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Byung-Chul Han

Byung-Chul Han

Byung-Chul Han, un incómodo pensador católico: servir a Dios o a Mammon (II)

En el artículo anterior, me propuse dar un manojo de razones para comprender por qué iba el Papa Francisco a citar a Byung-Chul Han en su última encíclica: Dilexit nos (2024). En esta entrega trataré de «mapear» algunos de los leitmotiv católicos que atraviesan su vasta y fragmentaria obra

En su conferencia «Sobre Eros» del año pasado (Oporto, 11 de abril de 2023) Byung-Chul Han trataba de simplificar su obra a una clara y distinta proposición axiomática: «Si alguien me pidiera que resumiese mi pensamiento filosófico en una sola frase, le propondría la siguiente: el otro desaparece». Desde luego, las consecuencias de tan aparatosa afirmación son insondables, aunque nuestro autor se aventura a dar cuenta de la gravedad del asunto a partir de dos reflexiones anejas.

En primer lugar, Han sostiene, en su artículo «Vacío angustioso», recopilado en Capitalismo y pulsión de muerte (2019), que: «El otro es constitutivo de la formación de un yo estable. Si el otro desaparece, el yo cae en un vacío». De lo que se desprende que la inestabilidad del yo genera un desasosiego existencial tremendo. El yo se desfigura, se torna irreconocible frente al espejo, pierde la identidad que entraña el nombre que le pusieron sus padres (cuando el otro desaparece)... Y tenemos, entonces, el caldo de cultivo perfecto para la proliferación y emergencia de profundos problemas de salud mental. Tal vacío genera reacciones (que no soluciones) incapaces de dar con la tecla: la lógica de la optimización (vida healthy, operaciones estéticas, cambios de género), el imperativo del rendimiento (evasión de la realidad por la vía laboral, fatiga crónica, autoexplotación), el imperativo de la autenticidad (homogeneización, seguidismo de modas en una afanosa búsqueda del yo verdadero, extravagancia enfermiza y desmedida) y, en definitiva, un narcisismo hipertrófico (cuya medida de todas las cosas es siempre el yo) que puede llegar a desembocar en depresiones varias, autolesión e incluso pulsión tanática.

En segundo lugar, Han, en La sociedad del cansancio (2010), logra vislumbrar la consecuencia fatal de dicha desaparición del otro: «La desaparición de la otredad significa que vivimos en un tiempo pobre de negatividad». La sociedad digital, que nos ha educado en la inmediatez, la ausencia de conflicto, el wishful thinking, la disponibilidad del mundo a golpe de click, las gratificaciones express como la comida basura, el porno y la cultura del like; es, en realidad, una sociedad ausente de negatividad. Y el sufrimiento, el fracaso, la muerte, en definitiva, el otro, suponen negatividad, hay que desterrarlos. El hiperhedonismo actual rehúye por completo del límite, la confrontación, la consistencia, la duración. Hemos cometido el peor de los deicidios al descargar nuestra ira colectiva contra Eros, esa fuerza que arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce hacia el encuentro con el otro. El Han de La agonía del Eros (2012) arroja una luz meridiana: «En realidad, el hecho de que el otro desaparezca es un proceso dramático (...). En el infierno de lo igual, al que la sociedad actual se asemeja cada vez más, no hay ninguna experiencia erótica (...). La libido se invierte sobre todo en la propia subjetividad (...). El sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en su alteridad y de reconocerlo en esa alteridad (...). Deambula por todas partes como una sombra de sí mismo, hasta que se ahoga en sí mismo». La destrucción del amor como donación (ágape) nos arroja irreversiblemente a un mundo psicopático.

He aquí la primera intuición «católica» del surcoreano. La desaparición del otro es el fruto amargo que recoge el Hombre tras crucificar con sus propias manos (y el corazón emponzoñado) al cordero sin mancha, al vir dolorum que se entregó en sacrificio gratuito por cada uno de nosotros.

1)La desaparición del otro

Esta desaparición se intensifica en un mundo que ha perdido la verticalidad, cuyo exceso comunicativo es siempre horizontal e inmanente. Ruido y barullo, transparencia y ethos pornográfico nos aíslan del sufrimiento ajeno, enclaustrándonos en burbujas «autónomas». Quizá la imagen de la colmena, el «enjambre digital» que emplea Han no termina de convencerme, no es la analogía más apropiada… En la colmena hay una cabeza. La abeja reina es a la comunidad de abejas lo que Cristo a la comunidad de fieles. Ello no obsta para que las reflexiones del filósofo surcoreano vertidas En el enjambre (2013) sean de absoluta vigencia: «La medialidad de lo digital (...) es precisamente la técnica del aislamiento y de la separación (...). La comunicación digital fomenta esta exposición pornográfica de la intimidad (...). La comunicación anónima, que es fomentada por el medio digital, destruye masivamente el respeto». La analogía del título se muestra desafortunada en tanto que la colmena es expresión de una rudimentaria cooperación, en la que cada una de las partes cumple un rol determinado, pero indispensable, puesto al servicio del bien común. De tal modo que reina, obreras y zánganos constituyen una auténtica comunidad. En cambio, en «el enjambre»: «Los habitantes digitales de la red no se congregan. Les falta la intimidad de la congregación, que produciría un nosotros. Constituyen una concentración sin congregación, una multitud sin interioridad, un conjunto sin interioridad, sin alma o espíritu (...). Aislados, singularizados, se sientan solitarios ante el display (monitor) (...). El medio digital nos aleja cada vez más del otro». En lo que sí parece acertar Han es en ese ininterrumpido y molesto zumbido, en el insidioso ruido propio del enjambre que impide una verdadera apertura del Ser a la trascendencia, del espíritu al Padre. Puesto que «el medio del espíritu es el silencio. Sin duda, la comunicación digital destruye el silencio». También repara, acertadamente, en esa paradójica situación de nuestra contemporaneidad: estamos cada vez más conectados y cada día nos sentimos más solos...

La desaparición del otro nos conduce, en última instancia, a disponer del otro como objeto de placer, al albur del puro y descarnado capricho, al deseo desaforado y al consumismo de la Creación. Pasando de ser coherederos y miembros del mismo cuerpo y copartícipes de la promesa en Cristo a suplantadores y profanadores de su obra. Como suele decir el iniciador del Camino Neocatecumenal, Kiko Argüello: «El otro es Cristo». Hemos profanado al otro (que da estabilidad al yo) y con él a Dios (que da estabilidad al tiempo y al mundo que habitamos), ¿o quizá sea al revés…?

2)La desaparición de los rituales

Byung-Chul Han abre su libro La desaparición de los rituales (2019) del siguiente modo: «Los ritos son acciones simbólicas. Transmiten y representan aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada una comunidad. Generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que predomina hoy es una comunicación sin comunidad». La comunidad (inexistente hoy en la sociedad del aislamiento digital) es condición sine qua non para la existencia y permanencia de los rituales y, al mismo tiempo, los rituales son indispensables para crear comunidad y prolongarla en el tiempo.

Asimismo, los rituales exigen de lo corpóreo. En la Misa, en cada misa, el pan se convierte en Cuerpo de Cristo, no es para el católico una mera representación simbólica (como sí lo es para el protestante luterano, por ejemplo), sino el milagro eucarístico de la transubstanciación. Los rituales «quedan consignados en el cuerpo, se incorporan, es decir, se asimilan corporalmente. De este modo, los rituales generan un saber corporizado y una memoria corpórea (...). A la comunidad en cuanto tal le es inherente una dimensión corporal. La digitalización debilita el vínculo comunitario por cuanto tiene un efecto descorporizante». ¿Qué sería la Iglesia sin rituales y sacramentos? ¿Qué es la Iglesia sino Corpus Mysticum? Además, los rituales exigen unos ritmos, una latencia y, sobre todo, una forma. La liturgia mantiene viva mediante formas inmemoriales la Palabra: «En eso consiste la fuerza de los rituales. Las formas externas conducen a alteraciones internas». La palabra viva actúa y transforma, gracias a formas que la encauzan y no permiten que el Espíritu revolotee sin reposar en los corazones de los fieles. Hoy en día, el imperativo de novedad y de autenticidad han entrado en frontal litigio con las formas heredadas. Según Han: «La cultura de la autenticidad acarrea una desconfianza hacia formas ritualizadas de interacción».

Ahora bien, aunque la obra del filósofo surcoreano presenta algunos puntos notables en cuanto a la necesidad de verticalidad, de silencio, de comunidad, etc., al leerla y releerla, me venía a la cabeza la Parábola del sembrador: una parte de las semillas de su reflexión «cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotó pronto, por no ser hondo el suelo; pero cuando salió el sol se agostó, y se secó porque no tenía raíz» (Mt 13: 5-6). En el caso de Han el sol que seca sus intuiciones católicas acerca de la necesidad de tornar a la sociedad ritual es la veta nietzscheana y foucaultiana y su correlativa apología del vitalismo, lo lúdico y, sobre todo, de su desentonada apología de la soberanía radical del individuo sobre la vida propia y la muerte, es decir, el suicidio.

Sea como fuere, hoy más que nunca en la sociedad de consumo turbocapitalista se abre imponente ante nosotros la agónica disyuntiva bíblica. O servimos a Dios o servimos a Mammon, no hay término medio: «La presión para trabajar y para rendir radicaliza la profanación de la vida (...). El capitalismo se basa en la economía del deseo. Por eso es incompatible con la sociedad ritual». El desencantamiento del mundo nos ha abocado al «desamparo e intemperie trascendentales», dice Han. El ritmo frenético del capital invade cada rincón de lo humano, mercantilizándolo, mecanizándolo. Siguiendo las palabras de Han en Psicopolítica (2014): «El capital copula con el otro de sí mismo por mediación de la libertad individual (...). Por mediación de la libertad individual se realiza la libertad del capital. De este modo, el individuo libre es degradado a órgano sexual del capital (...). La libertad individual, que hoy adopta una forma excesiva, no es en último término otra cosa que el exceso de capital». Somos las excrecencias de la orgía productivista y consumista.

En su conferencia «Sobre Eros» (Oporto, 11 de abril de 2023) hizo especial hincapié precisamente en la incompatibilidad de la trascendencia con la inmundicia o inmanencia del hiperconsumismo y la exigencia de rentabilidad: «para mí la vida monacal es un tipo de existencia muy feliz, ya que el monje ideal, es decir, aquel que no se ha corrompido, vive de la trascendencia. En nuestra sociedad de consumo y rendimiento hemos perdido toda trascendencia (...). La trascendencia no es compatible con la inmanencia del consumo, el rendimiento ni la producción. Dios no consume. Dios tampoco produce. La creación divina no es rendimiento, sino un acto de amor (...). La vida sin trascendencia se reduce a una mera satisfacción de las necesidades». Este acto de amor transgrede cualquier cálculo, cualquier utilidad, cualquier beneficio o interés, dota de sentido a la existencia toda del Hombre. Lo que nos lleva a su tercera gran intuición. Veámoslo en un último artículo.

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