha convertido, de

repente, en la palabra ahora,

esta palabra misma: ahora…»

Ciertamente, este es otro modo de ver morir el último día  y de quedarse a la espera de lo que acontece en la materia del tiempo, como un espacio que va siempre hacia delante; espacio que nos lleva; espacio en el que cabe la vida y la muerte, que brota siempre de un modo gratuito, y que nos permite desear y esperar un feliz año nuevo para todos los vivos y los muertos.

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